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No será esta gayola el Odeón, no será el Mulín Rush ni franchutes estos crotos, pero igual, hay que ver, cómo la platea ruge cuando el pibe del camión hace su entrada en Devoto.

Molina no puede creer aquel recibimiento. Los presos más peligrosos se abrazan a las rejas y los otros, enlazados entre sí, forman una masa danzante y exaltada a lo largo de las galerías de los pabellones y, a voz en cuello, cantan:

No será el atalaya el Big Ben, no será de los lores la corte ni tenemos pretensiones, pero igual, hay que ver, las quebradas y los cortes de todos los "nenes bien" cuando bailen tus canciones.

Sin dejar de bailar, los reclusos conducen a Molina por los distintos pabellones con la hospitalidad de un único y gran anfitrión, mostrándole la que habrá de ser su nueva casa:

No será el pabellón el Alvear, no será el Grand Hotel ni siquiera una rante pensión, pero igual, hay que ver, cómo te van a tratar, más mejor que a Gardel cuando estuvo en Nueva York.

Como si las autoridades de la cárcel facilitaran los festejos, todos los presos alzan de pronto en sus manos unos jarritos metálicos y desiguales, y en un canto unánime, saludan:

Levantemos nuestras copas sin champán, elevemos nuestros votos y brindando a tu salud celebremos con un cóctel de agua y pan porque va a ser en Devoto tu más estelar debut.

Juan Molina recordó aquel lejano día, cuando era un chico, en el que había visto a Gardel por primera vez. Y ahora lo recibían a él con idéntico cariño. Su figura era un mito en todas las cárceles del país; su nombre había recorrido, de boca en boca, cada una de las celdas de cada presidio. En el universo paralelo, subterráneo, que constituían las prisiones, era el hombre más famoso. El recibimiento que le dieron en Devoto era para Molina más emotivo que el que cualquier cantor de tangos recibiera en París. Y marcó el inicio de su carrera como solista. La forzada separación de Ceferino Ramallo fue borrando el mítico nombre del dúo Molina-Ramallo, para convertirse en el terminante, escueto y sonoro Juan Molina con que todos lo habrían de conocer.

7

Nada diferenciaba a Juan Molina de una celebridad de las "de afuera". Era, a su modo y en ese mundo paralelo, un hombre rico. Vestía los mejores trajes, vivía en una "residencia" apartada dentro del pabellón más cercano a la dirección del penal, dormía en una cama cómoda, comía la misma comida que el director, fumaba cigarrillos BIS y, de tanto en tanto, un habano cubano. Tenía su asistente, al que siempre presentaba como "un amigo", aunque fuese sólo una formalidad, y una suerte de representante que arreglaba el "cachet". Solía dar sus funciones los viernes y sábados en el patio principal y ese era el acontecimiento más importante de la cárcel. El resto de los presos le profesaba una adoración sin límites. Y le estaban agradecidos por la alegría que les regalaba Molina dos veces por semana.

De la misma forma en que los presidentes homenajeaban a los mandatarios extranjeros presentándoles a los mejores artistas locales, el director de la cárcel, cada vez que venía de visita alguna autoridad nacional, lo agasajaba con las canciones de Juan Molina consiguiendo, de paso, exhibir los resultados de su gestión al frente del penal.

Una tarde, sin que lo esperara, le anuncian a Molina la llegada de una visita. La noticia corre como reguero de pólvora entre los pabellones, la cárcel se conmueve:

Carlos Gardel en persona ha venido a verlo. A solas, con la única presencia de un guardia que no puede despegar la vista del Zorzal, Gardel y Molina se miran en silencio. Fuman. Hay en la mirada del Morocho del Abasto algo que sólo Molina puede entender. Son ahora, cada uno en su medida, dos eminencias. Carlos Gardel nunca habrá de perdonarle que jamás le dijera que él también era cantor. Pero por primera vez lo mira de igual a igual. Tienen tantas cosas para decirse que prefieren callar. El antiguo y leal chofer busca la frase más breve y la menos sentimental para pedirle a Gardel que no vuelva a verlo. Gardel comprende. No hace falta ninguna aclaración. El visitante se pone de pie, aplasta la colilla del cigarrillo con el zapato, se da media vuelta y se va sin saludar. Ambos supieron que aquella tarde habría de ser la última vez que habrían de verse.

A Molina le gustaba cada tanto perderse en los recovecos de la cárcel y, como siempre, buscar el lugar más oscuro y retirado, encender un cigarrillo y, tras la cortina de humo, abstenerse de recordar. Pero desde el día en que Gardel lo visitó, Juan Molina no podía evitar el intento de reconstruir los hechos de esa lejana tarde en la que encontró el cuerpo de Ivonne. En la soledad de su oscuro refugio, como si se hubiese tratado de una revelación, a su pesar fue uniendo los cabos sueltos que habrían de hacerle comprender qué había sucedido esa trágica noche. Molina recordó que después de abrazarse al cuerpo de Ivonne, caminó hasta el fonógrafo y liberó el disco del acoso del brazo rebotando contra el final del surco. Estaba mareado. Confundido. Por un momento dudó si él mismo había puesto a andar la vitrola. Reconstruyó los hechos desde que había entrado y recordó que sí, que el disco estaba puesto y que él no había hecho más que darle manija. La luz intermitente del cartel volvía todo más confuso. Sobre el bahut había un frasquito vacío, sin el menor rastro de su contenido: cocaína. Y ahora, viéndola sobre el charco de su propia sangre, no se perdonaba aquel silencio que lo fue carcomiendo hasta los cimientos del alma. Si hubiese hablado, si hubiera podido convencerla de que huyeran, de que se olvidara de Gardel, quizá, quien sabe…, cavilaba aturdido, intentando mantenerse en pie. En el oscuro rincón de la cárcel, Molina recordó que aquella noche caía una lluvia monocorde que se evaporaba al contacto con los tubos de neón del cartel de Glostora. Juan Molina caminó hasta el bahut, se sirvió whisky, encendió un cigarrillo, volvió a darle manija al fonógrafo y, otra vez, sonó "El día que me quieras". La sangre de la alfombra había empezado a secarse. Igual que las lágrimas de Molina. Exhausto de tanto llorar un llanto que lo había dejado vacío pero sin desahogo ni consuelo, sumido en un estupor hecho de cansancio y desolación, había perdido toda noción de tiempo. Su espíritu presentaba la calma sombría que reina después de un incendio, cuando el fuego ya lo devoró todo a su paso y no quedan más que rescoldos humeantes. Tenía la extraña sensación de ser el único sobreviviente de un súbito Apocalipsis; de hecho el centro de su íntimo universo era Ivonne, y sin ella ya nada tenía sentido. Así, caminando sobre las cenizas de su propia existencia, Juan Molina se preguntó si valía la pena seguir. En el rincón más solitario de la cárcel, recordaba que no había sido aquel un buen día o, para decirlo de otro modo, había tenido un día peor que los demás. El humor de Molina dependía de Ivonne. Y el de ella obedecía a los vaivenes de su tormentosa relación con Gardel. Si Ivonne estaba radiante, quería decir que, al menos en ese instante, albergaba la ilusión de que las cosas pudieran recomponerse. Entonces el espíritu de Juan Molina se ensombrecía, y era él quien perdía toda esperanza. Si, en cambio, Ivonne se mostraba afligida y taciturna, si sus ojos se veían vacíos de tanto llorar, si de pronto, tomándole las manos le decía "vos sos el único que me entiende", el ánimo de Molina recobraba los anhelos que el despecho del día anterior le había robado. Pero aquel no había sido un buen día. Ivonne parecía feliz y casi no se habían dirigido la palabra. De modo que Juan Molina, después de arreglar cierto asunto pendiente, había decidido salir a caminar para despejarse y ordenar los caóticos pensamientos que lo atormentaban. No hubiera podido precisar cuántas horas estuvo afuera. Abstraído en la borrasca de sus oscuras cavilaciones perdía la noción del tiempo y no era dueño de su memoria. Envuelto en su nube de humo, en la solitaria penumbra de la cárcel, Molina evocó la voz de Ivonne, "Pedime lo que quieras", le decía Ivonne cuando terminaba de meterse en la nariz la delgada línea de nieve extendida sobre la mesa de raíz de nogal,"ahora me volvió el alma al cuerpo", le decía desabrochándose los botones de la camisa japonesa que le había regalado Gardel. Molina tenía que atarse las manos para no tocarla. No, así no, se decía. El cuerpo era el de ella, de eso no había dudas, pero esa no era su alma. Era como si un espíritu ajeno y malicioso se hubiera metido en la frágil humanidad de Ivonne. En esas ocasiones, Molina la desconocía. Una sonrisa siniestra y a la vez incitante le transformaba la boca pintada como un corazón; esos ojos de un azul blando como el agua se tornaban duros, cautivantes y peligrosos como los de una serpiente. Ivonne, ¿quién era Ivonne, cuál de todas era Ivonne? ¿Era aquella muchacha que parecía una adolescente, la que se sentaba al piano a cantar las pegadizas canciones de su tierra, la que, despojada de su personaje de madame Ivonne, cuando estaba a solas con Molina, hablaba con el dulce acento polaco? Acaso esa no fuese más que la lejana sombra de lo que había sido. ¿Era la que sufría el despecho de un amor para siempre imposible, la que lloraba por el cantor inalcanzable que, quizá, alguna vez, alguna noche de champán, le hubiese sugerido una palabra en la que creyó entender una promesa? ¿Cómo saber si en realidad no acabó siendo la altiva y pérfida mujer francesa que, ante su paso ondulante entre las mesas del Royal Pigalle, conseguía despojar de verdaderas fortunas a los viejos cajetillas que desgranaban su añeja lascivia hablándole porquerías al oído, posando sus manos sarmentosas sobre su piel de porcelana? ¿Era ella o la que había escapado, desesperada, llena de asco y hastío, aun a riesgo de pagar el alto precio de la traición? ¿Era la amiga fiel, aquella que le decía "vos sos el único que me entiende" y, tomándolo de las manos le confesaba sus secretos más recónditos? ¿Era ella o la que, entre sudores fríos en medio de un insomnio eterno, temblando como una hoja con los ojos desorbitados, desencajada y presa de un miedo indecible, le suplicaba que saliera a conseguirle el polvo helado que la exorcizara de los horrendos demonios de la abstinencia que la quemaba a fuego lento? ¿Era ella o la que, con un alma ajena en el cuerpo propio, le decía "Ahora podés pedirme lo que quieras"? Iluminado por el indeciso fulgor del cartel, Molina caminaba alrededor del cuerpo de Ivonne igual que un perro desconsolado. Desde el día en que la conoció la siguió, ciega y mansamente, como un cuzco perdido en la ciudad.