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—¿No se da cuenta de lo que ha contado? ¡Fue una aventura como jamás conoceré en toda mi vida! ¡Usted habla de pasión, habla de recuerdos! Usted habla de cosas que millones de nosotros jamás saborearemos ni llegaremos a entender. Y entonces me dice que termina de este modo. Le digo… —y se detuvo ante el vampiro con las manos estiradas—. ¡Si usted me concediera ese poder! ¡Ese poder para ver y vivir eternamente!

Los ojos del vampiro empezaron a abrirse lentamente y separó los labios.

—¿Qué? —preguntó en voz baja—. ¿Qué?

Démelo —dijo el muchacho, y cerró la mano en un puño y el puño golpeó su pecho—. ¡Conviértame en vampiro ahora mismo! —dijo mientras el vampiro lo miraba horrorizado.

Lo que entonces sucedió fue confuso y vertiginoso, pero terminó de forma abrupta, con el vampiro de pie cogiendo al muchacho de los hombros; el rostro del chico estaba contorsionado por el miedo, y el vampiro lo miraba con rabia.

—¿Es eso lo que quieres? —susurró, con sus pálidos labios manifestando únicamente la más leve señal de movimiento—. Eso…, después de todo lo que te he dicho… ¿Es eso lo que quieres?

Un gemido escapó de los labios del muchacho y empezó a temblarle todo el cuerpo, con el sudor en la frente y encima de los labios. Su mano buscó el brazo del vampiro.

—Usted no sabe lo que es la vida humana —dijo, al borde de las lágrimas—. Usted se ha olvidado. Ni siquiera comprende el significado de su propia historia, lo que significa para un ser humano como yo. —Y entonces un sollozo interrumpió sus palabras y sus dedos se aferraron al brazo del vampiro.

—¡Dios…! —murmuró el vampiro, alejándose de él; casi empujó al muchacho contra la pared. Se quedó de espaldas a él, mirando por la ventana gris.

—Se lo ruego… Dé a todo esto una nueva oportunidad. ¡Una oportunidad más, conmigo! —dijo el muchacho.

El vampiro se dio vuelta, con su rostro tan retorcido de rabia como antes. Y entonces, poco a poco, volvió a suavizarse. Los párpados cayeron lentamente sobre sus ojos y los labios se estiraron en una sonrisa. Volvió a mirar al muchacho.

—He fracasado —susurró aún sonriente—. He fracasado por completo.

—No… —protestó el muchacho.

—No digas una palabra más —dijo el vampiro con energía—. Sólo tengo una oportunidad más. ¿Ves esas cintas? Aún giran. Sólo tengo un medio de demostrarte el significado de lo que he dicho.

Y entonces agarró al muchacho con tal rapidez que éste se encontró tratando de aferrarse a algo, empujando algo que ya no estaba allí, de modo que aún tenía la mano estirada cuando el vampiro lo apretó contra su pecho, con el cuello del chico bajo sus labios.

—¿Ves? —susurró el vampiro, y los largos labios sedosos se apartaron de sus dientes y los dos colmillos cayeron sobre la piel del muchacho. El muchacho tartamudeó y un sonido ronco y gutural salió de su garganta; su mano luchó por aferrarse a algo, se le abrieron los ojos sólo para hacerse grises y opacos a medida que el vampiro bebía. Y, mientras tanto, el vampiro parecía tranquilo como si estuviera durmiendo. Su pecho angosto se movía sutilmente con un suspiro que daba la impresión de subir lentamente del suelo y luego quedar suspendido con la misma gracia sonámbula. El muchacho dejó escapar un gemido y, cuando el vampiro lo dejó ir, lo mantuvo erguido con ambas manos y miró el rostro sudoroso y pálido, las manos caídas, los ojos entrecerrados.

El muchacho gemía, tenía el labio inferior suelto y tembloroso como con náusea. Gimió más fuerte y se le cayó la cabeza hacia atrás y los ojos le dieron vueltas. El vampiro lo puso en la silla con suavidad. El muchacho trataba de hablar y las lágrimas que le brotaron ahora de los ojos parecieron provenir tanto del esfuerzo como de todo lo demás. Se le cayó la cabeza hacia adelante, pesada, ebriamente, y su mano descansó en la mesa. El vampiro se quedó mirándolo y su piel blanca adquirió un suave rojo luminoso. La piel de sus labios estaba oscura, casi como para reflejar esa luz; y las venas de sus sienes y sus manos eran meras huellas en su piel; y tenía el rostro juvenil y suave.

—¿… Moriré? —murmuró el muchacho cuando levantó la vista lentamente, con la boca húmeda y contraída—. ¿Moriré? —gruñó con los labios temblorosos.

—No lo sé —dijo el vampiro, y sonrió.

El muchacho pareció a punto de decir algo más, pero la mano que descansaba en la mesa resbaló hacia adelante y su cabeza cayó a un lado antes de que perdiera el conocimiento.

Cuando volvió a abrir los ojos, el muchacho vio el sol. Llenaba la ventana desnuda y sucia y, de este lado de su cara y su mano, estaba caliente. Por un momento, se quedó allí, con la cara contra la mesa y entonces, con un gran esfuerzo, se enderezó, respiró profundamente y, cerrando sus ojos, se llevó una mano al sitio donde el vampiro le había chupado la sangre. Cuando por accidente su otra mano tocó la banda de metal de arriba del magnetófono, dejó escapar un grito porque el metal estaba caliente.

Entonces se puso de pie, moviéndose torpemente, casi cayéndose, hasta que se apoyó con ambas manos sobre la palangana blanca para lavarse. Rápidamente hizo girar el grifo, se echó agua fría en la cara y se la secó con una toalla que colgaba de un clavo. Ahora respiraba normalmente y se quedó inmóvil, mirándose en el espejo sin sostenerse en ninguna parte. Luego miró su reloj. Fue como si el reloj lo sorprendiera, lo trajera más a la vida que el sol o el agua. E hizo una búsqueda rápida por la habitación, por el pasillo y, al no encontrar nada ni a nadie, volvió a sentarse en la silla. Entonces, sacando una libreta blanca del bolsillo y una pluma, los colocó sobre la mesa y apretó el botón del magnetófono. La cinta volvió hacia atrás rápidamente hasta que volvió a apretar. Cuando oyó la voz del vampiro, se inclinó hacia adelante, escuchando con suma atención, luego apretó nuevamente, buscando otra parte, la escuchó, pasó a otra. Pero entonces, por último, se le iluminó la cara mientras giraba la cinta y la voz dijo con un tono modelado: «Era un anochecer muy caluroso y, tan pronto como lo vi en Saint-Charles, me di cuenta de que tenía que ir a algún sitio…».

Y el chico anotó rápidamente.

«Lestat… cerca de la avenida Saint-Charles. Vieja casa ruinosa… Barrio pobre. Buscar rejas oxidadas.»

Y entonces, guardando la libreta en su chaqueta, reunió las cintas en su portafolios junto con el pequeño magnetófono y salió por el pasillo, deprisa, y bajó las escaleras hasta la calle, donde, frente al bar de la esquina, tenía estacionado su coche.