En una Invasión de Santa Claus reciente, la policía fue a recibir a un avión lleno de Santa Claus al aeropuerto de Portland, los acorraló con pistolas y espray antiviolación y anunció:
– Sea lo que sea que están planeando, la ciudad de Portland (Oregón) no los va a mirar con buenos ojos si denigran la figura de Santa Claus.
Con todo, quinientos Santa Claus tienen un poder que un perro y un oso solitarios no tienen. En el vestíbulo del museo de arte de Seattle nos venden entradas por catorce pavos. Nos hablan de las piezas en exhibición, retratos de George Washington cedidos en préstamo por la capital del país. Nos dicen dónde podemos encontrar los ascensores y nos dan mapas del museo, pero en cuanto pulsamos el botón del ascensor nos echan. No nos devuelven el dinero de las entradas. Nada de manga ancha. Mucho negar con la cabeza con expresión triste y una nueva política de seguridad que dice que los osos y los perros pueden comprar entradas pero no pueden ver las exposiciones.
A una manzana de las puertas del museo, los vigilantes todavía nos siguen, hasta que un nuevo grupo de vigilantes del edificio de al lado se hace cargo de nuestro seguimiento. A una manzana más allá, por la Tercera Avenida, un coche de la policía de Seattle aparece a nuestro lado y se pone a seguirnos a paso de tortuga mientras nos dirigimos al norte hacia el centro comercial.
Al pasar por el Pike Place Market, unos jóvenes esperan a que pase el perro y luego se ponen a darle puñetazos o patadas de kárate en la piel moteada. En los riñones. En la parte de atrás de los codos y las rodillas, con fuerza. Puñetazos y patadas, sin parar. Luego esos mismos jóvenes se apartan de golpe, miran hacia arriba y fingen que silban como si no hubiera pasado nada.
Esa gente con gafas de sol de espejo, todos con sus estrictos uniformes de hip hop y monopatines, son jóvenes que viven en el centro urbano y buscan integrarse. Delante del Bon Marché, en Pine Street, unos chavales nos tiran piedras, nos llenan de muescas el cartón piedra y nos golpean en el pellejo. Las chicas corren a nuestro lado en grupos de cuatro o cinco, sosteniendo cámaras digitales del tamaño de paquetes de tabaco plateados y aferrando al perro y al oso para sacarse fotos con ellos. Nos agarran fuerte, con los pechos suavemente apretados contra nosotros y abrazando nuestros cuellos de animales.
Con la policía todavía detrás, entramos corriendo en el Westlake Center, dejamos atrás el Nine West en la primera planta del centro comercial. Dejamos atrás el Mill Stream -«Regalos del Pacífico Noroeste»-, pasamos corriendo por delante del Talbots y del Mont Blanc, por delante del Marquis Leather. La gente que tenemos delante se va apartando, pegándose a los escaparates del Starbucks y el LensCrafters, creando un hueco constante de suelo vacío y blanco para dejarnos correr. Detrás de nosotros se oye el crujido de los walkie-talkies y voces masculinas que dicen: «… sospechosos a la vista. Uno parece ser un oso bailarín. El segundo sospechoso lleva una cabeza grande de perro…».
Los niños chillan. La gente que hay en las tiendas se asoma para ver mejor. Los empleados se acercan para mirar y enseñan las caras por entre los jerséis y los relojes de pulsera de los escaparates. Es la misma excitación que sentíamos de niños cuando entraba un perro en nuestra escuela primaria. Pasamos por delante de Sam Goody, de la tienda Fossil, con los walkie-talkies siguiéndonos los pasos, las voces que dicen: «… el oso y el perro se dirigen al oeste, hacia el acceso de la primera planta a la zona de restaurantes del subterráneo…». Pasamos corriendo por delante del Wild Tiger Pizza y del Subway Sandwiches. Por delante de las chicas adolescentes que hay sentadas en el suelo charlando por los teléfonos públicos. «Afirmativo», dice la voz del walkie-talkie. Detrás de nosotros, dice: «… estoy a punto de detener a los dos supuestos animales…».
Menudo jaleo y menuda persecución. Los chavales nos apedrean. Las jovencitas nos manosean. Los hombres de mediana edad apartan la vista, niegan con la cabeza y fingen no ver al perro que hace cola con ellos en Tully’s para comprar un café con leche grande. Un tipo de mediana edad de Seattle, alto, con una coleta rubia y los pantalones remangados hasta la rodilla, enseñando los tobillos desnudos, pasa a mi lado y dice:
– ¿Sabes que en esta ciudad la correa es obligatoria?
Una anciana con un peinado de peluquería teñido de color plateado y esculpido con laca agarra una pata moteada del perro, tira del pellejo y pregunta:
– ¿Qué están anunciando? -Y echa a andar detrás de nosotros, sin soltar el pellejo, preguntando-: ¿Quién les paga para hacer esto? -Luego levanta la voz-, ¿Es que no me oyen? -dice-. Respóndanme -dice-, ¿Para quién trabajan? -dice-.
Díganmelo. -Camina agarrada a nosotros durante media manzana hasta que ya no puede más y se tiene que soltar.
Otra mujer de mediana edad que empuja un carrito de bebé del tamaño de un carro de supermercado, lleno de pañales desechables, preparado para biberón, juguetes, ropa y bolsas de la compra, con un bebé diminuto perdido en alguna parte de todo el revoltijo, en medio de la extensión de cemento de Pike Place Market, se pone a gritar:
– ¡Todo el mundo atrás! ¡Atrás! ¡Podrían llevar bombas pegadas al cuerpo debajo de esos disfraces!
Por todas partes, los guardias de seguridad se rompen la cabeza inventando políticas públicas para tratar con gente disfrazada de animales.
Una amiga mía, Monica, trabajaba como payasa de alquiler. Mientras retorcía globos en forma de animales en fiestas de empresas, los hombres siempre le ofrecían dinero para follar. Retrospectivamente, dice que cualquier mujer que se vista como una idiota y que renuncie a estar atractiva es vista como licenciosa, disipada y dispuesta a follar por dinero. Otro amigo mío, Steve, lleva un disfraz de lobo todos los años al festival Burning Man y folla como un loco porque la gente, según dice, lo ve menos humano. Lo ve como algo salvaje.
A estas alturas, tengo las corvas doloridas de tanto recibir patadas. Los riñones me duelen de tantos puñetazos, y los omóplatos de las piedras que me han tirado. Tengo las manos cubiertas de sudor. Me duelen los pies de tanto caminar sobre el cemento. En Pine Street las mujeres pasan en coche, nos saludan con la mano y nos gritan:
– ¡Sois un encanto!
Toda esa gente oculta tras sus propias máscaras: sus gafas de sol y sus coches y su ropa a la moda y sus peinados. Pasan jóvenes en coche y nos gritan:
– ¡Putos maricones de mierda!
A estas alturas ya no me importa un comino. Este perro podría pasarse el resto de la vida paseando así. Con la cabeza bien alta. Ciego y sordo a los insultos de la gente. No necesito saludar con la mano ni consentir los caprichos de nadie ni posar con los niños en las fotos. No soy más que un perro fumando un cigarrillo delante de Pottery Barn. Tengo la espalda y un pie apoyados en la fachada de Tiffany and Company. Soy un simple dálmata llamando por el móvil delante de Old Navy. Es esa clase de actitud chulesca, esa sensación de que nada te puede afectar, que los tipos blancos se pasan toda la vida sin conocer.
Ahora hace un calor de narices. Es media tarde y el FAO Schwartz está casi desierto. Dentro del enorme escaparate hay un joven disfrazado de soldado de plomo con una casaca roja con hilera doble de botones de latón y un casco negro muy alto. La Barbie Shop está vacía. El soldado de plomo está jugando con un coche de carreras controlado por radio, a solas y atrapado ahí dentro en el primer día de sol que Seattle ha visto en varios meses.
El soldado de juguete levanta la vista, mira al perro y al oso que están entrando por la puerta y sonríe. Deja de prestar atención al coche de carreras, que se estrella con la pared, y dice: