En la actualidad, el piso superior sigue sin acabar. Amplios ventanales rematados con arcos dan a las terrazas de piedra inferiores.
– No tengo vértigo -dice Bob-. Me he tirado en paracaídas y he volado en ala delta. Las alturas no me preocupan. Lo único que me preocupa ahora es que no me quedan rodillas. Ya no soy tan ágil como antes.
Este año está plantando heno y árboles en sus veintiséis acres para hacer bajar los impuestos que paga por los terrenos. Está construyendo una gigantesca entrada principal nueva, que aguanta un patio de piedra al que dan los dormitorios de la segunda planta.
Lo que le gustaría hacer es construir una segunda ala, un comedor con ventanales que diera directamente a la cocina. Y le gustaría cambiar las ventanas que hizo a mano en el sótano, desmontando y reutilizando las partes de ventanas Andersen que consiguió a bajo precio. Para las cornisas exteriores le gustaría usar bloques de alféizar de cemento en lugar de espuma para la construcción.
– Todo esto es porque edifiqué el sitio para mí solo. Probablemente tendría que haber dejado mucho más sitio para armarios -dice echando la vista atrás-. Y más que una escalera cuadrada, tendría que hacer una circular. Tendría que haberme tomado tiempo para construir una escalera de mampostería. Hay un libro, un libro bastante grueso, que se llama Historia de las casas británicas, y que trata de las ventanas, las puertas, el forjado, la forma en que se hacían las puertas… Antes de empezar yo no tenía ese libro. Si lo hubiera tenido habría hecho muchas cosas de forma distinta. Y me habría tomado más tiempo.
Y un poco más de dinero…
– Lo que pasó realmente -dice- es que muchas cosas que puse en la casa, como era solo para mí, no eran de primera calidad.
Le gustaría haber puesto un foso alrededor del castillo.
Quiere poner una nueva superficie de concha de ostra triturada en la pista de bocci.
Y el maniquí desnudo que contempla el río desde un balcón del dormitorio tiene, bueno… la piel de fibra de vidrio resquebrajada y descolorida.
– Iba a llevarla a Portland -dice Bob- para que le pusieran implantes de silicona.
Muy pronto ninguno de estos detalles importará. Porque este año Bob vende la casa. Las buenas noticias para el siguiente propietario es que ocho o nueve contratistas locales conocen la casa de Bob de arriba abajo.
– Todos los cuartos de baño están arreglados -dice-. Y hay tipos por aquí cerca, en las inmediaciones del río Hood, que han trabajado en esta casa, han hecho la instalación eléctrica y la fontanería, y saben lo que hacen. Son todos unos fanáticos del windsurf, así que no se van a ir.
Ni tampoco la miríada de pájaros del río. Ni su castillo. Ni las historias ni las leyendas locales sobre el mismo.
Sea la construcción de castillos un intento de alcanzar la inmortalidad o un hobby -una forma «divertida» de matar el tiempo-, sea un legado para el futuro o un vestigio del pasado, en las colinas de Camas (Washington), el castillo de Jerry Bjorklund sigue siendo el punto de referencia que usan para hacer sus giros los pilotos de vuelos comerciales. En las montañas de Idaho, los esquiadores siguen descubriendo el castillo Kataryna de Roger DeClements, un monumento a su hija. Una aparición en medio de la nieve. Como el castillo que tanta gente ha soñado siempre construir.
Su confesión de piedra. Sus memorias.
En el valle del río White Salmon, el agua sigue corriendo junto a la alta torre gris. El viento y los pájaros siguen moviéndose entre los árboles. Aunque hubiera un incendio forestal, este montón de piedra seguiría aquí durante los próximos cien años.
Solo que Bob Nippolt se marcha.
Y, de momento, ninguno de los tres castillos está acabado.
Fronteras
– Si todo el mundo se tirara por un barranco -me decía mi padre-, ¿tú también te tirarías?
Esto pasó hace unos años. Fue el verano en que un puma mató a un tipo que hacía jogging en Sacramento. El verano en que mi médico se negó a darme esteroides anabolizantes.
Un supermercado local ofrecía la siguiente oferta especiaclass="underline" si llevabas recibos por valor de cincuenta pavos, te daban una docena de huevos por diez centavos, así que mis mejores amigos, Ed y Bill, se quedaban en el aparcamiento y les pedían a la gente sus recibos. Ed y Bill comían bloques de clara de huevo congelada, bloques de cinco kilos que compraban en una tienda de suministros para pastelerías, ya que la clara de huevo es la proteína que se asimila con más facilidad.
Ed y Bill hacían viajes en coche a San Diego, cruzaban a pie la frontera en Tijuana con el resto de los excursionistas gringos que iban a comprar sus esteroides, su Dianabol, y lo metían en el país de contrabando.
Aquel debió de ser el verano en que la DEA tenía otras prioridades.
Ed y Bill no son sus nombres de verdad.
Íbamos de viaje en coche por California y nos paramos en Sacramento para visitar a unos amigos, pero no los encontramos en su casa. Esperamos toda una tarde junto a su piscina. A Ed le estaba creciendo el pelo al rape de color rubio oxigenado, así que se inclinó por encima del borde de la piscina y me pidió que le afeitara la cabeza.
Por entonces el puma seguía suelto. Estábamos en el campo pero no lo estábamos. La espesura estaba compartimenta- da en forma de pequeñas parcelas de dos acres y medio. En alguna parte había un puma hembra con sus cachorros, embutidos entre las madres de clase media y las piscinas.
Aquello no fueron tanto unas vacaciones como un peregrinaje de una franquicia de Gold’s Gym a la siguiente por toda la Costa Oeste. En la carretera comprábamos atún en conserva, nos zampábamos hasta la última gota y tirábamos las latas vacías en el asiento de atrás. Lo hacíamos bajar con refrescos bajos en calorías y nos alejábamos tirándonos pedos por la interestatal 5.
Ed y Bill se chutaban jeringuillas ya preparadas de Dianabol y yo tomaba todo lo demás. Arginina, ornitina, zarzaparrilla, inosina, DHEA, serenoa, selenio, cromo, testículo de carnero neozelandés de granja, sulfato de Vanadyl, extracto de orquídeas…
En el gimnasio, mientras mis amigos levantaban tres veces su peso, se inflaban y rompían la ropa desde dentro, yo deambulaba junto a sus codos gigantes.
– ¿Sabéis? -decía yo-, creo que estoy aumentando de tamaño un montón con esa tintura de corteza de yohimbo.
Sí, aquel verano.
La única razón por la que me dejaban ir con ellos era por el contraste.
Es la vieja estrategia de buscar damas de honor feas para que la novia parezca guapa.
Los espejos son solo la metadona del culturismo. Hace falta un público real. Hay un chiste que dice: ¿Cuántos culturistas hacen falta para poner una bombilla?
Tres: uno para poner la bombilla y dos para decir: «¡Joder, tío, estás impresionante!».
Sí, ese chiste. Pues no es ningún chiste.
En el camino a casa de vuelta de México volvimos a parar en casa de aquella gente de Sacramento a la que habíamos intentado visitar. Estaban haciendo una barbacoa para unos amigos suyos que acababan de llegar de un retiro espiritual para hombres.
En aquel retiro, explicó alguien, enviaban a todos los hombres a vagabundear por el desierto hasta que tuvieran una revelación. Ahora, mientras las antorchas de jardín parpadeaban y la barbacoa de propano humeaba, había un hombre que sostenía una especie de bate de béisbol maltrecho. Era el esqueleto disecado de un cactus muerto que había encontrado en su búsqueda de una revelación, pero resultó ser más que eso.
– Me di cuenta -dijo- de que aquel esqueleto de cactus era yo. Era mi hombría, dura y áspera por fuera, pero hueca y frágil por dentro.