En aquellos lugares encontré las historias más verdaderas. En los grupos de apoyo. En los hospitales. En los sitios donde a la gente no le quedaba nada que perder era donde se contaban las verdades más grandes.
Mientras escribía Monstruos invisibles me dediqué a llamar a números de línea erótica y pedir a la gente que me contaran sus historias más obscenas. Uno puede simplemente llamar y decir: «¡Hola a todos, estoy buscando historias de incesto verdaderamente guarras entre hermanos y hermanas, contadme la vuestra!». O bien: «¡Contadme vuestra fantasía de travestismo más sucia y guarra!». Y después pasarse horas tomando apuntes. Como no hay más que sonido, es como un programa de radio impúdico. Hay personas que son actores terribles, pero hay otras que te rompen el corazón.
En una de aquellas llamadas, un chico me contó que un policía lo había chantajeado amenazándolo con acusar a sus padres de abusos y abandono si no se acostaba con él. El policía le contagió al chico la gonorrea y los padres a los que estaba intentando salvar… lo echaron de casa. Mientras me estaba contando la historia, cerca del final, el chico se echó a llorar. Si estaba mintiendo, fue una actuación magnífica. Una diminuta pieza de teatro entre dos personas. Aunque no fuera más que una historia, era una historia estupenda.
Así que la usé en el libro.
El mundo está hecho de gente que cuenta historias. Mirad la Bolsa. Mirad la moda. Y cualquier historia larga, cualquier novela, no es más que una combinación de historias cortas.
Mientras hacía investigación para mi cuarto libro, Asfixia, asistí a sesiones de terapia oral para adictos al sexo dos veces por semana durante seis meses. Los miércoles y los viernes por la noche.
En muchos aspectos, aquellas charlas no eran muy distintas del taller de escritura al que yo asistía los jueves por la noche. Los dos grupos consistían en gente que contaba sus historias. Puede que a los adictos al sexo les importara menos la «técnica», pero aun así contaban sus historias de sexo anónimo en el cuarto de baño y de prostitutas con la suficiente pericia como para obtener una reacción positiva de su público. Mucha de aquella gente llevaba tantos años hablando en reuniones que al escucharlos uno oía soliloquios geniales. Actores brillantes que se interpretaban a sí mismos o a sí mismas. Monólogos que daban fe de su instinto para revelar lentamente la información clave, para crear tensión dramática, para establecer desenlaces y para captar por completo al oyente.
Para Asfixia, también hice de voluntario con pacientes de Alzheimer. Mi tarea consistía simplemente en hacerles preguntas sobre las fotografías viejas que cada paciente guardaba en una caja en su armario para intentar despertar sus recuerdos. Era un trabajo que las enfermeras no tenían tiempo de hacer. Y, una vez más, lo importante era contar historias. Una subtrama de Asfixia se fue creando a medida que, día tras día, los pacientes miraban las mismas fotografías y contaban historias distintas sobre ellas. Un día, la hermosa mujer en topless era su esposa. Al día siguiente, era una mujer a la que habían conocido en México mientras estaban en la Marina. Al día siguiente, era una vieja amiga del trabajo. Lo que me impresionaba era que… tenían que inventarse una historia para explicar quién era la mujer. Aunque se hubieran olvidado, nunca lo admitirían. Una historia incorrecta pero bien contada siempre era mejor que admitir que no conocían a aquella persona.
Las líneas eróticas, los grupos de apoyo para enfermos, los grupos de doce pasos, son todos escuelas que te enseñan a contar una historia de forma efectiva. En voz alta. A la gente. No solamente a buscar ideas sino también a interpretar la historia en público.
Vivimos nuestras vidas basándonos en historias. Historias sobre ser irlandés o ser negro. Sobre trabajar duro o inyectarse heroína. Ser hombre o mujer. Y nos pasamos la vida buscando pruebas -datos y testimonios- que apoyen nuestras historias. Como escritor, uno reconoce esa parte de la naturaleza humana. Cada vez que uno crea un personaje, ve el mundo con los ojos de ese personaje y busca los detalles que hacen que esa realidad sea la única realidad verdadera.
Como el jurista que defiende un caso en el tribunal, uno se convierte en el abogado que intenta que el lector acepte la verdad de la visión del mundo de su personaje. Uno quiere darle al lector un respiro de su vida. De la historia de su vida.
Así es como creo un personaje. Tiendo a darle a cada personaje una educación y un conjunto de habilidades que limiten su visión del mundo. Una mujer de la limpieza ve el mundo como una serie interminable de manchas que quitar. Una modelo ve el mundo como una serie de competidoras por la atención del público. Un estudiante fracasado de medicina no ve nada más que los lunares y los temblores que pueden ser las señales tempranas de una enfermedad terminal.
Durante el mismo período en que empecé a escribir, mis amigos y yo empezamos una tradición semanal llamada «noche de juegos». Cada domingo por la tarde nos reuníamos para jugar a los típicos juegos de fiesta, como la charada. Había noches en que nunca empezábamos a jugar. Lo único que nos hacía falta era una excusa, y a veces una estructura, para reunimos. Si yo estaba atascado con mi escritura, hacía lo que más adelante llamaría «sembrar en el grupo». Sacaba un tema de conversación, tal vez contaba alguna breve anécdota graciosa e incitaba a la gente a que me contara sus propias versiones.
Mientras escribía Superviviente, saqué el tema de los trucos de limpieza y la gente se pasó horas dándome consejos. En Asfixia fueron los anuncios en clave de los servicios de seguridad. En Diario conté historias sobre lo que me había encontrado, o bien sobre lo que yo había dejado, sellado entre las paredes de las casas en las que había trabajado. Mis amigos escuchaban mi puñado de historias y me contaban las suyas. Y sus invitados contaban las de ellos. Y en una sola noche ya tuve bastantes para un libro.
De esta forma, incluso el acto solitario de la escritura se convierte en excusa para estar con gente. Y, a su vez, la gente alimenta la narración.
A solas. Con gente. Realidad. Ficción. Es un ciclo.
Comedia. Tragedia. Luz. Oscuridad. Se definen entre ellos.
Y funciona, pero solo si uno no se queda demasiado tiempo varado en uno de los dos lados.
Gente reunida
Festival del Testículo
Una atractiva rubia se echa el sombrero de cowboy hacia atrás sobre la cabeza. Es para poder meterse en la boca toda la polla de un cowboy sin clavarle en el vientre el ala del sombrero. Esto tiene lugar sobre la tarima de un bar abarrotado. Ambos están desnudos y embadurnados de pudin de chocolate y nata montada. Se trata de lo que llaman el «Concurso Mixto de Pintura Corporal». El escenario está cubierto de una alfombra roja. Las luces son fluorescentes. El público corea: «¡Que la chupe! ¡Que la chupe!».
El cowboy rocía la raja del culo de la rubia de nata montada y se pone a comérsela. La rubia lo masturba con la mano llena de pudin de chocolate. Otra pareja sube al escenario y el hombre lame el pudin que ella tiene sobre el coño afeitado. Una chica con una cola de caballo castaña y un top sin espalda le chupa la polla sin circuncidar a un chaval.
Y todo esto mientras el público canta «You’ve Lost That Loving Feeling».
Cuando la chica se está yendo del escenario, una de sus amigas grita:
– ¡Se la has chupado, mala puta!
El local está abarrotado, la gente fuma puros, bebe cerveza Rainier, bebe Schmidt’s y Miller, y come gónadas de toro rebozadas y bañadas en salsa ranchera. Huele a sudor, y cuando alguien se tira un pedo, el pudin de chocolate deja de parecer pudin.