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Escondida en los límites del vuelo, la número 11, la Tortuga , no es precisamente una favorita del público.

– Hay quien dice que no doy el cien por cien -dice Schoesler, su conductor-. Que evito demasiado el contacto. A mí me gusta pensar en esto como la vieja táctica de contención de Muhammad Ali. Ponte contra las cuerdas y déjales que te den donde no duele. Y si ves un hueco, da un golpe corto y apártate. Me ha funcionado bastante bien toda la vida.

Para Schoesler, que representa al Noveno Distrito Legislativo en la Cámara de Representantes del estado de Washington, el combate es una oportunidad para hacer campaña. Está planeando presentarse a senador.

– Ser un cargo electo siempre provoca unos cuantos golpes cortos -dice-. En broma, espero. Y el ganador de un combate anterior es un hombre marcado. Como gané una edición anterior, soy un objetivo. Ser un cargo electo me convierte en objetivo por partida doble.

Ahora en el ruedo, la Máquina antediluviana sigue llenando el aire de vapor y su motor echa chispas. La Tortuga sigue escondida, a salvo junto a la multitud de espectadores.

La Rambulancia baja la bandera. La Gangrena de la mala embiste a la Tortuga y la devuelve a la contienda. La Invento de J y M embiste a la Tortuga y las cosechadoras muertas permanecen tiradas, chamuscadas y destruidas, convertidas en simples obstáculos en la arena oscura llena de humo y vapor. La Tortuga intenta escapar y termina embutida entre la Chavalotes , la Gangrena de la mala y la Invento de J y M. La Máquina antediluviana se queda quieta pero con el radiador todavía humeando. La Tortuga se escapa, dejando que sus tres atacadores se zurren entre sí. El morro de la Invento de J y M sigue tan perfecto como cuando salió de la fábrica, pero ya no le funciona la dirección en la parte trasera. Huele a líquido de freno caliente y amargo y acaba por pararse, con Miller encorvado, intentando arrancar otra vez el motor. A la Gangrena de la mala se le cae el morro y Hardung es eliminado. La Tortuga sigue escondida en los márgenes. La Chavalotes apenas puede controlar la dirección.

A medida que el tiempo toca a su fin, los jueces dictaminan. El dinero del primer y el segundo puesto se lo reparten la Gangrena de la mala y la Tortuga. La Chavalotes queda tercera.

A las diez de la noche todo se ha acabado excepto el consumo abundante de alcohol. Las botas de cowboy ya patean el polvo de camino al aparcamiento. La música country se mezcla con el hip-hop y el aire se vuelve rosa por efecto de los miles de luces traseras y luces de freno que esperan el momento de coger la autopista.

Terry Harding y el equipo de la Rayo rojo dicen:

– Búscanos sobre las doce o la una y nos encontrarás cocidos.

Kevin Cochrane se vuelve a estudiar agricultura a la Universidad Estatal de Washington.

Frank Bren se vuelve a conducir su camión de transporte de grano.

No hay duda de que Mark Schoesler va a seguir en el gobierno estatal durante otra legislatura. Y las cosechadoras – la Rayo rojo, la Tiburón , la Patrulla coñil y la Naranjada - permanecerán aparcadas y oxidándose hasta que llegue la hora de repararlas y de hacerlas chocar y de repararlas y de hacerlas chocar, una y otra vez, el año que viene.

Esta es la forma que tienen de reunirse los hombres del condado de Adams. Los granjeros se marchan cada vez más a trabajar a la ciudad. Las familias se dispersan. Los años juveniles de vivencias compartidas en el instituto de los jóvenes van quedando cada vez más atrás. Esta es su estructura de normas y tareas. Una forma de trabajar y jugar juntos. De sufrir y celebrar. De reunirse.

Hasta el año que viene todo se ha acabado. Salvo el desfile de mañana. El rodeo y la barbacoa. Las historias y los hematomas.

– Mañana todos tendrán agujetas -dice Carol Kelly, de la organización del combate-. Todos tendrán los hombros y los brazos doloridos. Y los cuellos también: apenas podrán girar la cabeza.

Y dice:

– Por supuesto que se hacen daño. Si te dicen que no, es que se están haciendo los duros.

Mi vida como un perro

(My Life as a Dog)

Las caras que establecen contacto visual se convierten en muecas de burla. El labio superior se retrae para enseñar los dientes y la cara entera se frunce alrededor de la nariz y los ojos. Un niño rubio con pinta de Huck Finn echa a andar a nuestro lado y se pone a darme palmadas en las piernas y a gritar:

– ¡Te veo el cuello! ¡Eh, gilipollas! ¡Te veo el cuello por detrás!

Un hombre se dirige a una mujer y le dice:

– Dios mío, solamente en Seattle…

Otro hombre de mediana edad dice en voz alta:

– Esta ciudad se ha vuelto demasiado liberal…

Un joven con un monopatín debajo del brazo dice:

– ¿Te crees que molas? Pues no molas. Pareces un capullo. Pareces un puto capullo…

Pero no se trataba de quedar bien.

Como hombre blanco, uno puede pasar la vida entera sin problemas de integración. Uno nunca entra en una joyería donde solamente ven su piel negra. Uno nunca entra en un bar donde solamente le ven las tetas. Ser un blanquito es como ser papel de pared. Nunca llamas la atención, ni para bien ni para mal. Aun así, ¿cómo sería vivir llamando la atención? Con todo el mundo mirando. Dejarles que saquen sus conclusiones y dar por sentado que lo van a hacer. Dejar que durante un día entero la gente proyecte sobre uno algún aspecto de sí misma.

Lo peor de escribir ficción es el miedo a echar a perder tu vida sentado delante de un teclado. La idea de que al morir te darás cuenta de que solo viviste sobre el papel. De que tus únicas aventuras fueron fantasías y de que mientras el mundo peleaba y se besaba, tú estabas sentado en una habitación a oscuras, masturbándote y ganando dinero.

Así que la idea era que una amiga y yo alquiláramos disfraces. Yo sería un dálmata moteado y sonriente. Ella sería un oso pardo bailarín. Disfraces sin señales de género. Simplemente disfraces de piel sintética que nos esconderían las manos y los pies y cabezotas de pesado cartón piedra que impedirían que nos vieran la cara. Nada de darle a la gente ninguna pista visual, ninguna expresión facial o ningún gesto que decodificar: no éramos más que un perro y un oso paseando, de compras, haciendo el turista en el centro de Seattle.

Yo ya tenía alguna idea de cómo iba a ser. Cada mes de diciembre la Asociación Cacofónica Internacional celebra una fiesta llamada la Invasión de Santa Claus, en la que cientos de personas aparecen en una ciudad, todos disfrazados de Santa Claus. Nadie es blanco ni negro. Nadie es viejo ni joven. Hombre ni mujer. Todos juntos se convierten en un mar de terciopelo rojo y barbas blancas que asaltan el centro, bebiendo, cantando y volviendo loca a la policía.