– Para empezar a cantar sobra tiempo -le decía André a Ivonne, mientras fijaba su mirada en la unión de sus pechos adolescentes.
– No hay ningún apuro -le decía, recorriendo con sus ojos la extensión de sus piernas largas y torneadas.
Entre otras tantas cosas, antes debía aprender a bailar el tango.
Como todas las semanas, André Seguin llega al conventillo donde están sus chicas. Las mira sonriente y paternal, las reúne en torno de él y, como un generoso protector, después de repartir ropa entre todas ellas, las conmina a abrazarse y les da las primeras lecciones de baile. Marcando el compás, las alienta a que bailen mientras él canturrea algún tango improvisado:
André Seguin disfruta al ver cómo sus pupilas enredan sus cuerpos, enlazan las piernas y las unas recorren con sus pantorrillas los muslos de las otras, al tiempo que canta:
A André Seguin le gusta jugar el papel del perdedor; mientras canta su canción autocompasiva, insta a sus protegidas a que aproximen más aún labio con labio, a que sujeten la cintura de su compañera con más resolución, a que se miren con sensualidad.
Mientras canta su lamento fingido, André Seguin sólo se limita a mirar y dar indicaciones. Él no participa de los bailes. Ve cómo se tensan los músculos de las jovencitas, cómo se deslizan las medias de red sobre la piel, de qué manera se rozan los pechos entre sí, y disfruta íntimamente a la vez que entona:
El gerente del Royal Pigalle canta mientras evalúa Potencial que encierra cada una de las chicas. Ya ha notado que Ivonne tiene una disposición natural hacia el tango. Es un hecho notable cómo aprende a bailarlo más rápido y mejor que las demás. Y con una sensualidad que pocas veces ha visto Seguin. Hay algo en su adolescente persona que lo inquieta. Siendo que es mucho más delgada de lo que un hombre puede esperar de una mujer, adivina un talento recóndito al que sólo hay que dejar madurar, darle tiempo, piensa el gerente y canta:
Y así era siempre, después de llorar una inexistente miseria, André Seguin concluía sus lecciones de tango y luego pedía que lo dejaran a solas con Ivonne. Él mismo fue su primer cliente. Fue André quien la recompensó con una paga por cierto bastante poco generosa. Y también André fue el primero en extender una línea blanca y perfecta sobre la mesa de mármol negro y hacerle probar el polvo mágico de la felicidad. Ivonne comprendió que en las hábiles manos de aquel lobo disfrazado de cordero estaba puesto su destino.
5
A los dieciocho años Juan Molina entró a trabajar en el Astillero del Plata. Las duras jornadas de doce horas le habían dejado un cuerpo ingente y macizo que contrastaba con su cara todavía aniñada. Atrás habían quedado los tiempos del coro de la iglesia; aquella voz angelical de soprano se había convertido en la de un tenor. Cantaba siempre. Lo hacía con la naturalidad de quien piensa en voz alta. Mientras cargaba al hombro las vigas de acero, tarareaba los tangos de Celedonio arqueando una ceja y poniendo la boca de costado. Después de hombrear las vigas y cargarlas sobre la caja del camión, se sentaba al volante y se sentía el más grande. Manejaba el imponente International por los angostos caminos del Dock haciendo equilibrio entre los muelles al filo del río, cantando con el cigarrillo pegado a los labios. Los pantalones cortos eran ahora un amable recuerdo. Cuando caía el sol, aquellos mismos que unos años atrás iban a la iglesia sólo para escucharlo cantar, ahora se reunían en el café del Asturiano apurándolo para que templara la bordona y cantara algunos tangos. En torno a él se formaba un círculo apretado que, a viva voz, le pedía tal o cual canción. Con el tiempo había iniciado un tormentoso romance con su guitarra; por momentos era una amante dócil y una dulce compañera. Otras veces, en cambio, se tornaba indómita y se negaba a los arpegios pretenciosos. Así como no hay maestros para el amor, tampoco los hay para la música, solía decir Juan Molina. Su obcecado carácter autodidacta le había impreso a su modo de cantar y de tocar la guitarra un estilo personal e inconfundible. No sabía, ni le interesaba, escribir sobre el pentagrama.