Si somos demasiado perezosos para aprender la historia propiamente dicha, tal vez podamos aprender tramas. Tal vez nuestra sensación de que ya lo hemos visto todo nos salve de declarar la próxima guerra. Si la guerra no «funciona» narrativamente, ¿para qué molestarse? Si la guerra no puede «encontrar un público», si vemos que la guerra «cae» después del primer fin de semana, entonces nadie dará luz verde a otra. Al menos durante mucho, mucho tiempo.
Y finalmente, ¿qué pasaría si a un escritor se le ocurre una historia completamente nueva? Una forma nueva y excitante de vivir, antes…
Lo sentimos, se han acabado sus siete minutos.
Combate de cosechadoras
Vienen desde las colinas, víctimas sacrificiales de camino a su muerte.
Es viernes, 13 de junio. Hay luna llena.
Vienen cubiertas de adornos. Pintadas de rosa, con enormes morros de cerdo acoplados y con sus orejas blandas de cerdo de color rosa recortándose contra el cielo azul. Vienen con enormes lazos amarillos hechos de contrachapado pintado. Vienen pintadas de color azul brillante y disfrazadas para parecer tiburones gigantes con aletas dorsales. O bien pintadas de verde y llenas de pequeños extraterrestres de ojos rasgados de pie debajo de una antena de radar plateada giratoria y un montón de luces estroboscópicas parpadeantes de colores.
Vienen pintadas de negro y con luces de ambulancia. O pintadas de camuflaje marrón para el desierto y con misiles caricaturescos dibujados a mano volando estruendosamente hacia árabes montados en camellos. Vienen dejando atrás un rastro de humo artificial. Disparando cañones hechos con tuberías y provocando explosiones de pólvora para petardos.
Vienen con nombres como Patrulla coñil, Vikingo o Gangrena de la mala, procedentes de poblaciones de secano productoras de trigo como Mesa, Cheney y Sprague. Un total de dieciocho víctimas sacrificiales, venidas aquí para morir. Para morir y renacer. Para ser destruidas y salvadas y regresar el año que viene.
Esta noche se trata de romper cosas y arreglarlas. De tener el poder de la vida y la muerte.
Vienen para lo que se llama el «Combate de cosechadoras de Lind».
El lugar es Lind (Washington). La población de Lind se compone de 462 personas que habitan en las colinas resecas de la parte más oriental del estado de Washington. El pueblo tiene su centro en los elevadores de granos de la Union Grain, que discurren en paralelo a las vías de ferrocarril de la Burlington Northern. Las calles numeradas -calle 1, calle 2 y calle 3- también van en paralelo a las vías. Las calles que se cruzan con las vías empiezan con la calle N cuando uno entra en el pueblo desde el oeste, luego viene la calle E. Luego la calle I. De un extremo a otro, las calles deletrean la palabra neilson, el apellido de los hermanos James y Dugal, que planificaron el pueblo en 1888.
El cruce más importante, el de la calle 2 y la calle I, está flanqueado por dos edificios comerciales de dos plantas. El edificio más grande del centro del pueblo es la mole art déco descolorida del edificio Phillips, que alberga el cine Empire, cerrado desde hace décadas. El más bonito es el edificio del Whitman Bank, de ladrillo y con el nombre del banco pintado con letras doradas en las ventanas. Al lado está la peluquería Hometown.
El paisaje durante un centenar de kilómetros en cualquier dirección es una extensión de artemisa y planta rodadora, salvo allí donde las suaves colinas han sido aradas para plantar trigo. Allí giran los remolinos de polvo. Las vías del tren conectan los altos elevadores de grano de las poblaciones agrícolas como Lind, Odessa, Kahlotus, Ritzville y Wilbur. En el extremo norte de Lind se elevan las ruinas de cemento del puente de caballete de la carretera de Milwaukee, tan dramático como un acueducto romano.
No hay constancia del origen del nombre de Lind.
En el extremo sur del pueblo están las plazas de los rodeos, donde las tribunas circundan tres lados de la plaza de arena y las liebres pastan en un aparcamiento de grava, junto a los restos mellados y oxidados de los concursantes jubilados del combate de cosechadoras.
Se trata de cosechadoras, esas máquinas grandes y lentas que se usan para cosechar el trigo. Todas las cosechadoras tienen cuatro ruedas: dos ruedas delanteras gigantescas que llegan hasta el pecho y dos traseras pequeñas que llegan hasta las rodillas. Las ruedas delanteras son las que llevan a cabo la tracción. Las traseras se encargan de la dirección. En caso de necesidad -por ejemplo, cuando alguien te arranca las ruedas de detrás- se puede dirigir con las delanteras. Cada una de estas tiene freno individual, así que para girar a la derecha solo hay que parar la rueda derecha y dejar la izquierda en marcha. Para girar a la izquierda se hace lo contrario.
La parte delantera de cada cosechadora es una pala ancha y baja que se llama morro. Se parece un poco a la pala que tiene delante un bulldozer, pero es más ancha, más baja y está hecha de lámina de metal. Sirve para recoger el trigo. Luego el trigo del morro es tamizado, trillado y metido en un camión. El conductor va sentado, a dos metros del suelo, junto al motor. En lo tocante al tamaño y la forma, parece que el conductor vaya montado en un elefante de acero rectilíneo.
Aquí, el morro es lo que se usa para reventar los neumáticos ajenos. O para arrancarles el morro a los demás. O para destrozarles la correa de transmisión. Es por eso por lo que en los años anteriores la gente llenaba los morros de cemento o bien los soldaba con capas de placas acorazadas o los recortaba para que a las demás cosechadoras les resultara más difícil engancharse.
Pero ahora eso va contra las normas. Muchas normas cambiaron después de que Frank Bren atropellara a su padre en 1999, le rompiera la pierna y le dejara una rueda delantera gigantesca aparcada encima. Desde entonces Mike Bren ha ido cojo.
Este año Frank conduce la número 16, una Gleaner CH pintada de amarillo brillante, llena de banderas americanas ondeantes y con un lazo enorme de cinta amarilla hecho de contrachapado. La ha bautizado: Espíritu de América, la cinta amarilla.
– La descarga de adrenalina cuando estás ahí es magnífica -dice Frank Bren-. No es tan bueno como el sexo pero se le acerca. El ruido de metal aplastado es simplemente genial.
El resto del año Bren conduce un camión de transporte de grano. El cultivo de trigo de secano comporta que no hay irrigación y tampoco hay mucho dinero. En la década de 1980 los padres del pueblo estaban buscando una forma de conseguir dinero para el centenario de Lind. Dice Mark Schoesler, el conductor de la número 11, una cosechadora Massey Super 92 de 1965 pintada de verde y bautizada Tortuga:
– El instigador fue Bill Loomis, de Camiones y Tractores Loomis. Repartió cosechadoras viejas entre la población. Las vendió a bajo precio. Las cambió por otras cosas. Se prestó a cualquier tipo de trato que la gente quisiera llevar a cabo. Y salió tan increíblemente bien que nadie pudo dejar de hacerlo.
Ahora, en la decimoquinta edición, unas tres mil personas acuden y pagan diez dólares por cabeza para ver cómo Schoesler embiste con su cosechadora a otras diecisiete máquinas, una y otra vez, durante cuatro horas, hasta que solo una de ellas sigue funcionando.
Las normas: el morro tiene que estar como mínimo a cuarenta centímetros del suelo. Solo se pueden llevar veinte litros de gasolina y el tanque de gasolina tiene que estar protegido por el depósito del trigo en la parte central de cada cosechadora. Se pueden usar solamente diez piezas de hierro angular para reforzar la máquina. Hay que quitar todo el cristal de la cabina. No se pueden rellenar los neumáticos de calcio ni de cemento para conseguir mejor tracción. Hay que tener por lo menos dieciocho años, llevar casco y cinturón de seguridad. La cosechadora ha de tener por lo menos veinticinco años de antigüedad. Hay que pagar cincuenta dólares en concepto de inscripción.