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Si pudiera olvidar lo que soy y volver a nacer. Si pudiera escapar del dolor y tener el candor de la niña que fui, daría lo que tengo y también lo que no Si tuviera de piedra el corazón como vos

(canta a unas de las cariátides que sostienen la cornisa del edificio de enfrente y que tanto se le parecen)

me iría detrás de aquel gorrión para volver. Pero estoy tan lejos y tan triste, tan cansada de vender la ilusión del amor, tan cansada de mentir y besar porque sí. Si pudiera volver a escuchar el alegre acordeón de mi tierra natal. Si pudiera dejar esta gélida sal que me hiela el corazón, me hace mal. Si pudiera dejarme caer como un pétalo otoñado y tener la ilusión de haber soñado que mi vida fue una efímera canción con un final feliz.

Cuando termina de cantar, Ivonne tiene el impulso de saltar, de mezclarse con la bandada de gorriones confundidos que surcan el cielo y huir, olvidar todo cuanto es.

Se aferra fuertemente a la baranda para disuadirse de aquella ocurrencia que se le impone a su pesar. La copa rueda en el aire, se precipita dejando una estela hecha de gotas de champán, hasta estrellarse contra las baldosas de la vereda. Huir.

Ivonne era una puta francesa. La puta más cara del Royal Pigalle, el cabaret más caro de Buenos Aires. Recibía a sus clientes en una lujosa habitación del Hotel Alvear. Un piso por debajo de la Suite Presidencial, en el mismo cuarto donde se alojaban príncipes y mandatarios, en la misma cama donde durmió la Infanta Isabel, bajo esas mismas sábanas, Ivonne recibía a sus clientes. Era una de las putas más caras porque era, exactamente, todo lo contrario de una puta. Delgada y ondulante como una espiga de trigo sacudida por la brisa, se veía por completo diferente de las mujeres carnosas que plagaban las mesas de los cabarets. Tenía una mirada cándida e infantil que la distinguía de las otras, de ojos maliciosos repletos de experiencia. Sus pechos, que cabían dentro de la concavidad de una mano, parecían los de una niña y eran completamente distintos de las tetas de nodriza que rebalsaban los escotes, tan frecuentes entre las chicas que poblaban las barras de los prostíbulos. Nadie podía creer que Ivonne fuese una puta. Y ese era su secreto. No vendía sexo sino amor. No simulaba arrebatos de éxtasis, ni alaridos de placer, no regalaba palabras sensuales ni halagos a la virilidad, sino tiernas ilusiones de aquellas que habitaban en las letras de los tangos. Y, ciertamente, aquellas ilusiones se pagaban caro: quinientos pesos, más la noche de hotel. Ivonne no era para cualquiera. Sus clientes eran pocos. Pero suficientes para proporcionarle un pasar al menos digno y darle de comer al parásito de su "protector", André Seguin, el gerente del Royal Pigalle. Pero lo único que pretendía Ivonne esa mañana era huir y olvidar. Desnuda, como si fuese una más de las efigies que sostenían los balcones, ofreciendo su piel blanca como la porcelana a la brisa de la madrugada, Ivonne deseaba abrir los ojos y de pronto ver la campiña europea de su infancia.

Un ronquido estrepitoso de animal la arranca de pronto de su íntima canción. Viendo que su cliente está por despertar, se viste sigilosamente, toma los billetes que descansan sobre la mesa de noche y en su lugar deja una nota escrita sobre un papel perfumado. Como no recuerda el nombre del tipo, anota con letra redonda y decidida:

Mi querido: Fuiste lo mejor que me pasó en mucho tiempo. No quiero romper tu sueño de ángel. Siempre tuya. Ivonne

Descalza y en puntas de pie, como para que el angelito no interrumpiera su proceso de hibernación, Ivonne se dispuso a salir del cuarto. Antes, sobre la lisa superficie de cristal de una repisa, extendió una línea perfecta de polvo níveo y se desayunó aspirando aquel hielo que le congelaba el alma y la anestesiaba. Entonces, sí, salió sin hacer ruido. Con la mirada perdida en ninguna parte, caminó por la avenida Callao apretando la cartera contra su cuerpo y se mezcló entre la gente. Quería llegar a su casa, meterse en la cama y dormir para olvidar la larga noche. En su afán por llegar cuanto antes, corrió tras el tranvía que acababa de detenerse en la parada; tal era el ímpetu que le había producido su breve desayuno, que no vio el camión que avanzaba por el otro carril a toda velocidad.

2

Al otro lado del Riachuelo, en el último confín de la ciudad, envuelto en una bruma perpetua hecha de hollín y humedad, el Dock Sud había comenzado su dura jornada antes aún de que saliera el lucero del alba. La alta chimenea del Astillero del Plata se elevaba por sobre las rudimentarias construcciones que la circundaban. La fumarada blanca se extendía paralela al río mezclándose con las nubes. La sirena de un carguero rompió el silencio de la madrugada. Como un coloso de hierro oxidado, un pie posado en el Dock y el otro en la Boca, el puente levadizo cimbró, se conmovió en un crujido sordo, y el lomo del gigante comenzó su ascenso remolón como si se estuviese desperezando. Entonces todo se detuvo en aquella Rodas hecha de chapas y adoquines, decorada con guirnaldas de ropa colgada en los balcones y los frentes pintados con los colores estridentes de los barcos.

Desde la neblina surgen de pronto las luces de un camión que acaba de salir del astillero y se ve obligado a detenerse a pocos metros de la entrada del puente. El conductor, sabiendo que tiene una larga espera por delante hasta que termine de pasar el buque, enciende un cigarrillo, baja la ventanilla y, a voz en cuello, empieza a cantar con el cigarro prendido entre los labios. Juan Molina cantaba en todo momento y bajo cualquier circunstancia; a viva voz o entre dientes, a veces sin siquiera advertirlo, cantaba como quien piensa. Y ahora, mientras espera que termine de pasar el vapor y vuelva a bajar el puente, emprende las estrofas de un tango. Debajo del espejo retrovisor cuelga el retrato de El Zorzal. Indiferente a la majestuosa entrada del barco en la dársena, Juan Molina, mientras canta, se contempla en el espejo y, alternativamente, mira el retrato. Ve aquella sonrisa repleta de dientes, el sombrero caído sobre la ceja izquierda y los ojos que parecen iluminar la cabina del camión. Se sorprende a sí mismo en el reflejo sonriendo de costado; el rictus se le ha congelado imitando involuntariamente el gesto de Gardel. Se calza la gorra que descansa sobre sus rodillas, e imaginando que es un chambergo de fieltro, se la acomoda intentando ajustar el ángulo exacto que va desde la parte superior de la oreja hasta el borde de la ceja contraria. Mientras canta, se figura la letra del tango fileteada con letras redondas sobre la caja del camión: