6
A las cinco en punto de la tarde, Juan Molina estaba en la puerta de calle del bulín del Francés. Del otro lado de la reja lo estaba esperando Ivonne. Lo hizo pasar, le arregló el nudo de la corbata, le acomodó el cuello de la camisa y le quitó una pelusa del hombro.
– Estás muy buen mozo -le dijo a la vez que, en puntas de pie, le besaba la mejilla. Molina examinó el hall del edificio y se dijo que aquella no parecía, exactamente, la residencia de un magnate. Era cierto que no podía evitar una suerte de animadversión hacia todo lo que tuviese alguna relación con su rival. Mientras subían en el lento ascensor de jaula, intentaba imaginar el aspecto de su futuro patrón. Sentía una curiosidad morbosa por conocer a aquel que le había arrebatado el corazón a la mujer que amaba secretamente. Se lo veía inquieto; pero no eran los nervios propios de una entrevista de trabajo, de pronto cayó en la cuenta de que estaba por exponerse a una humillación; sabía cómo eran esos cajetillas: el tipo no se iba a ahorrar ningún desprecio frente a su amante. Todo el tiempo necesitaban demostrar poder. No quería que Ivonne lo viera agachando la cabeza, confesando que no había terminado la escuela primaria, como si hiciera falta para manejar un auto; teniendo que jurar que, siendo pobre, era, además, honrado. Pero Molina estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para estar cerca de Ivonne. Cuando entraron en el departamento, no pudo menos que sorprenderse por el mobiliario; aquello era, a todas luces, un garito. La mesa forrada en paño verde, las coloridas pantallas de las lámparas, las persianas cerradas, todo tenía el acre perfume de la clandestinidad. Ivonne se movía como si fuese la dueña de casa. Juan Molina no pudo aventar la certeza de que aquella chica extranjera que apenas si conocía la ciudad, en su candidez, había escapado de una mafia para entrar en otra quizá peor.
– Voy a preparar café -dijo Ivonne y, antes de perderse tras la puerta de la cocina, agregó:
– Los dejo solos así conversan tranquilos.
Sólo entonces Molina percibió que por sobre el respaldo de un sillón que estaba de espaldas a él asomaba la nuca engominada de un hombre. Tuvo el impulso de acercarse y dar la vuelta, pero ni bien dio el primer paso, una voz proveniente del anverso del sillón dijo:
– Está bien ahí, tome asiento en la silla que está detrás de usted.
Si no fuera por el acento criollo, Molina hubiese asegurado que el tipo era el mismo Al Capone.
– Tuve la desgracia de perder a un amigo muy querido. Fue mi único chofer. Imagínese que el primer coche en el que me llevó todavía era tirado por caballos. Tenía el sueño de ser aviador, se llamaba don Antonio. Murió la semana pasada. Perdí un amigo -repitió.
Aquella voz franca y amena le sonó extrañamente familiar a Molina.
– Créame que lo lamento -contestó con sinceridad y no supo que más decir.
– Le creo. Me gusta su voz, le creo. Hábleme de usted.
Molina titubeó unas palabras y, sin saber por qué, empezó contándole de su barrio, de La Boca, de su madre. Aquello era completamente distinto de lo que imaginaba como una entrevista de trabajo. Había algo en el modo de hablar de su interlocutor, había algo en su voz que le inspiraba confianza. Pero sobre todo, respeto. Le habló del Astillero y del majestuoso International que manejaba, le habló del Dock y de la casa en la que había nacido. Le habló del tango. Pero no se atrevió a confesarle que era cantor. Le habló del Royal Pigalle, pero no de sus anhelos más profundos. Le dijo que hasta el día anterior era luchador, pero no se animó a revelarle que esa misma noche desistió de debutar como cantante en el Armenonville.
Sin verse las caras, de pronto estaban conversando como dos viejos amigos, la voz tras el sillón, aquella voz que ya se había vuelto entrañable para Molina, le hablaba de las mismas cosas, de los mismos lugares que anidaban en su alma. De pronto, ya en confianza, le dijo:
– Mirá, pibe, lo que yo necesito, más que un chofer, es alguien que me sea leal.
Juan Molina, con la cara hundida entre las manos, con la voz quebrada por la emoción, le dijo que sí.
– Sí -le dijo-, sí, maestro. Cómo no serle leal a usted si me ha enseñado todo lo que soy -le dijo, y no hizo falta que le viera la cara para reconocer al dueño de aquella voz que resumía en una el conjunto de todas las voces nacidas bajo este cielo lejano.
Si no fuese porque el pudor y la emoción se lo impiden, Juan Molina cantaría la canción que pugna por salir del pecho, pero no puede ir más allá del nudo que le cierra la garganta:
Entonces Gardel se puso de pie y al ver a aquella mole veinteañera llorando como un chico, le dijo:
– No será para tanto.
Sacó un manojo de llaves del bolsillo, se lo arrojó y Molina lo atajó en el aire.
– Es un bicho un poco viejo, un Graham del veinte, pero todavía anda. Y cómo -le dijo y concluyó:
– Anda revisando agua y aceite que esta noche salimos para Santa Fe.
7
No era difícil sentirse amigo de Gardel. El cariño con el que hablaba de su viejo chofer, Antonio Sumaje, hacía que Molina percibiera que su lugar frente al volante no era el de un simple empleado. Por otra parte, quiso la coincidencia que el valet que acompañara a Gardel en tantos viajes, Eduardo Marino, se enfermara gravemente; de manera que, viendo que aquel joven tímido, diligente y amable era un excelente volante y mostraba la mejor disposición, Gardel pensó que podía matar dos pájaros de un tiro. Además no era un simple detalle que el Zorzal tuviera una bala alojada cerca del corazón. Su metálica presencia se le hacía carne en los días de humedad, era un dolor punzante que a veces le dificultaba llegar a las notas más altas. Aquel balazo artero que le pegaran a quemarropa en la esquina de las tragedias había hecho de Gardel un hombre algo más cauto. El porte de luchador de Juan Molina era ciertamente capaz de intimidar a un admirador exaltado o a algún memorioso que quisiera cobrarse viejas cuentas. Gardel se sentía seguro en compañía de Juan Molina. Nunca permitía que caminara a sus espaldas, no sólo porque le resultaba una mutua humillación, sino porque, frente a la mirada pública, el Morocho tenía amigos, no guardaespaldas. Cada vez que salían con el auto, Gardel viajaba adelante, junto a Molina, nunca en el asiento trasero. A menos que quisiera dormir. Y si salía a comer con los amigos o, incluso si se trataba de acontecimientos sociales, jamás dejaba que se quedara esperando en el coche; siempre lo hacía pasar y era uno más en la mesa. Y tenía la enorme delicadeza de presentarlo, cualquiera fuese la ocasión, como "Mi amigo, Juan Molina". Pese a que Gardel se dirigía a él con la mayor naturalidad, el joven colaborador no podía articular palabra en su presencia. Jamás se había atrevido a confesarle que era cantor. Para Molina, conducir el auto de quien fuera el espejo de sus ilusiones, caminar a su lado o arreglarle el moño antes de que saliera a escena, era como tocar el cielo con las manos. Y cada vez que escuchaba el "Gracias, pibe", que le dedicaba cuando se despedían, no podía evitar la misma respuesta de siempre: "Gracias a usted, maestro". Molina se debatía en un abismo cruel, doliente: por un lado la lealtad incondicional que llegó a profesarle a Gardel y, por otro, la culpa inmensa e inevitable de amar a la mujer que le pertenecía.