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– ¿En qué puedo servirlo?

Tarda en comprender que se están dirigiendo a él. Gira la cabeza sobre su hombro y ve a un vendedor tan amable que le resulta sospechoso. Nadie le había hablado antes con semejante deferencia. No sabe qué contestar.

– Quizá el joven se la quiera probar -dice el empleado con una sonrisa resplandeciente, al tiempo que toma la guitarra por el mango y la gira con destreza con una sola mano. Antes de que el chico pueda articular palabra, agrega:

– La tenemos en oferta.

Juan Molina duda de que lo que lleva en el bolsillo pueda alcanzar el monto de la oferta: un cigarrillo arrugado, un puñado de pelusa de lana, unas cuantas hebras de tabaco sueltas y, lo más valioso, una cápsula de revólver vacía que lleva como amuleto. Sin embargo, no puede sustraerse al ofrecimiento. Quizá sea la única oportunidad de tener una guitarra entre sus manos. La toma con pavura, se sienta en un taburete, la recuesta sobre el muslo y la acaricia. Pulsa la bordona al aire y apoya la oreja sobre la madera, como si estuviese probando la resonancia de la caja, pero no es más que una excusa para abrazarla. Se aferra a la guitarra como queriendo que aquel romance no termine nunca. Hasta ese momento sostiene la creencia de que el canto y la guitarra guardan una relación natural. Vuelve a tañer la cuerda y sólo entonces descubre que no sabe tocar. La abraza con más fuerza, apretando la cara sobre el lomo lustrado, esta vez para ocultar un llanto ahogado. No tiene forma de sacarle sonido ni puede quedársela para descifrar, con el tiempo, su femenina naturaleza. Y así, aferrado al cuerpo curvilíneo de la guitarra, empieza a canturrear un tango desconsolado:

Si pudiera un suspiro arrancarte, si supiera un acorde templar, si mis manos torpes, principiantes, tuviesen el arte de saberte acariciar
Abrazado a tu fina cintura de naifa bien milonguera, recorriendo tu hermosura te miro y no sé qué hacer más que rogarte y querer que seas mi compañera.
No es de machos sollozar sobre el hombro de una mina, te juro que me da inquina, no sé por dónde empezar entendeme, corazón, soy apenas un pichón que aún no aprendió a volar.
Ay, no me digás que no, no me negués tu querer, vigüela, ya vas a ver que ninguno como yo te va a saber entender.
No sé cuándo, no sé cómo, pero te juro, vigüela, que voy a hacerme de aplomo, que esto no termina aquí, yo sé que en un día de estos, a la luz de una candela, vas a decirme que sí.

El vendedor, ajeno a las íntimas tribulaciones musicales del chico, le dice:

– También ofrecemos créditos a sola firma; se la lleva hoy, la empieza a pagar el mes que viene.

Entonces Juan Molina separa lentamente la cara de la guitarra, se pasa el puño de la tricota por los ojos, se incorpora y, sin soltar la guitarra, midiendo la distancia que lo separa de la puerta, calculando los obstáculos que se interponen, susurra:

– Está bien, la llevo.

No termina de decir la frase cuando, aferrando la guitarra bajo el brazo, sale corriendo. Primero esquiva al vendedor que se pone en su camino con los brazos abiertos, después salta un acordeón refulgente que descansa sobre un pedestal bajo, bordea la cola del piano y, finalmente, alcanza la puerta, que lo espera abierta de par en par. Corre contra la multitud, escuchando a sus espaldas los gritos del empleado que va tras él. La marea humana que inunda Florida le juega a favor: su baja estatura y su pequeña y escurridiza persona le permiten abrirse paso como una liebre entre el follaje. Está por alcanzar la esquina de Viamonte cuando, desde la nada, justo frente a él, ve cómo se alza la figura de un policía. En una fracción de segundo imagina el calabozo de la Primera, piensa en el oprobio y la furia de su padre teniendo que admitir ante el comisario que su hijo es un ladrón, puede escuchar el llanto de su madre, los comentarios de los vecinos y, otra vez, los fustazos de cinto sobre la espalda.

En ese momento puede sentir la mano del policía que lo toma de la muñeca. No está dispuesto a entregarse sin luchar. Se aferra a la guitarra como si fuera la única certeza, abre la boca cuanto puede y muerde. Muerde y tira del dedo meñique del policía con la firme convicción de un perro. De pronto y sin entender por qué, está libre y corriendo nuevamente, se cerciora de no tener el dedo de su captor en la boca y continúa su carrera. En Corrientes se detiene exhausto y puede comprobar que ya nadie lo persigue. Pero la guitarra es un botín demasiado evidente que lo delata como un traje de preso. En su cabeza resuenan frases en letra tamaño catástrofe, tales como: "Robo, desacato, agresión a la autoridad". Ya puede verse picando piedras en la recóndita Ushuaia, a la vez que, para sí, canta "La gayola":

Me encerraron muchos años en la sórdida gayola y una tarde me libraron…pa'mi bien… o pa'mi mal… Fui vagando por las calles y rodé como una bola… Pa' comer un plato 'e sopa, ¡cuántas veces hice cola! Las auroras me encontraron largo a largo en un umbral.