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Cerca de la madrugada, después de guardar el auto, Molina volvía a su refugio llevando algo de comida que Ivonne apenas si probaba.

Las visitas de Gardel al bulín del Francés son ahora cada vez más espaciadas. Y cuanto más tiempo pasa, tanto más hondo es el pozo de desconsuelo en el que se sumerge Ivonne.

– Un día de estos me van a matar -dice mirando el fondo del vaso de whisky.

De nada sirve que Molina intente disuadirla.

– Un día me van matar -insiste Ivonne, hablando como para sí y, mientras se aferra a las manos de su amigo, como si estuviese suplicándole algo que él no llega a entender, le canta:

Quién te dice, un día de estos me encontrés por fin dormida y al fin atorrando en paz; no te ocupés de mis restos y dejame que te pida que no me recuerdes más. No quiero flores ni llantos ni lágrimas de tragedia ni ruegos para mi santo, algún día esta comedia se tiene que terminar. Arriba el gran tramoyista quizá me dé el paraíso después que aquí, en este piso, tanto me la hizo yugar. Sabés que igual ya estoy lista, vestida y bien arreglada para salir a la pista cuando quiera cabecear el que pasa la guadaña, ese que sin decir nada viene y te saca a bailar; un tango malevo la herida restaña y sin rencores, sin saña te lleva pa' el otro lao. Yo sé que ya no hay salida cada cual vive su vida, cada quien muere su muerte, no me quejo de mi suerte, a nadie voy a culpar. Si un día me ves dormida no me tengás compasión, susurrame una canción, un tango sentimental que me haga atorrar en paz.

Cuando Ivonne termina de cantar, el chofer de Gardel baja la mirada y dibuja una sonrisa forzada para esconder un gesto amargo. Juan Molina se ha convertido, exactamente, en lo que no quiere ser: el confesor de Ivonne.

– Sos muy lindo -le dice, como si se tratara de un niño, pasándole un dedo por el hoyuelo que se le marca al costado de la boca cuando sonríe. En estas ocasiones Molina vuelve a recuperar las esperanzas de ser otra cosa, no sabe qué, pero no un amigo. Varias veces ha estado a punto de confesarle todo lo que alberga su corazón. Pero como si lo intuyera, cariñosamente, Ivonne lo rechaza diciéndole por anticipado:

– Sos como un hermano para mí -le susurra y entonces, convirtiéndolo de pronto en su involuntario confidente, le cuenta sus pesares.

Molina hace esfuerzos ingentes para no escuchar. Cada palabra de Ivonne es un puñal que se le hunde en el corazón. Le cuenta, con exceso de detalle, cuánto ama a Gardel. Con una minuciosidad innecesaria, le confiesa que ya nunca va a poder querer a otro.

– ¿Me entendés? -le pregunta Ivonne a Molina.

Y Molina tiene que morderse los labios para no hablar, para no confesar su secreto, para no abrir su corazón y cantar con toda la voz:

Cómo no voy a saber cuánto te duele el puñal si esa herida, ese abismo, que te separa y te une de las alas del Zorzal es exactamente el mismo que el que me ha hecho tanto mal. No es que hoy me desayune de lo mucho que te quiero pero cuanto más y más te escucho chamuyando de tus cuitas se me taladra el balero, me consumo como el pucho aplastau al cenicero; igual que la Santa Rita que se enamora del muro sabiendo que del cemento nada se puede esperar, hoy tus palabras me quitan ese sentimiento puro y al escuchar tus lamentos tengo miedo'e confesar todo lo que guarda mi alma: amor, rencor y esperanza, poca arena y mucha cal… cómo no voy a saber cuánto te duele el puñal.