Cerca de la madrugada, después de guardar el auto, Molina volvía a su refugio llevando algo de comida que Ivonne apenas si probaba.
Las visitas de Gardel al bulín del Francés son ahora cada vez más espaciadas. Y cuanto más tiempo pasa, tanto más hondo es el pozo de desconsuelo en el que se sumerge Ivonne.
– Un día de estos me van a matar -dice mirando el fondo del vaso de whisky.
De nada sirve que Molina intente disuadirla.
– Un día me van matar -insiste Ivonne, hablando como para sí y, mientras se aferra a las manos de su amigo, como si estuviese suplicándole algo que él no llega a entender, le canta:
Cuando Ivonne termina de cantar, el chofer de Gardel baja la mirada y dibuja una sonrisa forzada para esconder un gesto amargo. Juan Molina se ha convertido, exactamente, en lo que no quiere ser: el confesor de Ivonne.
– Sos muy lindo -le dice, como si se tratara de un niño, pasándole un dedo por el hoyuelo que se le marca al costado de la boca cuando sonríe. En estas ocasiones Molina vuelve a recuperar las esperanzas de ser otra cosa, no sabe qué, pero no un amigo. Varias veces ha estado a punto de confesarle todo lo que alberga su corazón. Pero como si lo intuyera, cariñosamente, Ivonne lo rechaza diciéndole por anticipado:
– Sos como un hermano para mí -le susurra y entonces, convirtiéndolo de pronto en su involuntario confidente, le cuenta sus pesares.
Molina hace esfuerzos ingentes para no escuchar. Cada palabra de Ivonne es un puñal que se le hunde en el corazón. Le cuenta, con exceso de detalle, cuánto ama a Gardel. Con una minuciosidad innecesaria, le confiesa que ya nunca va a poder querer a otro.
– ¿Me entendés? -le pregunta Ivonne a Molina.
Y Molina tiene que morderse los labios para no hablar, para no confesar su secreto, para no abrir su corazón y cantar con toda la voz: