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Juan Molina soportó estoicamente la sentencia sumaria de su padre. A los fustazos de la madrugada, ahora debía agregarle los latigazos de la noche. Se quitó la camisa y, sin oponer resistencia, dejó que se cumpliera la condena. No derramó una lágrima mientras el cinto chasqueaba su furia sobre la carne viva, no profirió un solo grito, ni dejó escapar siquiera un lamento. No había nada que pudiera disuadirlo de su convicción. Solamente tenia que armarse de paciencia para esperar que llegara el gran día.

Muchos años pasaron desde aquel primer encuentro hasta aquel otro en que el auto de Gardel estuvo a punto de incrustarse contra el camión de Molina. Pero, como ya he dicho antes, el destino suele ser insistente y, más adelante, volvería a reunidos, tal como suele suceder en las tragedias.

4

Si alguien le hubiese dicho a Juan Molina que ya conocía a aquella mujer que casi muere aplastada debajo de su camión, no lo hubiese creído. No porque fuera imposible, sino porque hubiera jurado que sería incapaz de olvidarla. Pero la memoria suele ser caprichosa. Quizá la brutalidad de la escena colaboró para que, desde ese día, Molina recordara el azul de aquellos ojos tristes y ausentes, aquella figura espigada y esas piernas largas, temblorosas, que apenas la mantenían en pie. Sin embargo, aunque ninguno de ambos pudiera recordarlo, Ivonne y Molina ya se habían conocido, como veremos más adelante.

Muy pocos sabían el secreto mejor guardado por Ivonne. Cobraba como puta francesa, hablaba como francesa y vestía igual que las francesas. Pero Ivonne no era francesa sino polaca. Sin embargo, resultaba difícil convencerse de que no fuera oriunda de París, tal como mentía. Su nombre era Marzenka y había nacido en las afueras de Deblin. Muchos años antes de convertirse en Ivonne, aquella muchacha radiante y candorosa cantaba como los ángeles y tocaba al piano las alegres canciones de su país. Nada anhelaba más que pisar las tablas de los teatros de Varsovia. Contrariando los deseos de sus padres, que jamás habían ido más allá del límite del río Vístula, un día les comunicó la decisión irrevocable: se iría a la capital. En Varsovia integró un ballet de pseudo cocottes en un club nocturno; fue allí, entonando las letras de las canciones, donde aprendió las primeras palabras en francés. Poco le faltó para llegar a ser solista; el mismo día en que el director de la compañía iba a darle la buena noticia, un hombre apareció en su camino. Un francés, un auténtico francés de Francia, Monsieur André Seguin, puso frente a sus narices un contrato irresistible. Como tantas otras mujeres jóvenes, ante el desolador panorama de su tierra eternamente devastada, embelesada por las promesas del representante artístico, creyó estar tocando el cielo con las manos. Sus ojos juveniles brillaron de ilusión frente al contrato que le ofrecía la posibilidad de hacer carrera en la lejana París de América del Sur. Enceguecida por la felicidad, ni siquiera había podido leer aquel contrato escrito en una lengua para ella indescifrable, y que habría de convertirse en su sentencia.

Cuando aquella joven polaca descendió del barco y puso un pie en Buenos Aires, descubrió que algo andaba mal. Junto a un grupo de mujeres aterradas, la llevaron a una pensión miserable del barrio de San Cristóbal, un caserón mucho más pobre que su casa de Deblin. Le retuvieron los papeles y allí la dejaron, encerrada durante un tiempo que ni siquiera pudo calcular, bajo la celosa vigilancia de una madama temible que tenía el porte de un buey. Ninguna de sus compañeras de cuarto hablaba su lengua. De hecho, todas hablaban idiomas diferentes. En la jerga, a este encierro se lo conocía como "período de ablande". Y tenía un propósito bien determinado: ante la reclusión, que parecía no tener fin, bajo el argumento de que aún su representante, André Seguin, estaba tramitando la residencia sin la cual podían ser encarceladas, cualquier otra situación, cualquier otro lugar aparecía como una alternativa más feliz. Cuando Monsieur Seguin consideraba que ya sus espíritus estaban lo suficientemente doblegados por el destierro primero, por el cautiverio después, él personalmente se llegaba hasta el conventillo y se presentaba como su protector ante las autoridades. Les hacía saber que el gran día estaba próximo y, para convencerlas, con una sonrisa de oreja a oreja, depositaba sobre una de las camas una valija inmensa, la abría lentamente creando cierto suspenso y, por fin, exhibía su deslumbrante contenido. Ante la mirada atónita de las chicas, empezaba a repartir ropa: vestidos de seda modelo Charleston, collares de perlas que parecían auténticas, refulgentes zapatos de taco, sombreros forrados en terciopelo y brazaletes de brillantes como jamás habían visto. Entonces las torturas de la espera y el encierro se veían largamente recompensadas, las promesas que hasta entonces parecían destinadas al desengaño volvían a cobrar fuerza. Luego de lo cual, André se retiraba como una suerte de Mesías, dejando que las muchachas, vestidas como verdaderas artistas, recobraran sus ilusiones. Aquella jovencita venida desde Polonia se sorprendía comiendo un guiso miserable, hacinada en un cuarto descascarado, paradójicamente ataviada como una reina. Emperifollada con alhajas, sedas y gasas volátiles roía un hueso de oso-buco, rascándolo hasta el caracú. El encierro se prolongaba durante un tiempo más, hasta que llegaba el momento esperado: por primera vez en semanas veían la luz de la calle. Entonces, separadas en grupos, eran conducidas hasta un lujoso cabriolé manejado por un chofer de librea que las llevaba hasta el Royal Pigalle. Cuando esa chica polaca vio por primera vez el cabaret, tuvo que contener las lágrimas nacidas de la emoción; el anhelado sueño empezaba a tomar forma. Miraba el escenario y se imaginaba cantando sentada al piano. Contemplaba los cortinados y las alfombras, el lujo del mobiliario, las botellas de champán francés que corría como agua, veía el palco donde tocaba la orquesta y se le anudaba la garganta. Pero, claro, todavía no era el momento, ya habría de llegar, aseguraba André. Primero tenía que familiarizarse con el idioma, conocer mejor el lugar y, sobre todo, frecuentar gente, alternar. El gerente había visto en aquella chica polaca de piernas largas y cintura breve, en sus ojos azules y su figura espigada, en su afán de triunfo y su gusto por el lujo, un potencial que la diferenciaba de las demás. Le enseñó primero ciertas formalidades: cómo sentarse, de qué manera tomar la copa de champán, cómo fumar, de qué modo mirar a sus eventuales interlocutores, con quién hablar y con quién no. Para cantar ya habría tiempo, ella era todavía muy joven y antes debía conocer todos los secretos que habrían de allanarle cada peldaño en la larga escalera hacia el éxito. Le hablaba siempre en español, en un pausado y paciente castellano plagado de gestos y salpicado con algunas expresiones en francés. Le dijo que olvidara su antiguo nombre y su remota nacionalidad; a partir de ese momento habría de llamarse Ivonne y haber nacido en la mismísima París. Bajo ningún concepto tenía que revelar que era polaca, las cantantes más requeridas eran francesas, le decía. Al principio la muchacha lo miraba con unos ojos llenos de desconcierto: no entendía más que los gestos. Pero poco a poco fue aprendiendo a descifrar algún sentido en los ampulosos discursos de André. Más tarde pudo pronunciar unas pocas palabras y luego intentar una que otra frase. Para que empezara a cantar sobraba tiempo, le decía el francés.

El Royal Pigalle era apenas una perla más en el sórdido collar de la trata de blancas, cuyas cuentas se enlazaban desde su sede en Marsella y se extendían por Varsovia, París, Lyon y, al otro lado del Atlántico, cubría las plazas de Río de Janeiro, Santiago de Chile y Buenos Aires. La filial instalada en el Plata proveía personal supuestamente artístico -coristas, bailarinas y cantantes de café concert- a los distintos cabarets porteños. Prostituir a las jóvenes llegadas desde Europa era una tarea costosa y paciente. Los artífices de este negocio, personajes muy respetados en los círculos políticos y sociales, eran los hermanos Lombard. Nacidos en la isla de Córcega, los cuatro hermanos dividían sus tareas entre Marsella y Buenos Aires. Detrás de la firma Lombard Tour se escondían los rentables nexos con Charles Seguin, dueño, además del Royal Pigalle, del Teatro Casino Opera, el Esmeralda, el Parque Japonés, el Palais de Glace y el legendario Armenonville. Su hermano, André, era quien regenteaba cada uno de los locales y "compraba" el personal "importado" por la agencia Lombard Tour.