A Ivonne le costaba creer que todo aquello fuese cierto. Cada vez que escuchaba el disco de Gardel, temía que su romance fuese tan etéreo e intangible como la voz que salía de la bocina del fonógrafo para perderse quien sabe dónde.
Gardel no hablaba de sus asuntos privados con nadie. Ni siquiera con sus más íntimos. Su vida sentimental fue un misterio que jamás reveló. Pero quienes más lo conocían sabían que una mujer era lo único que podía perturbar su espíritu. Se le conoció sólo una, Isabel del Valle. Apenas si se mostraba en público con ella. Fueron diez años tormentosos que, sin embargo, no perturbaron su carrera. Se ha dicho que el celo que guardaba Gardel para preservar su vida privada era una estratagema dirigida al público femenino con el propósito de mantener un halo de misterio, de modo que no hubiese una sola mujer que no conservara la ilusión de que todo su amor podía estar destinado a ella. Pero quien diga esto no ha conocido a Gardel. Era un código de hombres guardar las cuitas y las victorias. Sobre eso no se hablaba. Sobre eso se cantaba.
El breve episodio de Gardel con Ivonne estaba destinado al fracaso. No por desamor; al contrario. Aunque jamás se atrevieron a confesarlo, estaban completamente enamorados. Pero el Zorzal se resistía a dejarse caer en las redes del amor. Por otra parte, Ivonne no tenía la habilidad ni la disposición de la araña. Así eran las cosas. Primero estaba la lealtad a los amigos, el café, el cabaret, la noche. Las mujeres eran objeto de culto, estaban ahí, pérfidas e ingratas, para cantarles, para sufrir sus traiciones o para lamentar su malquerencia en la letra de un tango. Ahí estaban para recordarles que ellos las habían sacado del fangal y terminaban yéndose con otro, con un bacán. Con la misma tenacidad del salmón nadando contra la corriente, Gardel se resistía a dejarse arrastrar por el torrentoso cauce de las pasiones. Por otra parte, existía una idea carcelaria del noviazgo y del matrimonio. Después de los amigos estaba la libertad. La mujer y los hijos eran algo que le sucedía a la gilada. Si alguno de los muchachos del café era descubierto en la flagrante intención de abandonarlos por una mujer, era inmediatamente aleccionado por los más experimentados, por aquellos que habían vuelto del infierno del matrimonio o se habían salvado providencialmente en el último minuto. Así, el pobre desgraciado que había sucumbido al amor se convertía en el centro del círculo formado por los amigos dispuestos a cantarle los más sabios consejos: