Cuando el órgano deja de sonar, se apagan las luces que descendían desde el ábside. Por un momento todo queda en penumbras y reina el silencio. Juan Molina, desde el coro, se frota los ojos y, cuando vuelve a mirar, puede ver al cura en su podio, circunspecto con los dedos enlazados por delante de la estola, recitando el Padrenuestro de siempre. Gira la cabeza de izquierda a derecha buscando mi insólita presencia de speaker en aquel ámbito sacro, pero en un cambio de luces ya me he esfumado, saliendo por el foro sin que nadie lo haya percibido. Y allí, sobre los reclinatorios, de rodillas, están los fieles murmurando la oración.
Fue ese día, siendo aún un chico que gastaba pantalones cortos, cuando Juan Molina decidió que lo suyo habría de ser el tango. No sólo las canciones, que ya las conocía, sino el Tango. Aquel universo hecho para los más hombres. No bastaba con tener buena voz. Ni siquiera con cantar. El tango constituía un modo de confrontar la existencia, una manera de pararse frente a la vida, una forma de vestirse, de hablar, de fumar y hasta de caminar. No había que tener un cuerpo atlético ni estilizado para bailarlo; de hecho, el bailarín más mentado de los barrios del sur, el Tábano Flores, tenía la apariencia de un tapir, pesaba ciento veinte kilos, pasaba del medio siglo, pero ni el primer bailarín del ballet del Colón podía imitar sus cortes, sus ochos, las quebradas magistrales. A diferencia de la música festiva de los italianos del sur que poblaban La Boca, cuyas canciones se contagiaban de garganta en garganta, se bailaban a cielo abierto y las cantaban los viejos, las mujeres y los chicos; distinto de la música de los gitanos, hecha de voces quebradas por el sentimiento, del virtuosismo de sus guitarras flamencas, cuya escuela pasaba de padres a hijos, el tango no era una herencia familiar, sino, por el contrario, una manzana prohibida, un secreto que se escondía en los cafetines, una Biblia que se predicaba en los cabarets, en los tugurios, en las casas de citas. Y tenía un pontífice, un Santo Padre de sonrisa torcida y chambergo de ala corta y ladeada. Pero, por sobre todas la cosas, el tango era la ilusión de encontrar una respuesta al misterio que constituían las mujeres. O al menos eso creía Molina. Una cosa era indiscutible: el tango era un mundo que se reservaba el derecho de admisión y permanencia, tal como rezaban los carteles en la entrada de las milongas y al que, por supuesto, no tenían acceso quienes sufrían el oprobio de los pantalones cortos. Ese día iba a sellar para siempre la certidumbre que se había instalado en su espíritu el día en que estuvo a punto de morir defendiendo a una mujer: su voz no estaba hecha para el coro de la iglesia.
3
El padre de Juan Molina, un criollo de pocas palabras, un hombre tallado en la madera del rigor, había llegado de madrugada borracho y, quién sabe por qué, furioso. Sin que mediara otro motivo que el de la costumbre, entró en la pieza única en la que vivía toda la familia, se quitó el cinto y, empuñándolo como un rebenque, descargó no menos de veinte fustazos sobre las espaldas menudas de su hijo. Ante el llanto impotente de su madre -sabía que interceder era peor- y el de su hermana menor, Juan intentó mantener la dignidad sin quebrarse. Pero no pudo. Cuando consideró que su espíritu ya estaba pacificado, su padre lo dejó ir, volvió a ponerse el cinturón, se desplomó sobre la cama y se durmió profundamente. Al despertar, como siempre sucedía, habría olvidado todo. Eximido de culpa en la amnesia de la resaca, las cosas volvían a la normalidad como si nada hubiese sucedido. Pero Juan Molina ya no estaría allí. Se vistió rápidamente y, sin decir palabra, salió a la calle y caminó hasta la ribera.
En su caminata sin rumbo, la cabeza gacha, las manos en los bolsillos y un ardor que le latía en la espalda, iba canturreando entre dientes. Juan Molina siempre cantaba. Si su espíritu estaba calmo y feliz, susurraba mi-longuitas o canzonettas italianas cuyo sentido ignoraba, de las que escuchaba a los calabreses y a los napolitanos; si en cambio estaba abatido, cantaba para sí tangos de Contursi o de Vaccarezza. Su forma de razonar, el modo en que establecía su vínculo con el universo era a través de las canciones. Involuntariamente, se sorprendía cantando melodías cuyas letras describían su estado de ánimo. Mientras camina debajo de las recovas de Paseo Colón hacia el norte, sin encadenar un hecho con otro, va canturreando "Vieja Recova". En su marcha lenta y al azar, la mirada perdida en sus propias cavilaciones, piensa en su madre soportando los arrebatos de furia de su padre y, sin darse cuenta, silba "Pobre mi madre querida". Con sus pantalones cortos y sus pasos largos, baja por Paseo de Julio abstraído en el pentagrama de sus pensamientos y en el dolor que le quema la espalda en carne viva; cada vez que pasa por la puerta de alguno de los tugurios, que a la luz del día se ven tan tristes como un borracho sorprendido por el amanecer, se detiene simulando atarse los cordones de los zapatos y mira por el rabillo del ojo hacia adentro, como queriendo descifrar en la bruma, en la mirada de los marineros, en los ojos trasnochados de las mujeres acodadas en la barra, los indicios que el tango ha dejado la noche anterior. Más adelante, en Independencia, dobla hasta Balcarce, cruza la plaza en diagonal y, sin proponérselo, toma Avenida de Mayo hacia el Congreso. De pronto ha cambiado de mundo; ahí, frente a sus ojos, aparece el Tortoni, majestuoso, iluminado por el sol que entra por la claraboya de cristal del techo, confiriéndole la apariencia de una catedral. Sentados a las mesas de mármol, intercambiando frases antecedidas por un formal "vea, doctor", y como si fumar cigarrillos BIS hechos a mano con tabaco traído de Turquía los hiciera sentir verdaderos sultanes, los parroquianos ven pasar la mañana con indolencia. Entonces, Juan Molina mirando los zapatos lustrosos, los trajes de casimir, las camisas de seda, no puede evitar compararlos con sus botines deslenguados, los vergonzosos cortos de lana y su tricota, cuyas mangas ya le han quedado cortas. De pronto tiene el impulso de volver al barrio, pero el solo recuerdo de su padre buscándolo por las calles de La Boca lo disuade. Se aleja del Tortoni canturreando "Niño bien":
No ha terminado la última estrofa, cuando de pronto se queda mudo. En la calle Florida, delante de sus narices, se encuentra con el palacio de sus anhelos: la tienda Max Glücksman. Mira extasiado el piano Stein-way de cola en medio del salón, como si fuese el centro de un sistema solar. Alrededor, flotando en el aire colgados por hilos invisibles, hay contrabajos, violines, clarinetes y otros instrumentos cuya existencia desconocía hasta ese momento. Entra como impulsado por la fuerza gravitatoria de aquel universo hecho de maderas preciosas y bronces pulidos. Camina temiendo que un movimiento en falso pueda provocar un súbito Apocalipsis; de pronto, al distinguir algo en un confín de ese mundo, queda petrificado. Entonces los pianos ingleses, los violines alemanes y los cellos italianos desaparecen. Perdida en un rincón lejano, como una estrella apagada, ahí, vertical y solitaria, descansa una guitarra criolla. No tiene nada en particular. De hecho, se diría que se destaca por su despojada simpleza. Juan Molina se acerca, estira el índice, pero no se atreve a tocarla. A sus espaldas suena una voz: