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No sospecha que aquel curioso encuentro no es el primero y no ha de ser el último. No imagina que aquellos ojos azules y tristes acaban de marcar para siempre su destino.

3

Todavía no se ha disipado el pequeño tumulto en torno a las huellas de lo que pudo haber sido una tragedia. La gente comenta el incidente señalando las marcas del caucho adherido al empedrado. Los autos disminuyen la velocidad, los curiosos no dejan de preguntar y los supuestos testigos dan versiones tremendas, exageradas hasta el morbo. Casi nadie ha notado que otro auto que venía por Alvear, un Graham Paige refulgente, estuvo a punto de incrustarse debajo del camión.

– Esta esquina es fatídica -dice un hombre somnoliento, que dormitaba en el mullido asiento trasero del Graham Paige hasta que la repentina frenada lo arrancó de su duermevela, haciendo que se golpeara contra el respaldo de adelante.

– Esa chica volvió a nacer -murmura el chofer señalando hacia la mujer que acaba de subir al tranvía-, esta hora es la peor, salen los borrachos del cabaret, los que llegan tarde van como locos. Es la peor hora -insiste.

El hombre que venía medio recostado ahora se incorpora y mientras el chofer vuelve a poner en marcha el motor, se levanta el ala del chambergo, que momentos antes se había acomodado sobre los ojos para protegerse de la luz, pero sobre todo de las miradas indiscretas y, con una voz límpida, contrastante con su aspecto adormilado, dice:

– Esta esquina es trágica, está escrito que si en algún lugar voy morir, va a ser en esta esquina.

El chofer asiente. Ya conoce la historia. Pero su patrón, apoltronado en el asiento y un poco pasado de copas, se la cuenta por enésima vez. Hace varios años, en 1915 exactamente, él y dos amigos, actores ambos, habían tenido la desafortunada idea de ir al Palais de Glace. Algo, un presentimiento, le decía que no, que por aquellos días no había buen elemento y temía que se pudieran encontrar con cierta "mala yunta" de los tiempos que prefería no recordar. Pero sus amigos insistieron y no quedó lugar para la prudencia si podía interpretarse como cobardía -confesó el hombre del chambergo al chofer, mientras encendía un cigarrillo y apoyaba la cabeza en la ventanilla-, de modo que terminó por asentir en silencio. Una vez adentro, en la penumbra, creyó distinguir detrás de unos bigotes tupidos una cara tristemente conocida, la misma que quería evitar. El pálpito no le había fallado. "Vámonos", llegó a decirle a uno de sus amigos. Pero fue tarde. Ya tenían frente a ellos a cuatro tipos que flanqueaban al de bigotes. Luego sobrevino una pequeña escaramuza sin mayores consecuencias, no más que un intercambio de empujones y alguna recriminación de los viejos tiempos. El asunto pareció quedar zanjado. Cerca de la madrugada salieron, subieron al auto y se alejaron por avenida Alvear hacia Palermo. Pero no podía desembarazarse del mal agüero; giró la cabeza por sobre su hombro y entonces pudo distinguir que los estaban siguiendo. A las pocas cuadras los alcanzaron y les cruzaron el auto. Había que bajarse y arreglar las cosas como hombres, aunque ellos fueran tres y los otros cuatro. No alcanzaron a salir cuando el de bigotes se llevó la mano a la cintura, extrajo un revólver y le gritó: "¡Ya no vas a poder cantar más 'El moro'!". Inmediatamente le disparó a quemarropa. Entonces sintió un ardor en el costado izquierdo del pecho.

– Todavía la guardo de recuerdo -le dice el hombre al chofer, tocándose el tórax y señalando el lugar donde tiene la bala alojada.

– Y todavía sigue cantando "El moro" -agrega el chofer completando la frase que tantas veces le ha escuchado decir.

– Todavía… -dice el hombre del chambergo y vuelve a quedarse dormido.

El nombre del chofer es Antonio Sumaje. El nombre de aquel que descansa, oblicuo, en el asiento trasero con la cara cubierta por un chambergo de fieltro es Carlos Gardel. El conductor mira por el espejo retrovisor y cuando comprueba que el cantor ha vuelto a dormirse, baja la ventanilla, apoya el codo contra el marco y en un murmullo empieza a cantar:

En la curda trasnochada otra vez parla que parla la vieja historia maleva tantas veces chamuyada y siempre parece nueva. Suerte que podás contarla. Que este tango susurrado te sirva de suave arrullo para que duermas la mona. Cuántas veces te he llevado celebrando en un murmullo que no quedaste en la lona por la herida que te han hecho, que aún así pueda tu pecho como ninguno cantar y que mil veces te acuerdes de que volviste a nacer y que la puedas contar. Y, pobre, qué le va hacer ese pobre patotero que te mató sin esmero, que te apuntó pa' pifiarla y te dejó como un toro; suerte que podás contarla y sigás cantando "El moro ".

El auto emprende la leve cuesta de avenida Pueyrredón y se pierde tras la lomada de Plaza Francia. Aquella esquina de las tragedias, la que en el año '15 le deparara una bala a Gardel, la misma en la que, minutos antes, podían haber muerto los tres, vuelve a convertirse en una predestinación, como si la suerte de Ivonne, Molina y Gardel, hasta entonces tres desconocidos, estuviese unida por un hilo invisible.

Tres deseos

Estimado público presente, permítaseme aprovechar este brevísimo intervalo para retomar la palabra por un momento y decir, entre nosotros, que algún tiempo habría de pasar antes de que el azar volviera a reunir a Ivonne, Molina y Gardel. El destino suele ser insistente, Las ciudades, por extensas que puedan parecer, no son más que pequeños hormigueros. La gente cree conocerse un determinado día en un preciso momento, pero no debe existir el caso de aquellos que no se hayan cruzado antes sin advertirlo o, tal vez, sin recordarlo. Ahora me ven aquí, caminando sobre este escenario, iluminado por un seguidor, y tal vez no me recuerden. Pero es probable que, en alguna otra ocasión, señora, señor, ya nos hayamos conocido. Es así. Comienzan amistades con el primer apretón de manos, se inician romances a partir de primer cruce de miradas, se celebran matrimonios, un hombre hunde el puñal en el vientre de un desconocido porque no le gustó la forma en que lo miró. Y todos, alguna vez, quizá hayan viajado en el mismo tranvía o en un ascensor, estuvieron en el mismo bar o simplemente se han cruzado varias veces en la calle. De estos pequeños encuentros y desencuentros está hecha la historia. El caso es que muchos años antes de aquella coincidencia que casi les cuesta la vida en la fatídica esquina de Alvear y Callao, Molina y Gardel ya se habían conocido, por así decirlo.

Antes de que el retrato del Zorzal colgara del espejo del camión de Juan Molina, antes aún de que empezara a contagiársele la sonrisa torcida a fuerza de admiración, cuando Molina era apenas un niño que soñaba con ser cantor de tangos, el azar puso a Gardel por primera vez en su camino. Pero tiempo al tiempo. Ya habremos de llegar a ese primer encuentro. Veamos, primero, algunas de aquellas circunstancias que condujeron al pequeño Juan Molina a dar sus primeros pasos en el tango.