Las chicas que van a las fábricas apurando el paso en la densa neblina, los prácticos de remeras rayadas que esperan el paso del barco para iniciar las maniobras, de pronto caen bajo el encantamiento de la canción de Molina y comienzan a mezclarse en una danza al borde del Riachuelo. Haciendo ochos, cortes y quebradas, separándose, cambiando de pareja y volviendo a reunirse, bailan reflejándose en la negrura del agua, al tiempo que cantan a coro las mujeres:
Bailando sobre los paragolpes, trepados a los estribos, los prácticos y las obreras cantan:
La sirena de la fábrica vuelve a llamar. Entonces, como si se hubiese roto el ensalmo, las chicas se descuelgan del camión y retoman la marcha hacia el trabajo. Los prácticos, viendo que el buque se aproxima al amarradero, corren a atajar las cuerdas que arrojan desde cubierta. En la soledad de la cabina, contemplándose en el espejo, Juan Molina canta:
Un bocinazo lo sustrae de su canción: el barco ya ha terminado de pasar y el puente acaba de descender por completo.
Molina disfrutaba de su trabajo en el Astillero del Plata. La parte más dura era la de cargar el camión con las vigas de acero; el resto se hacía grato: atravesar la ciudad hasta la Dársena Norte y luego esperar a que descargaran los peones del Astillero Hudson. Hecho esto, volvía al Dock Sud y vuelta a empezar, hasta las seis de la tarde. Podía haber hecho el camino de la ribera pero generalmente, como ahora, prefiere internarse en la ciudad y recorrer con su imponente International las elegantes calles de Retiro y de la Recoleta. Pasa frente al Chantecler y el Palais de Glace, escucha los últimos acordes de las orquestas y se jura, como siempre, que algún día habrá de pisar sus tablas gloriosas. Sin embargo, no le queda demasiado tiempo para las ilusiones, tiene que apurarse; el paso del carguero lo retrasó. Viene rápido, embalado por la pronunciada pendiente de Callao, cuando desde la nada aparece una mujer. Poco menos se para sobre el freno. Las ruedas se bloquean haciendo chirriar los neumáticos, pero la mole trae una inercia tal, que parece imposible de frenar. Cuando por fin se detiene, Molina salta del camión esperando encontrarse con lo peor. Respira aliviado cuando ve que la mujer está de pie, petrificada, a dos milímetros del paragolpes. Pasado el susto inicial y la indignación posterior, seguro de que la mujer ha querido tirarse debajo del camión, Molina le pregunta si está bien.
– Creo que sí -balbucea Ivonne, temblando.
– ¿Quiere que la acerque a alguna parte?
Ivonne niega con la cabeza. Sólo entonces Molina repara en aquellos ojos azules y extraviados, y siente una suerte de piedad mezclada con algo que no puede definir, en la certeza de que esa mujer hermosa y confundida ha querido suicidarse. De pronto Ivonne tiene la inquietante impresión de que había estado a punto de llevar su afán por olvidar y huir hasta las últimas consecuencias. Definitivamente, se dice, el desayuno no le ha caído bien. Siente miedo de sí misma. Siente miedo de todo. Todavía temblorosa, sube al tranvía. Juan Molina se trepa al camión, pone la primera y piensa que, bajo otras circunstancias, se hubiese enamorado perdidamente.