»Pude ver, por la desesperación de sus ojos y el tono más profundo que ahora tenía su voz, que él también estaba avanzando hacia algo que, para él, era muy doloroso, hacia un sitio donde no se había animado a entrar desde hacía mucho tiempo. Pero entonces, incluso cuando lo miré, sus ojos parecieron volverse brumosos, confundidos. Se apretó la bata y, sacudiendo la cabeza, miró el fuego. Tembló y gimió.
»—Tengo que irme, Lestat —le dije. Me sentí cansado, cansado de él y cansado de esa tristeza. Y anhelé la quietud de afuera, la perfecta quietud a la que me había acostumbrado tan por completo. Pero, cuando me puse de pie, me di cuenta de que me llevaba al niño.
»Lestat me miró con sus grandes ojos agónicos y su rostro pulido, eterno.
»—Pero, ¿volverás… volverás a visitarme…, Louis? —me preguntó.
»Me alejé de él, oí que me volvía a llamar y, en silencio, abandoné la casa. Cuando llegué a la calle, volví la mirada y lo vi gesticulando en la ventana como si tuviera miedo de salir. Me di cuenta de que no había salido desde hacía muchísimo tiempo, y pensé que tal vez jamás volviera a salir.
»Volví a la pequeña casa de donde el vampiro había sacado al niño y lo dejé allí, en su cuna.
»Poco tiempo después —relató el vampiro—, le conté a Armand que había visto a Lestat. Quizás un mes después, no estoy seguro. El tiempo significaba poco para mí, y sigue significándolo. Pero para Armand tenía gran importancia. Se asombró de que no se lo hubiera mencionado antes.
»Esa noche caminábamos por esa parte de la ciudad que da paso al parque Audubon y donde el malecón es una cuesta solitaria y cubierta de hierba que desciende a una playa enlodada, llena de maderos que reciben las lamidas de las aguas del río. En la ribera más lejana se veían las luces mortecinas de las industrias y de las empresas fluviales. Eran puntos verdes y rojos que temblaban en la distancia como estrellas. Y la luz de la luna mostraba la rápida y amplia corriente. Allí incluso el calor del verano desaparecía con la brisa fresca del agua que levantaba suavemente el musgo del roble retorcido en donde nos sentamos. Yo recogía hierba y la probaba, aunque el sabor era amargo. El gesto parecía natural. Pensaba que tal vez jamás volvería a salir de Nueva Orleans. Pero, ¿qué importancia tienen esas ideas cuando puedes vivir para siempre? ¿No irse jamás de Nueva Orleans? Aquello parecía un simple deseo humano.
»—¿Y no tuviste ningún deseo de venganza? —me preguntó Armand. Estaba echado en la hierba, a mi lado, apoyado en un codo y con los ojos fijos en mí.
»—¿Por qué? —le pregunté con calma; yo deseaba, como me pasaba a menudo, que no estuviera allí, que me dejara a solas; a solas con ese río poderoso y fresco bajo la luna mortecina—. He conocido la venganza perfecta. Él se está muriendo, muriendo de rigidez, de miedo. Su mente no puede aceptar el paso del tiempo. Nada hay tan sereno y digno como esa muerte de vampiro que una vez me describiste en París. Y pienso que él se está muriendo con la misma torpeza y falta de gracia con que los humanos mueren en este siglo… Se está muriendo de viejo.
»—Pero, tú… ¿qué sentiste? —insistió en voz baja. Quedé perplejo por el carácter personal de esa pregunta y por todo el tiempo que había pasado desde que habíamos dejado de tratarnos de esa forma. Entonces, me acudió intensamente a la memoria su actitud normal, calma y recogida; miré su pelo negro y los ojos grandes, que a veces parecían melancólicos, y que frecuentemente no parecían ver otra cosa que sus propios pensamientos. Esa noche, en cambio, estaban encendidos con un fuego que era anormal.
»—Nada —contesté.
»—¿Nada, de ningún modo?
»Le contesté que no. Recuerdo palpablemente ese pesar. Fue como si esa pena no me hubiera abandonado de repente, sino que estaba a mi lado todo el tiempo, molesta, diciéndole: “Ven”. Pero no le dije eso a Armand, no se lo revelé. Tuve la sensación extraña de que él necesitaba que le dijera eso…, eso o algo… Una necesidad curiosamente parecida a la necesidad de sangre humana.
»—Pero —insistió—, ¿te dijo algo, algo que te hiciera sentir el antiguo odio…? —murmuró. Y, en ese instante, tomé conciencia de la profunda depresión que sentía.
»—¿Qué pasa, Armand? ¿Por qué lo preguntas?
»Pero él permaneció echado sobre el malecón y, durante largo rato, pareció contemplar las estrellas. Las estrellas me trajeron a la memoria algo demasiado específico: el barco que nos llevó a Claudia y a mí a Europa y aquellas noches en el mar, cuando las estrellas parecían descender y tocar las aguas.
»—Pensé que quizá te contara algo acerca de París —dijo Armand.
»—¿Qué me puede decir de París? ¿Que no quiso que Claudia muriera? —pregunté. Claudia, una vez más; el nombre sonó extraño. Claudia, colocando su juego de solitario en la mesa, que se movía con el movimiento del mar, mientras la linterna crujía en su gancho, y el ojo de buey se veía lleno de estrellas. Ella tenía entonces la cabeza gacha, los dedos estirados encima de la oreja, como dispuesta a soltarse los rizos. Y tuve una sensación sumamente incómoda: que en mis recuerdos ella levantaría la cabeza de ese juego de solitario y sus ojos estarían vacíos.
»—Tú me podrías haber contado todo lo que hubieras querido de París, Armand —dije—. Hace mucho tiempo. No hubiese importado.
»—Ni siquiera que fui yo quien…
»Me volví a él, que seguía echado mirando el cielo. Y vi el dolor extraordinario de su cara, de sus ojos. Sus ojos parecían enormes, demasiado, y el rostro blanco estaba demasiado flaco.
»—¿Que fuiste tú quien la mataste, quien la obligó a entrar en ese patio y quedar encerrada allí? —pregunté. Sonreí—. No me digas ahora que durante todos estos años has sentido dolor debido a ello; tú no.
»Y entonces cerró los ojos y desvió la mirada, con una mano descansando en su pecho, como si acabara de recibir un golpe tremendo, cruel.
»—No me puedes convencer de que eso te importa —le dije fríamente. Y miré las aguas y, una vez más, tuve esa sensación… de que quería estar solo. Supe que me levantaría al cabo de un rato y que me iría. Eso es, si él no me dejaba primero. Porque, en realidad, me hubiera gustado quedarme allí. Era un sitio tranquilo, solitario.
»—A ti no hay nada que te importe… —decía él. Y entonces tomó asiento lentamente y volvió a mirarme, y pude ver ese fuego negro en sus ojos—. Pensé que al menos eso te importaría. Pensé que volverías a sentir la vieja pasión, la vieja furia si volvías a imaginarlo. Pensé que algo se movería en ti y cobraría vida si lo veías… Si volvías a este lugar.
»—¿Que yo recuperaría la vida? —dije en voz baja. Sentí la dureza fría y metálica de mis palabras cuando las pronuncié, la modulación, el freno. Fue como si estuviera todo frío, hecho de metal, y él, de repente, fuera frágil, tal como había sido en realidad desde hacía mucho tiempo.
»—¡Sí! —exclamó—. ¡Sí, de nuevo a la vida!
»Y entonces pareció confundido, plenamente confuso. Y ocurrió algo extraño. Agachó la cabeza en ese momento como si hubiera sido derrotado. Algo en la manera en que sintió esa derrota, algo en el modo en que su rostro blanco lo reflejó por un instante, me recordó a otra persona que había sido derrotada de la misma forma. Y me sorprendió que yo tardara tanto tiempo en ver el rostro de Claudia en esa actitud; Claudia, tal como había estado al lado de la cama de aquella habitación en el Hotel Saint-Gabriel, rogándome para que convirtiera a Madeleine en uno de nosotros. Esa misma mirada indefensa, esa derrota que parecía ser tan sentida que todo lo demás era olvidado. Y entonces, él, al igual que Claudia, pareció encontrar, sacar fuerzas de flaqueza. Pero dijo en voz baja, como si no se dirigiera a nadie: