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Nadie diría que ese hombre solitario que fuma en silencio, en realidad está cantando. Salvo Ivonne. Ivonne le devuelve una mirada cargada de gratitud y con ese mismo lenguaje que solamente ellos saben hablar, sin mover un solo músculo de la cara, ella le contesta con la misma silente melodía:

Como a tientas te adivino entre las sombras ocultando en el humo tu herido pudor y tras la cortina de tu cigarrillo descubro un espejo, un cristal quebrado que asusta, que asombra, al ver en tu imagen mi propio dolor. Yo sé que en tus ojos despuntan dos brillos y en ese reflejo tus lágrimas mudas me llaman, me nombran y me dan un poco de fraterno amor. Nos une el albur de los conventillos donde los anhelos han quedado lejos.

Y entonces, aquella sorda confesión se convierte en un pacto. Ambos silencios se suman y, formando un dúo de mutismo, cantan a voz en cuello sin emitir un solo sonido:

No quiero que me hables, dejame que sueñe que tengo un hermano en tus ojos amables; por más que me empeñe en tenderte la mano quedate en tu mesa junando en la sombra, umbrío y silente fumá tu tristeza, y gastando la alfombra que baile la gente.

Sin pronunciar palabra, Juan Molina se incorpora, sale de su madriguera de vergüenza, camina resuelto y, cuando está a dos pasos, sin dejar de clavarle una mirada filosa como un puñal, le hace un cabeceo conminatorio. Con el mentón en alto y sin bajar la vista, como una fiera a medio amansar, un poco en contra de su voluntad, la mujer obedece. Por primera vez obedece. Desde el palco de la orquesta bajan los acordes de "La copa del olvido". Ivonne se pone de pie revelando su figura de espiga, las piernas largas, interminables, que se desnudan por momentos bajo el tajo de la falda. Cuando están frente a frente, Molina la toma por la cintura y aprieta la mano de ella contra su pecho. Por primera vez Ivonne acepta bailar. Se abrazan como quien se aferra a un anhelo. Ninguno de los dos dice una sola palabra. Al principio ella parece ofrecer una resistencia sutil y estudiada. Lo está probando. Entonces Juan Molina la atrae hacia él y la va dominando con la diestra, ordenándole cada quiebre, cada giro. Se miran desafiantes. Se miden. Pero Molina hace su voluntad, obligándola a los caprichos de sus cortes y quebradas.

Bailaron durante un tiempo que pareció eterno. Hasta que el hombre decidió que era suficiente. Cuando terminó la pieza la separó de su cuerpo, hizo un gesto con la cabeza que pudo ser un "gracias" o una expresión de triunfo. Luego se alejó hacia su refugio de sombras con la convicción de que la tenía en la palma de su mano. No sabía cuánto se equivocaba.

La mujer volvió a su mesa y Molina pudo ver que tras ella fue el gerente, André Seguin. Sin pedir permiso se sentó junto a la mujer, encendió un cigarrillo y la increpó con indignación, visiblemente ofuscado. Ella miraba hacia otro lado, hacia ninguna parte, provocando en su patrón una furia creciente. Cuando dio por finalizado el sermón, que Molina no llegó a escuchar, se levantó de la mesa y miró al luchador con unos ojos hechos de veneno. Era una advertencia. Al rato el gerente volvió acompañado de un hombre que vestía como un magnate. Con una sonrisa artificial, André Seguin le presentó ampulosamente a la mujer, cambiaron unas palabras; luego los dejó solos y, por fin, subrepticiamente, "Su Excelencia" le tendió la mano, invitándola a que se incorporara. Con expeditiva amabilidad, el hombre la ayudó a ponerse el abrigo y se retiraron rápidamente. Antes de salir, Ivonne le dedicó la última mirada a Molina.

A partir de aquel primer baile, la escena se repitió durante las noches siguientes. Molina esperaba en su mesa la llegada de Ivonne. A las doce, ni un minuto más ni un minuto menos, ella aparecía, siempre deslumbrante, desde la escalera. Contoneaba su figura espigada desfilando sobre el alfombrado rojo y ocupaba su mesa, la misma de siempre. Sentados frente a frente, iniciaban el ritual de las miradas. Jamás se dedicaron una sonrisa. Nunca un gesto amable ni mucho menos un saludo. Cuando la orquesta empezaba a tocar, Molina torcía la cabeza y, como respondiendo a la orden del amo, Ivonne se levantaba de su silla, caminaba hasta la pista y esperaba a que él llegara para abrazarla. Y así, sin hablar, Molina cantaba sus confesiones y recitaba sus anhelos:

No quiero saber tu nombre, no quiero escuchar tu voz; por qué romper con chamuyo, melena de cobre, el ronco murmullo de aquel bandoneón. Aferrao a tu talle de espiga no hace falta que me digas lo que bate tu mirada, lo que grita el corazón cuando lo siento en mi pecho. No quiero que digas nada que me quite la ilusión, con que bailes estoy hecho; una vuelta, una sentada dicen más que el más bocón y tus tacos al acecho listos para la quebrada hablan como una canción.

Y otra vez, formando un coro que sólo ellos dos podían escuchar, cantaban:

Yo sé que andamos maltrechos entre la paré y la espada pero ha de haber salvación pa' no colgarnos del techo si es que el destino se apiada y nos junta en el salón pa' bailar sin decir nada.