El juez era un hombre obeso con ciertas pretensiones de magistrado británico. Una cabellera blanca, escasa y ondulada le caía sobre el cuello y las orejas, semejante a una peluca deteriorada. Desde su estrado, examinaba a Molina como si fuese una suerte de animal de exhibición. Escuchaba las ponencias de los abogados y los testigos con una indiferencia disfrazada de imparcialidad. Cuando alguno de los declarantes se extendía en su discurso más allá de las breves fronteras de la paciencia del Juez, Su Señoría, ostensiblemente fastidiado, extraía un reloj de bolsillo y hacía una suerte de prestidigitación, pasándolo entre sus dedos nerviosamente.
El fiscal estaba convencido de la culpabilidad de Juan Molina. Ciertamente exageraba con su oratoria inflamada y sus gestos grandilocuentes. La profusión de adjetivos tales como "bestial", "salvaje", "inhumano", "despiadado", "sanguinario" y "monstruoso" con los que adornaba su discurso a la vez que señalaba al acusado con su índice acusatorio, tenían un estudiado propósito. Pero no sólo hacía su trabajo; albergaba la convicción cierta de que aquel hombre callado y corpulento era un asesino. El hecho de que fuera campeón de lucha grecorromana, la fama de hombre rudo y su porte, no obraban a favor de Molina; era el retrato viviente del homicida. Evidentemente, esa misma brutalidad con la que derribaba a sus contrincantes en el ring, aquellos instintos primarios que constituían su modo de vida y su sustento, fueron los mismos que lo condujeron a arrebatarle la vida a esa prostituta que no tuvo modo de defenderse.
El fiscal improvisa un relato con ribetes literarios, construido con una prosa tomada de las crónicas policiales; con frecuencia menciona las palabras "despecho" y "venganza", y pone en boca de Ivonne (llamada durante todo el proceso con el nombre de Marsenka Rakowska o "la occisa") términos tales como "rechazo", "terror" e "indefensa". Una taquígrafa oculta tras unos anteojos cuya graduación es tal que se dirían inexpugnables maltrata las teclas de una máquina estenográfica que suena como un piano al que le hubiesen quitado las cuerdas. Pero el ritmo machacón sirve de compás para que el fiscal se plante ante el juez y cante:
El fiscal camina ahora en torno a Molina como lo, haría un cazador alrededor de su presa herida. Sin dejar; de mirar al juez, entona:
El juez parece haber salido de su letargo, y ahora escucha el alegato del fiscal quien, cantando con voz imperativa, declara:
Cuando termina de cantar el fiscal, la taquígrafa concluye la transcripción haciendo un sol-do involuntario con las teclas, marcando el fin del elocuente alegato.
La sala donde tuvo lugar el juicio era por completo diferente de lo que imaginaba Molina. No había gradas ni jurado, no había público ni prensa. Aquel recinto parecía una oscura oficina pública antes que la majestuosa sede de la ley. Y, por cierto, el proceso tenía un trámite más cercano a una diligencia burocrática que a una ceremonia jurídica. Dentro de aquel cubículo de paredes descascaradas presidido por un Cristo sobre el estrado, sólo estaban el juez, el defensor, el fiscal, la taquígrafa, que había recobrado su actitud asténica, y un policía de guardia.
Cuando el magistrado consideró que estaban reunidas todas las pruebas y testimonios, le preguntó a Juan Molina si ratificaba la confesión que había firmado, si ante su persona se declaraba inocente o culpable.
– Lo dejo a su consideración -fue la escueta respuesta del acusado.
Entonces el juez leyó la sentencia, cuyo final decía:
– Se condena al acusado a reclusión perpetua.
5
Durante el breve tiempo que duró el juicio, Juan Molina ocupó una celda en la cárcel de encausados de Caseros, aquel purgatorio donde los procesados esperaban la sentencia, a veces durante años. Apenas si conversaba con sus compañeros de pabellón. Sin embargo, todo se sabía. Sabían que había sido luchador en el Royal Pigalle y que se lo acusaba del asesinato de una prostituta; y hasta se rumoreaba el nombre de Carlos Gardel. Pero nada de esto fue escuchado de su boca. Nunca se metió con nadie y jamás se metieron con él, no sólo porque Juan Molina imponía respeto con su porte, sino porque su misterioso silencio edificó una fortaleza en torno de su persona. Las únicas visitas que recibía eran las de su madre y su hermana. Nadie más. Ni su representante, ni los viejos conocidos del café del Asturiano, ni sus antiguos compañeros del astillero, ni los muchachos de la trouppe. Nadie. Cierta vez fue a verlo Carlos Gardel, como habremos de ver más adelante. Lo cierto es que desde la muerte de Ivonne nada tenía demasiada importancia.
La misma fama de hombre recio y los mismos rumores lo acompañaron a la cárcel de Las Heras, una vez que obtuvo la rápida sentencia. Poco a poco su espíritu se fue reconciliando con las cosas de este mundo. Durante los recreos le gustaba sentarse en las escalinatas del patio, siempre en el rincón más retirado y, envuelto en la eterna nube de humo de su cigarrillo, miraba los partidos de fútbol entre los otros reclusos. Se hizo un buen amigo, un tal Ceferino Ramallo, hombre de Entre Ríos, sentenciado por doble homicidio -su mujer era una de las víctimas, la otra se sobreentiende-, buen cantor y guitarrero. Y, quizá sin que él mismo lo advirtiera, Molina estaba cerca de iniciar su carrera, de dar curso, por fin, a su sueño más anhelado. El día que se conocieron el cantor y el guitarrista, no hizo falta ni siquiera una conversación; mientras Ramallo afinaba la vigüela con un arpegio campero a la sombra del único plátano del patio de la cárcel, Molina, haciendo pie sobre la misma nota, cantó: