Quién sabe, quizá bajo otras circunstancias el dúo Molina-Ramallo hubiese brillado con la misma intensidad que la dupla Gardel-Razzano. Pero, aunque acotado a un mundo algo más pequeño, llegaron a gozar de una fama proporcional. Primero Molina y Ramallo se juntaban a cantar con el único propósito de escapar de aquellos muros sórdidos, a caballo de las alegres coplas de provincias que proponía el entrerriano y de los versos amargos de los tangos con los que le retrucaba Molina. Luego se fue sumando un auditorio reducido aunque fiel. Más tarde el público carcelario fue llenando el espacio del pabellón hasta colmarlo por completo. Juan Molina se hizo famoso.
Qué sucedió aquella tarde en la que el chofer de Gardel encontró el cadáver de la mujer que amaba es algo que Molina empezó a inferir tiempo después, luego de que el propio Gardel lo fuera a ver a la cárcel. Aquella breve visita iba a devolverle a Molina la capacidad, y ante todo la voluntad, de pensar con claridad. De tanto en tanto, y tal vez a su pesar, Molina se perdía en el rincón más oculto de la cárcel y en la oscura soledad intentaba reconstruir aquella fatídica tarde. Recordó que después de abrazarse desconsolado al cuerpo de Ivonne, se incorporó, caminó hasta el ventanal sin dejar de mirar el cuerpo tendido sobre la alfombra, se enjugó las lágrimas con el pañuelo y, recostado sobre el alféizar, encendió un cigarrillo. Oteó en derredor buscando algún indicio, una huella que denunciara una visita reciente. En el cenicero se apilaban las colillas de los BIS teñidas por el rouge, mezcladas con otras. Más allá había una botella vacía de champán y, en la repisa del rincón, el Ronson de oro que tenía grabadas las letras C.G. Pero se resistía a aventurar hipótesis; hasta no estar completamente convencido de su conjetura, prefería permanecer callado; no quería involucrar a nadie sin tener todos los elementos para reconstruir ese momento fatídico. Sin embargo, durante los primeros tiempos de reclusión evitaba pensar. Solamente quería cantar y recibir las ovaciones de los habitantes de aquel universo intramuros, igual al de afuera pero reducido en el espacio, extendido en el tiempo, y donde las pasiones tenían que desatarse en aquella estrecha cornisa donde las horas parecían no transcurrir y los cuerpos debían convivir en hacinamiento. Por lo demás, salvo porque todo era más evidente y brutal, el mecanismo que gobernaba su funcionamiento, en nada se diferenciaba del mundo que se extendía más allá de las paredes. Entendido en estos términos relativos, podía decirse que Juan Molina era feliz. Había conseguido o, para decirlo con propiedad, empezaba a conseguir lo que tanto había buscado afuera. Ahora no tenía que someterse a las humillaciones que, día tras día, le deparaba el ring del cabaret cuando tenía que disfrazarse con las denigrantes calzas rojas. En la cárcel era uno de los pocos privilegiados, vestía traje y corbata, y un sombrero de fieltro ladeado hacia la izquierda. Era una verdadera estrella. No faltaban las oportunidades en las que algún admirador vestido con el traje a rayas se le acercaba tímidamente para pedirle un autógrafo. Los reclusos se sentían orgullosos de tenerlo a Molina en Las Heras, de la misma manera que los porteños se envanecían de que Gardel viviera en Buenos Aires sin importarles dónde había nacido ni qué nacionalidad tenía. Ceferino Ramallo lo secundaba con humildad, le hacía los coros con digna discreción y tocaba la guitarra con maestría. Llegó a ser su mejor amigo. Cuando Juan Molina por fin pudo acariciar el dulce sabor del reconocimiento, una triste noticia llegó a sus manos. Fue el propio director del penal quien le extendió, compungido, la orden que acababa de llegar de la justicia: habían decidido trasladarlo a la cárcel de Devoto. Ese día hubo duelo en la cárcel de la calle Las Heras. Molina y su mitad se fundieron en un abrazo eterno y silencioso, escondiendo un llanto que, de no haber sido contenido por los códigos de hombría, hubiese inunda do Palermo.
6
Una fría mañana de julio, Juan Molina es trasladado en un camión jaula desde Las Heras hasta Devoto. Esposado y con los brazos sujetos a un pasamanos, vigilado por cuatro guardias, mira entre los barrotes la ciudad destemplada. El reencuentro con las calles de Buenos Aires le devuelve parte de la memoria que había perdido y le produce una alegría que, por su misma fugacidad, se transforma en tristeza. Una vez más, como si aquel fuese su destino, cuando estaba a un paso de la gloria, la suerte le muestra el lado ingrato de la taba. En el mismo momento en que el fantasma de Ivonne empezaba a disiparse y podía disfrutar nuevamente su incierta existencia, la fatalidad vuelve a ensañarse con él. El recuerdo de la mujer que tanto había amado se adueña otra vez de su pensamiento para atormentarlo como un castigo. Mientras el camión celda que lo traslada se va internando por las calles de Devoto, Molina se siente como quien es enviado al destierro en el fin del mundo. Empezar de nuevo, hacerse respetar, encontrar su lugar, ganarse algún amigo o varios enemigos y, quién puede decirlo, saber si va a poder volver a construir su sitial de cantor de tango; de sólo pensarlo le entra una pereza rayana con la ausencia de ganas de vivir.
Finalmente el camión transpone el portal de la cárcel y se detiene frente a una barrera. Hay un silencio mortuorio. Dos de los guardias toman a Molina por los hombros, uno a cada lado, y lo bajan con tal exceso de celo, que se diría que temieran un intento de rebelión. Otra vez, volvía a ser un anónimo. Quizá lo primero que le espere sea el decomiso de su traje cruzado y el cambio por uno de rayas. Lo hacen pasar a una oficina y allí lo recibe un hombre regordete y de bigotes.
– Lo estábamos esperando -le dice escueto y, dirigiéndose en tono marcial a los guardias, les ordena:
– No lo suelten hasta que lleguemos al pabellón.
Otra vez lo tratan como si fuese un asesino feroz y no el más respetable de los cantores que era hasta hacía unas horas.
Mientras lo conducen por un pasillo frío que desemboca en un patio, Juan Molina tarda en comprender lo que está sucediendo: una multitud que colma el patio y se aglomera contra los barrotes de las ventanas, presos trepados a horcajadas entre sí, lo están esperando. No bien se asoma el cantante todo es aclamación, gritan su nombre y aplauden. Los guardias se ven de pronto obligados a protegerlo de tanta efusividad hecha de manos que se estiran para conseguir su saludo, de la tenacidad de aquellos que se acercan con la intención de abrazarlo. De pronto la ovación desordenada se va convirtiendo en una canción general que suena como los coros multitudinarios que bajan de las gradas de las canchas de fútboclass="underline"