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9

Estaba dispuesto a derribar el portón con el hombro cuando, al otro lado del vidrio, pudo ver la figura adormilada de Ivonne saliendo del ascensor. Recién entonces Molina recuperó el aire perdido. Medio dormida y con el pelo desordenado, la vio más hermosa que nunca. Mientras se acercaba, envuelta en una bata japonesa que destacaba su estatura contrastante con aquella cara de niña, Molina elevó la vista al cielo y agradeció. Al verlo pálido, empapado en sudor y jadeante, Ivonne terminó de despabilarse y apuró el paso con visible preocupación. Con las manos temblorosas, tardó en encontrar la llave, hasta que por fin abrió la puerta. Lo hizo pasar y, sin preguntarle nada, lo abrazó. Luchando contra su propia voluntad de apretarla contra su pecho y no separarse nunca más, Molina la tomó suavemente por las muñecas y la alejó. Aquella mujer tenía un dueño y antes que nada estaba la lealtad. Así no las hubiese pronunciado nunca, las palabras de Gardel eran un mandato que resonaba en sus oídos cada vez que veía a Ivonne: "lo que yo necesito, más que un chofer, es alguien que me sea leal."

Iluminados por el fulgor rojo e intermitente del cartel de Glostora, Ivonne y Molina permanecen en silencio sentados en el amplio sofá que está delante de la ventana. Ella lo contempla a través del vaso de whisky que sostiene delante de sus ojos. Él fuma haciendo figuras con la brasa del cigarrillo, dibujos en el aire que aparecen y desaparecen conforme se prende y se apaga el neón del cartel. Y así, iluminados por ese fulgor rojo e insistente, ensombrecidos por la melancolía y un dejo de derrota, cantan a dúo:

Somos dos almas en pena prófugas en la ciudad indolente, dos almas hermanas desengañadas del mundo y la gente. Solos entre el ruido, solos en las luces de calle Corrientes. Zorzales sin nido cargamos las cruces, las propias y ajenas como lo que somos: dos almas en pena.
No digamos nada, cantemos, como en los tugurios y en los cafetines cantando sus cuitas y sus berretines murmuran los curdas las tragedias burdas que teje el destino; no digamos nada perdimos el rumbo, no se ve el camino, quizá sea esta noche la última cena. Por eso cantemos como lo que somos: dos almas en pena.

Cuando terminan de cantar, con la misma resignación y los ojos deformados tras la convexidad del vaso, Ivonne pregunta:

– ¿Qué vamos a hacer?

– ¿Qué voy a hacer, querrás decir? -corrige Molina.

Ivonne se siente, de algún modo, culpable. Pero quizá no del modo en el que debería.

– Yo te metí en esto. No te voy a dejar solo ahora.

Molina niega con la cabeza. Cómo decirle que la había seguido como un perro, cómo confesarle que estaba completamente enamorado, que en realidad lo único que lo llevó a renunciar a su debut en el Armenonville no era otra cosa que su proximidad; sentir, aunque más no fuera, su perfume cercano.

Ivonne no era feliz con Gardel. Pero había aprendido a resignarse. La resignación era la historia de su vida. Tampoco quería su compasión. Y no podía evitar la sospecha de que lo que había llevado a Gardel a darle refugio en aquel bulín de nadie, era una suerte de lástima, mezclada con cierto código de hombría. Pero ella sabía que no podía quedarse ahí por tiempo indefinido. Ivonne bebió un sorbo de whisky y con la mayor serenidad, siempre hablándole al vaso que sostenía frente a su cara, dijo que acababa de tomar una resolución:

– Mañana vuelvo al Pigalle. Así no puedo vivir -hizo un silencio y concluyó:

– No quiero que nos maten. No quiero que te maten. Mañana vuelvo al Royal Pigalle y aclaro todo.

Molina le hizo ver que no había vuelta atrás, que ya era un hecho consumado, que habían matado a un hombre. Y no se iban a quedar con el cadáver equivocado.

– Si volvés, lo más probable es que te maten en el Pigalle.

Molina estuvo a punto de pedirle que huyeran juntos, que se fueran a la otra orilla del Plata o al otro lado del océano si era necesario. Y tal vez era lo más sensato. Pero una cosa era traicionar a André Seguin y otra a Carlos Gardel.

– Yo me voy a arreglar -dijo Juan Molina-, no te preocupes por mí.

Ivonne sonrió.

– Al que estuvieron a punto de matar fue a vos.

Lo único cierto es que no estaban en condiciones de pensar. Molina descolgó el abrigo del perchero y cuando se disponía a salir, Ivonne lo tomó del brazo.

– Vos no te vas a ninguna parte -le dijo sin soltarlo.

– Acá no puedo quedarme… -balbuceó.

Ivonne se lo quedó mirando con una sonrisa, como interrogándolo.

– ¿Por qué, por mí o por él? -le preguntó muy cerca del oído.

Ivonne lo atrajo hacia ella y lo abrazó. Buscó su boca y a un milímetro de sus labios le susurró:

– Si es por mí, no te preocupes, lo que sobra son camas. Podes acostarte en la que más te guste -le dijo apretándole el muslo entre los suyos-. Si es por él, quedate tranquilo, no voy a decirle una palabra si no querés.

Molina volvió a separarla, colgó otra vez el saco en el perchero, acercó sus labios a la mejilla de Ivonne y le dio un beso suave y fraternal. Caminó hacia uno de los cuartos y, antes de cerrar la puerta, sin mirarla a los ojos, le dijo:

– Que descanses. Descansemos, que nos hace falta.

10

Gardel jamás quiso saber qué relación unía a Ivonne con Molina. Pero el término con el que ella lo nombraba, "un amigo", le resultaba suficiente para no indagar más. Y si el amigo Molina estaba en problemas había que darle una mano. Por otra parte, su chofer había dado suficientes muestras de lealtad y Gardel había llegado a tomarle un aprecio sincero. De manera que cuando supo la magnitud del problema que afrontaba Molina, Gardel no titubeó:

– Te quedas acá, pibe.

No quiso escuchar razones ni argumentos en contrario. Por mucho que Molina le insistiera en que se negaba a comprometerlo, a que asumiera semejante riesgo, Gardel fue terminante:

– No se habla más.

Juan Molina bajó la cabeza. No encontraba las palabras para manifestar tanta gratitud. Viendo que su chofer no había podido rescatar de la pensión más que lo que llevaba puesto, Gardel metió la mano en el bolsillo interior del saco y extrajo de la billetera un puñado de billetes.

– Comprate unas pilchas, un traje, camisas y zapatos -le dijo a la vez que le extendía el sueldo por adelantado.

Molina negó con la cabeza. Entonces, metiéndole de prepo los billetes en el bolsillo, le hizo ver que el chofer de Gardel no podía andar hecho una piltrafa. Luego se calzó el chambergo y, antes de salir, de pie bajo el vano de la puerta, le dijo:

– Esta noche, a las nueve, me pasás a buscar por casa.

Cerró la puerta y, otra vez, Ivonne y Molina se quedaron solos.

Eran dos prófugos en medio de la ciudad. Dos almas en pena ciertamente tocadas por la desdicha, dos fugitivos ocultos en el bullicio de la calle Corrientes. Ivonne había huido de su dorada celda de puta francesa, Juan Molina la había seguido igual que un perro perdido o, tal vez, como un lazarillo tan ciego como su amo. Ivonne ni siquiera salía a la calle. No por temor, sino por pura apatía. Apenas si comía. Se desayunaba con una extensa línea de cocaína y, a lo largo del día, alternaba whisky con una treintena de cigarrillos. Molina no toleraba el encierro. Mirando por el rabillo del ojo a izquierda y derecha, ocultando la cara entre las solapas del saco y el sombrero, se alejaba rápidamente de la calle Corrientes y se perdía por las estrechas veredas de San Telmo. Sin poder despojarse del horroroso recuerdo de su compañero de cuarto, Juan Molina deambulaba por la ciudad como si fuese su propio fantasma. Acosado por el remordimiento, tenía la íntima convicción de que estaba usurpando el lugar de Zaldívar en este mundo. Ya fuera producto de la falta de conciencia o, al contrario, del enorme peso que cargaba sobre ella, Molina entraba y salía de su refugio como si los hombres de André Seguin no lo estuviesen buscando. El bulín del Francés estaba separado del Royal Pigalle apenas por unas pocas cuadras. Tal vez por esa misma razón, por tenerlo justamente enfrente de sus narices, nunca lo vieron. Como si se estuviese burlando de sus cazadores, Molina jamás dejó de llevar a Gardel al Royal Pigalle; apenas oculto debajo de la visera de la gorra de chofer y detrás de un bigote que le agregaba unos años, Molina frenaba frente al cabaret con la mayor naturalidad. Nadie hubiese imaginado que el prófugo podía ser el chofer de Gardel y, mucho menos, que tuviese el tupé de llegar hasta la misma boca del lobo dos veces por semana.