Molina, en la cárcel, podía escuchar la voz de Ivonne que, con los ecos de una alucinación, le decía:
– No te conviene andar cerca mío -le había dicho ella desde el primer momento, Molina lo había entendido como un hiriente rechazo. Pero en realidad era el consejo de una buena amiga.
– No quiero lastimarte -le decía.
Pero Molina no quiso escucharla. Pegado a su falda de gasa, yendo detrás de su taconeo sin rumbo, la seguía como un sabueso famélico y lastimado. Y cada paso era una herida sobre la llaga doliente. Juan Molina se preguntaba cuánto dolor era capaz de soportar un hombre. Cuánto tiempo podría querer sin resignarse al despecho. Se lo preguntaba por él y por Ivonne.
– Nunca voy a poder querer a otro -le decía, hundiéndole un puñal hasta lo más hondo de su corazón.
"Yo tampoco", callaba Molina y la seguía en silencio, pese a todo.
– Un día me van a matar -musitaba Ivonne con una sonrisa amarga. Molina nunca le había hecho caso; no porque le faltaran motivos para creerlo, sino porque no podía concebir la existencia sin ella.
– Sos el único amigo que tengo, el único que me entiende -le decía como una promesa incierta, ofreciéndole una ilusión a la vez que se la arrebataba.
– Conseguime un poco más, el último -le suplicaba envuelta en un tul de sudor helado, muerta de miedo, temblorosa y acurrucada contra la cabecera de la cama.
– Pedime lo que quieras -le susurraba al oído, mostrándole los pezones endurecidos por el gélido fragor de la cocaína y el champán. La voz de Ivonne resonaba en los oídos de Molina con la extraña insistencia de una alucinación.
La saña brutal, la carnicería que habían hecho con su cuerpo abierto a cuchilladas parecía ser un cruel interrogatorio. Cada puñalada era como una pregunta que buscaba su respuesta en las entrañas de Ivonne. Juan Molina no hubiese podido precisar en qué momento tomó el cuchillo de la cocina. Tampoco podía recordar cuándo descargó una cuchillada tras otra buscando qué se escondía dentro del cuerpo de aquella muñeca polaca.
No hubiera podido saberlo porque, sencillamente, no era él. De qué lugar de su propio cuerpo había salido aquel otro que tanto se parecía al grotesco personaje que representaba sobre el ring era una pregunta que Molina jamás pudo responderse. No lo recordaba pero lo deducía. Tampoco hubiese podido precisar cuándo salió del bulín ni por qué calles anduvo deambulando fuera de sí. Lo único que recordaba claramente era que luego volvió a entrar en el departamento y que no pudo creer que fuera cierto que Ivonne estuviese muerta. Quién era la bestia que habitaba dentro de él, lo desconocía. Cuándo habría de volver a pugnar por liberarse, tampoco lo sabía. Por eso, se dijo Molina, era bueno estar en la cárcel. No porque se considerara culpable, sino para evitar que ese, cuyo nombre ignoraba, volviera a lastimar a quienes él más quería.
Iluminado por la verdad, Juan Molina se pone de pie. Aplasta el cigarrillo con la suela de su zapato y camina hasta el patio de la cárcel. Con las manos en los bolsillos y la cara oculta bajo el ala del sombrero, va silbando la introducción de un tango. Bajo el cielo de Devoto, eleva la vista hacia el atalaya y con la voz quebrada, canta: