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Bulín, si hablaran tus muros de claro papel floreado que han visto asuntos oscuros; cuántas veces trasnochado recalé bajo tu techo, penando cual condenado, pa'olvidarme de un despecho entre el humo y la penumbra, whisky, cubilete y dados; y ese cartel que me alumbra la herida que ella me ha hecho y que aún no se ha cerrado. Bulín, si hablaran tus muros de florido empapelado, si contaran los secretos de algún ilustre afamado de levita y cuello duro (su nombre no comprometo) con berretín de poeta que con sigilo y apuro entró con una pebeta poniendo cara de otario, recitándole un soneto pa'ahorrarse los honorarios. Mezcla de asilo y garito, bulín sin nombre ni dueño, qué desfile estrafalario ha pasao por "el pisito": poetas de tristes sueños, cantores que han sido mito, actores de adusto ceño y algún amigo en apuros que se quedó sin salario porque ha perdido el laburo… y vos le diste cobijo. Por si nadie te lo dijo, bulín de renombre oscuro, a pesar de tu prontuario para mí sos el más puro, como un tanguero santuario. Timba, minas y partusa, testigo de mis andanzas, refugio de mi tristeza donde me esperan las musas cuando pierdo la esperanza, cuando ando sin entereza. Dos almas en pena

Damas y caballeros: Qué sucedió aquella noche en la que Gardel llegó con Ivonne al departamento de la calle Corrientes es algo que nadie sabrá, salvo los discretos muros del bulín. Pero sin dudas, por la madrugada, ni Gardel ni Ivonne fueron los mismos que entraron horas antes. Ivonne amaba a Gardel antes de conocerlo, antes aún de sospechar su rostro, desde el día en que escuchó su voz. Nadie sabrá el secreto que guardan aquellas paredes empapeladas, pero Gardel, durante los días posteriores, no pudo quitarse de la cabeza el recuerdo de aquellos ojos azules y tristes. Nadie más que el cartel de neón de Glostora fue testigo de lo que sucedió allí adentro, pero lo cierto es que Ivonne ya nunca más quiso volver a su lejana Europa. Nadie supo por qué capricho Gardel decidió cancelar un viaje largamente planificado a Barcelona. Aquella noche, señoras y señores, iba a ser el inicio de algo tormentoso e incierto que, acaso, pudiera llamarse romance.

Tres

1

Si hasta entonces el cuerpo de Ivonne tenía un dueño -André Seguin- ahora su corazón tenía otro: Carlos Gardel. Nada había cambiado en su aspecto ni en su rutina nocturna. De hecho, nadie tenía motivos para sospechar que un cataclismo acababa de hacer eclosión en el espíritu de Ivonne. Ni el gerente del cabaret, ni cada uno de los cuatro o cinco clientes con los que salía cada noche hubiesen podido percibir que aquella muchacha no era la misma que habían conocido. Como todas las madrugadas, Ivonne vaciaba su pequeño tesoro sobre el escritorio del despacho de André y volvía a la pensión cercana al mercado Spinetto. Pero ahora, lejos del Royal Pigalle, los días eran otra cosa. Las tardes empezaron a cobrar existencia. Ya no dormía desde las siete de la mañana hasta las siete de la tarde. La dueña de la pensión no salía de su asombro al verla bajar al mediodía, vestida "como una señorita", y almorzar junto a los demás huéspedes, muchos de los cuales hasta entonces desconocían su existencia. Apenas si comía, pero al menos probaba algún bocado antes de salir a la calle. Todas las tardes, a la hora de la siesta, caminaba las largas cuadras que la separaban del bulín del francés. Nunca hacía el mismo camino, a veces bajaba por la avenida Rivadavia, bordeaba el Congreso, tomaba Avenida de Mayo y desde Suipacha caminaba hasta Corrientes. Otras veces se desviaba unas cuadras y se llegaba hasta el Palacio de Tribunales; en un banco de plaza Lavalle se sentaba a contemplar el teatro Colón, miraba el reloj y luego apuraba el paso por Diagonal Norte y retomaba el camino. A las cuatro en punto era la cita de cada tarde. Entraba al edificio con la copia de la llave que él le había hecho, subía en el ascensor jaula, bajaba en el segundo piso, golpeaba tímidamente la puerta y ahí estaba él. Ella se conformaba con el calor del abrazo, con la sonrisa hecha con la mitad de la boca, sólo para ella. Le alcanzaba con la caricia de su voz, con su perfume hecho de gomina y tabaco inglés. Con el regalo de su mirada, con sus ojos negros ya era suficiente. Todo lo que venía después era mucho más de lo que podía pedir. Y estaba agradecida. Jamás tuvo un reproche, nunca una palabra agria. Ivonne temía dar un paso en falso, hacer un gesto grandilocuente que lo ahuyentara como a un pájaro. Con verlo, nada más que verlo, le bastaba. Que se dignara encontrarse con ella cada tarde le parecía mentira. Tenía miedo de decir una palabra de más. Nunca se atrevió siquiera a sugerirle que estaba perdidamente enamorada. Pero ahora es feliz. Discretamente feliz. En la soledad de su cuarto, mientras hace girar la manija de la vitrola para volver escuchar su voz, con la misma melodía que antes le cantaba a ese Gardel cuyo rostro trataba de imaginar, aquel que le había enseñado a hablar el castellano, Ivonne ahora entona: