Homero Manzi
Cuatro
1
Y ahora que por fin la tiene entre sus brazos, aprieta su cintura diminuta reclinando su mejilla sobre el escote desabrochado. La ha encontrado recostada sobre la alfombra purpúrea, los brazos extendidos como si estuviese esperándolo, la boca entreabierta, ofreciéndose. Juan Molina la besa. En la vitrola suena "El día que me quieras". Tantas veces ha imaginado ese momento, tantas veces la ha visto en brazos de otros, y ahora que se le entrega sin resistencia y, al fin, liberada de ataduras, Molina no puede evitar un llanto ahogado. Tiene la ilusa esperanza de encontrar un rescoldo de vida; se aferra a su cuerpo como si quisiera retener el último aliento. Pero al abrir la puerta, ni bien la vio tendida sobre la alfombra, supo que estaba muerta. Corrió a su lado, se quitó el sombrero, hizo la señal de la cruz y la abrazó. Tenía la misma palidez de siempre, el rouge bordó se confundía con el color de los labios mórbidos. Tal vez por su gesto sereno, quizá por el valor que cobran los anhelos perdidos, la vio más hermosa que nunca. Los ojos azules miraban hacia el ventanal abierto de par en par. Una brisa fresca que anuncia lluvia mece los cortinados. Desde la calle entra la luz intermitente del cartel de neón de Glostora. Por un momento cree ver una mueca repentina, pero son las refulgencias irregulares que, al iluminar la cara de Ivonne, crean la cruel ilusión. Junto a ella descubre el cuchillo asesino. Molina no está en condiciones de pensar. Llora con un desconsuelo infantil. Sentado junto al cadáver, intenta hacer memoria. No recuerda haberse cruzado con nadie en el pasillo ni en el ascensor. Acaricia el pelo rojo de Ivonne e intenta pronunciar su nombre. Pero no puede. Sólo él y nadie más que él sabe cuánto la quiere. Daría su propia vida por volver a escuchar su voz grave, sus frases cáusticas hechas de justo rencor y cautelosa perfidia. Siente remordimiento; se arrepiente de no haberle confesado todo lo que guardaba en su corazón. Juan Molina se asoma al ventanal y, mirando hacia el cielo palidecido por las luces del centro, con una mezcla de indignación y desconsuelo, canta:
Mira en derredor; de pronto aquel departamento ajeno que le ha dado cobijo durante las últimas semanas le resulta por completo extraño. De hecho, con el tiempo, ha llegado a odiarlo. Aquellas paredes empapeladas con flores claras, ese aire viciado de clandestinidad le producen una claustrofobia que le cierra la garganta. La única razón que le hacía soportar el encierro era la compañía de Ivonne.
– Un día me van a matar -le había dicho Ivonne, con una sonrisa que ocultaba quién sabía qué. Molina había intentado disuadirla. Y aun sabiéndolo, jamás quiso convencerse de que era aquélla una posibilidad cierta.
– Un día me van a matar -decía Ivonne, contemplando el vaso de whisky con una sonrisa resignada. Pero Molina no había querido prestarle atención.
Ciertamente era difícil descifrar el espíritu de Ivonne, saber qué había más allá de su piel blanca como la porcelana, qué se ocultaba detrás de aquellos ojos azules, hechos de una alegría dudosa que se tornaba en duelo con el suceder del champán. Y ahora, viendo las incontables cuchilladas que le abrían el pecho, el cuello, el vientre, a Molina se le antojó que la saña inexplicable tenía el propósito de conocer qué secretos ocultaba su corazón. Se veía como una muñeca a la que un niño hubiese abierto para descubrir, desilusionado, su esencia de estopa. Qué sentimientos albergaba su alma. Era esta una pregunta que Molina no hubiese podido contestar siendo, quizá, quien mejor la conocía.
– Un día me van matar -decía Ivonne con tono burlón, sabiendo, tal vez, que estaba escribiendo su propio destino.
Meciéndose como un chico, la cabeza entre las rodillas, los brazos enlazados sobre sus propias piernas, Juan Molina se refugió en la memoria con el solo propósito de revivirla en el recuerdo. Y así se quedó, junto al cadáver de la mujer que amaba.
2
Desmoronado sobre el sofá del salón, Molina detuvo el derrotero de sus ojos sobre el cuchillo que descansaba de su macabra tarea paralelo al cuerpo de Ivonne. Era un cuchillo pequeño, de hoja corta y mango de madera. El rojo de la alfombra y el de las cortinas, el rojo de la camisa japonesa y el rojo del tapizado de los sillones, sumado al rojo titilante que entraba por el ventanal, irradiado por el cartel de neón, disimulaban la sangre desparramada por todo el cuarto. Tal vez por ese motivo, el cantor no había notado al entrar el horrendo reguero que había salpicado todo. Miró sus manos y su ropa, y descubrió que en el interminable adiós del abrazo se había manchado íntegro. De pronto pensó que si en ese mismo momento entraba alguien, hecho probable por otra parte, la primera impresión que habría de formarse no dejaría lugar a dudas: la mujer muerta sobre la alfombra, el arma displicentemente tirada junto al cuerpo y un hombre empapado en sangre. Sin embargo, se deshizo rápidamente de aquella ocurrencia. No le importaba. El mundo acababa de desmoronarse, no había un después ni un mañana. No albergaba otro sentimiento más que el dolor. Iba a llamar a la policía. Pero no ahora. Ya habría tiempo para ocuparse de todo lo demás. No era el momento para pensar en los trámites. Él mismo habría de disponer los medios para que tuviera cristiana sepultura. Pero ahora quería rendirle aquel íntimo homenaje en soledad. Afuera había empezado a llover. Volvió a hacer un recorrido sumario en torno al salón, buscando los indicios del día que estaba llegando a su fin, como si quisiera reconstruir las últimas horas de Ivonne; con quién había estado, qué había hecho. Entonces, casi por casualidad, sobre la mesa rinconera que estaba detrás de él, vio un objeto que le era familiar: un Ronson dorado, en cuya superficie se leían las iniciales de su dueño: C.G; el mismo encendedor con el que tantas veces lo había visto jugar, haciéndolo girar entre sus dedos. El mismo Ronson de oro que solía dejarse olvidado y que tantas veces él, Molina, había rescatado de la mesa de algún restaurante cuando Gardel llevaba puesta alguna copa de más. Como para confirmar la secuencia, sobre la mesa ratona había una copa vacía junto a una botella de Cliquot, el único champán que tomaba Gardel, y que él mismo se ocupaba de que no faltara en aquel departamento. Desvió la mirada. No quiso seguir pensando. Escuchaba cómo las gotas de lluvia chocaban y se evaporaban al contacto con el neón del cartel. Si Molina hubiese estado en condiciones de hacer conjeturas, no le habría sido difícil deducir que Gardel había estado en la casa. Y, probablemente, quiso evitar que alguien se enterara de su visita. De hecho, cuando Gardel decidía llegarse hasta el departamento, si el propósito era encontrarse a solas con Ivonne, antes llamaba por teléfono para asegurarse de que no estuviera ninguno de sus amigos; algunas veces le pedía a Molina que lo pasara a buscar con el auto y lo llevase hasta el pisito de la calle Corrientes. En esas ocasiones se disculpaba con Molina, rogándole que lo esperara afuera para que pudiera estar a solas con Ivonne. Por lo general se quedaba un par de horas, bajaba con una inocultable pesadumbre, entraba rápidamente en el auto y, finalmente, le decía a Molina que lo llevara de vuelta a su casa. Durante los últimos tiempos Gardel no podía disimular cierto disgusto. Viajaban en silencio. Fumaba sin pronunciar palabra. Una sola vez, visiblemente irritado -cosa realmente infrecuente-, cerró violentamente la puerta del coche y, como para sí, musitó: