– Es cuestión de paciencia, le estoy gestionando una audiencia con un empresario francés -le decía Balbuena, apretando la boquilla entre los dientes.
Por otra parte, André Seguin había descubierto que la única forma de retener a Molina dentro de las cuerdas del ring era manteniendo encendida la brasa de la ilusión.
– Tenga paciencia, Molina, usted es un hombre joven y canta como los dioses. La voz no la va perder. Ya le voy a arreglar el debut que se merece en el Armenonville o en el Palais de Glace -le decía el gerente palmeándole el hombro.
Pero la esperanza más esquiva, la que más se alejaba cuanto más cerca parecía estar, era la inasible promesa en la que se había convertido Ivonne. Juan Molina pensaba día y noche en Ivonne. Era su rostro pálido lo primero que evocaba el cantor al despertarse; durante el día esperaba la medianoche para verla. Entonces los minutos se convertían en horas y las horas en días. Apenas si se quedaba en el cuarto de la pensión, evitando la soledad que acrecentaba su ausencia. Molina salía a caminar sin rumbo intentando distraerse, se sentaba a tomar un café, encendía un cigarrillo y mientras más esfuerzos hacía para aventar la mariposa sombría de la añoranza, más pertinaz se hacía su ansioso aleteo. Nada había que no le recordara a Ivonne. En las volutas del humo y en la borra del café creía ver la suerte que el destino le habría de deparar junto a ella. En la silueta fugitiva de una mujer que pasaba al otro lado de la ventana, en un taconeo rítmico que súbitamente sacudía el silencio del bar, en las estelas de perfume francés que quedaban flotando en el aire, en el contoneo huidizo de una pollera, en todo cuanto lo circundaba, Molina encontraba el recuerdo de lo que quería olvidar. Y cuando se aproximaba la hora, mientras se cambiaba para salir a escena, todo se convertía en un trámite que apurara las agujas del reloj. Salía al escenario, daba su patética función, más concentrado en el tiempo que lo separaba de su anhelado encuentro que en el eventual contrincante que se le pusiera delante, terminaba el trámite con una brutal puesta de espaldas a su rival, se duchaba, volvía a cambiarse y se sentaba a la mesa del rincón más oscuro a esperar a que llegara. A las doce en punto, finalmente, la veía aparecer entre la bruma. Entonces la vida recobraba su sentido.
Así era la existencia cotidiana de Juan Molina. Hasta que una noche y sin que nada lo anunciara, Ivonne faltó a la cita habitual. Lo mismo sucedió el día siguiente. Y cuando se cumplió una semana de ausencia, Juan Molina creyó enloquecer de desesperación.
4
La existencia de Juan Molina es ahora una búsqueda desesperada. Sumido en el desconsuelo, sale sin rumbo a buscar a Ivonne. No sabe dónde vive; alguna vez le ha escuchado mencionar la calle Sarandí -o quizá Rincón, no está seguro-, en el barrio de San Cristóbal. Como un perro perdido, recorre Sarandí desde su nacimiento, en la avenida Rivadavia hasta el final rotundo en los paredones del Arsenal de Guerra, y luego vuelve por Rincón. Buscando un indicio, creyendo encontrar una señal en la puerta de algún inquilinato, en una prenda colgada de un balcón; de pronto se queda haciendo guardia en una esquina, fumando un cigarrillo tras otro, esperando verla entrar o salir. Y así, de pie, con una pierna flexionada contra un poste, el cigarro pegado a los labios, Juan Molina canta su amargura:
Y ante la canción de Molina, los changarines del mercado Spinetto, que descansaban bajo el dosel de chapa, y las puesteras, que acababan de cerrar las tiendas, se contagian de aquella tristeza, abrazándose para bailar el tango desconsolado:
A la súbita danza frente al mercado, se suman los camioneros y las mujeres que llegan con las bolsas de compras, mientras Molina canta:
Las últimas luces del día van cediendo la posta a los faroles. Debajo de ese tenue resplandor fantasmal, entre la bruma, la amable fauna del Spinetto acompaña bailando la pena del cantor:
Cuando Juan Molina concluye su canción, las parejas se disuelven y cada quien vuelve a lo suyo.
Después de varias e infructuosas pesquisas, Molina terminaba yendo al café de Rodríguez Peña y Lavalle con la inútil esperanza de que apareciera, como solía hacerlo todos los miércoles. Por la noche, en el Royal Pigalle, indagaba cada vez con menos disimulo, preguntando a todo aquel que pudiera tener alguna información. Pero Ivonne no tenía amigos. Por toda respuesta obtenía un encogimiento de hombros. Una noche, al borde de la desesperación, se infundió coraje y decidió recurrir al único que, sin dudas, debía saber algo: André Seguin. Sin importarle nada, se plantó delante del gerente y le preguntó por Ivonne. Contrariamente a lo que esperaba, Seguin mostró un gesto compungido y afectuosamente posó su mano sobre el hombro de Molina. Con el corazón en la boca, el cantor no supo si quería escuchar la respuesta. El gerente lo condujo hacia la barra y en un tono paternal le dijo: