Pelea con furia. No es, sin embargo, una furia dirigida a su rival sino a su suerte miserable. Por eso canta con desesperación.
Juan Molina le calza un cross a la bestia que tiene enfrente. El tipo se tambalea, entonces, sin dejar de entonar su lamento, el cantante frustrado lo levanta sobre su cabeza y lo tira contra la lona:
Termina de cantar y todo es una enorme ovación mientras el locutor le levanta la diestra y lo declara campeón. Quiere creer que aquellos aplausos están dedicados a su talento de cantor. Pero sabe que nadie lo ha escuchado.
Fue por aquellos días que el espíritu de Juan Molina se tornó agrio y huraño. Su fama de hombre recio no se cimentaba en la brutal violencia con la que enfrentaba a sus contrincantes sobre el escenario, sino en su carácter oscuro. Con el correr de las funciones aquel rostro aniñado fue adquiriendo una dureza que le agregaba años y le quitaba esa fresca alegría adolescente. Pero nunca dejó de cantar. Cuando se trababa en las luchas más encarnizadas, aprovechaba el cruel griterío del público ávido de sangre y la estridencia de los acordes de la orquesta siguiendo las alternativas del combate con vientos y redoblantes y así, en medio de aquel bullicio patético y ensordecedor cantaba a voz en cuello. Aunque el auditorio lo advirtiera, Molina se prodigaba el íntimo gusto de cantar sobre el escenario. Y cuando sus adversarios quedaban horizontales en la lona, el cantor se hacía la ilusión de que aquellas ovaciones que le regalaba el público eran en gratitud por las canciones que jamás había oído. Ciertamente ganaba más dinero que el magro salario que recibía en el astillero, aún restando el porcentaje que se cobraba su "representante". Pero no era ese el motivo que lo había llevado a aceptar aquel trabajo ignominioso. El solo hecho de estar en el Pigalle le ofrecía la ilusión cercana a dar el breve salto hacia el canto. Pero con el tiempo fue descubriendo que cuanto más crecía su fama de luchador, tanto más se alejaban sus sueños de cantor. ¿Quién habría de tomar en serio a ese triste payaso ataviado como para circo? Llegó a suplicarle a André Seguin que tuviese la piedad de permitirle salir enmascarado. Pero sostenía que era justamente su rostro juvenil y seductor el secreto de su aceptación entre las mujeres. Seguin admitía que su voz no se podía comparar con la de los cantantes que animaban las veladas. Pero como luchador resultó un fenómeno inesperado-, la sala se llenaba para verlo pelear, y no estaba dispuesto a arriesgarse con un cambio de timón. Era eso o nada. Molina terminaba su función, inmediatamente se duchaba en el camarín, como si quisiera despojarse no ya del sudor sino del oprobio; se cambiaba, bajaba y se sentaba a una de las mesas que quedaban ocultas en la sombra. Escondiendo su vergüenza tras la nube de humo de los Marconi sin filtro, escuchaba los tangos que la orquesta iba desgranando. Poco tiempo faltaba para que Juan Molina volviera a cruzarse con Ivonne.
15
Por aquellos días Gardel repartía su existencia en-e París, Nueva York y Buenos Aires. Las eternas jornadas en los estudios de la Paramount, las noches en el Greenwich Village, las madrugadas que lo recibían agotado en una suite del Hotel Middletown habían dejado su huella debajo de los párpados del cantor. Las funciones en el Empire, que solían extenderse más allá de los diez bises, las presentaciones en el teatro de la Opera y en el Florida Dancing le habían quitado los diez kilos de sobrepeso que, tiempo atrás, no sabía cómo disimular. Por las noches, en la soledad de su casa de la Rué Spontini 51, con la mirada perdida en un punto incierto más allá del ventanal, lo ganaba la añoranza. Entonces recordaba su vieja casa de la calle Jean Jaurés y el almacén del Oriental, allá en una lejana esquina del Abasto. Volver. Contaba los días que lo separaban del regreso a Buenos Aires. Y pensaba que, en realidad, salvo a su madre y sus amigos de la barra, hacía tiempo que no tenía a quién extrañar. Hasta que la conoció a Ivonne. Cuando finalmente estaba de regreso, no le alcanzaba el tiempo para hacer el circuito de siempre: el hipódromo de Palermo, su viejo y querido Armenonville, el Palais de Glace y el Royal Pigalle. Disfrutaba cada minuto como si fuese el último. La noche en que se fue tomado del brazo con Ivonne no tenía otra intención más que la de pasar la noche acompañado. Gardel no toleraba la soledad, le tenía un miedo infantil. Solía extender las noches hasta la madrugada en la mesa de un restaurante si estaba con amigos o, si estaba solo, se acodaba en la barra de un almacén perdido en el suburbio y conversaba con un mozo estupefacto al descubrir la identidad de su interlocutor. Y era el mismo afán por eludir la soledad el que, de tanto en tanto, lo llevaba a pedirle a André Seguin que le presentara a alguna de sus chicas. La noche en la que le presentó a Ivonne, antes le había susurrado al gerente que lo sorprendiera con alguna de las nuevas, "de confianza, se entiende", le aclaró por las dudas, sin que hiciera falta. Desde luego, Gardel no podía aparecerse en un hotel con una mujer colgada del brazo y, mucho menos, en la casa donde vivía con su madre, doña Berta, en la calle Jean Jaurés. Para esas ocasiones estaba "el pisito", un departamento de paredes empapeladas con flores claras, testigo sin embargo de asuntos oscuros. Aquel bulín elegantemente puesto en el segundo piso de un recóndito edificio de Corrientes y Reconquista, conocido también como "el bulín del Francés", era un pequeño aunque lujoso refugio donde ciertas figuras públicas ocultaban sus cuestiones más privadas. Cantores, músicos, poetas y otros personajes menos clasificables entraban raudos cuando caía la noche, cubiertos por el ala del chambergo, la cabeza hundida entre las solapas del abrigo, rehuyendo las miradas curiosas. El departamento, cuya discreción estaba protegida por la ausencia de portero y la escasez de vecinos, tenía tres ambientes: un cálido living comedor y dos dormitorios estratégicamente retirados. El living, presidido por un amplio ventanal que daba a Corrientes, allí donde la calle se precipitaba al río, estaba defendido de eventuales mirones por el enorme cartel luminoso de Glostora. Allí había un sofá flanqueado por dos sillones, en torno a una mesa baja con tapa de raíz de nogal. Más allá, contra la pared, descansaba un bahut repleto de bebidas, cigarros ocasionalmente, algún frasquito lleno de polvo blanco que solía durar poco tiempo. El alfombrado y las cortinas púrpuras le conferían una oscuridad íntima y apacible. En el comedor había una mesa oval forrada con un tapete de paño verde, más apta para que rodaran dados y se deslizaran naipes que para servir una cena. Una lámpara baja ceñía el cono de luz al perímetro de la mesa y dejaba el resto en penumbra. Los dormitorios eran gemelos. En cada uno había una cama de dos plazas con cabecera tapizada en capitoné de pana morada, y sendas mesas de noche, cuyos veladores tenían pantallas rojizas que oscurecían más de lo que iluminaban. La ausencia de roperos o placares revelaba la condición transitoria de sus ocasionales huéspedes. Nunca se supo -y quizá nunca se sabrá- quién era el dueño de casa. Se aventuraron muchas conjeturas acerca de la identidad del Francés. Lo que sí era seguro, y para aventar cualquier suspicacia, es que el propietario no era Carlos Gardel, pese a que iba con cierta frecuencia. Varios eran los que tenían las llaves de "el pisito". Pero por lo general, cuando despuntaban las primeras luces del alba y se apagaba el cartel, solía quedar deshabitado. Además de aquellos que con mayor o menor frecuencia reincidían en el escolaso, aparte de los que cada tanto llegaban con la fugaz compañía de una "conocida", el departamento solía dar cobijo temporal a uno que otro amigo de un amigo que, caído en desgracia, no tenía dónde pasar la noche. Alguna vez cierto poeta de voz aguardentosa y buenas intenciones para el canto, en la soledad del bulín, supo entonar unos versos tristes a capella: