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posdata: La fotógrafa de este artículo, Amy Eckert, tuvo que pasar por un montón de filtros gubernamentales para conseguir publicarlo en la revista Nest. Me avisó de que, como Nest era una revista de «diseño», a los mandamases de la Marina les preocupaba que tuviera un público lector homosexual y que la pieza pudiera ser una revelación sonada sobre la actividad homosexual a bordo de los submarinos.

La fotógrafa recalcó que yo no podía mencionar bajo ningún concepto el tema del sexo anal bajo el mar. Tiene gracia, pero hasta que ella no lo mencionó, a mí ni se me había pasado por la cabeza. A mí me interesaba más la jerga y los vocablos específicos de los tripulantes de submarinos. Quería pintar un paisaje de palabras completamente únicas. La jerga es la paleta de colores del escritor. Me rompió el corazón que antes de que se publicara el artículo los censores de la Marina quitaran toda la jerga, incluyendo «polla de burro» y «culo de babuino».

Con todo, la fobia al sexo se convirtió en el gran elefante invisible que resultaba difícil de ignorar.

Un día, en un pasillo muy estrecho, yo estaba de pie con un oficial asistente cuando pasaron varios oficiales en pleno desempeño de sus tareas. Yo tenía las manos cerca de la cintura y trataba de tomar notas mientras hablábamos.

Y sin venir a cuento de nada, el oficial dijo:

– Por cierto, Chuck, cuando los tíos se froten de esa manera contra ti, no quiere decir nada.

Hasta entonces yo ni me había fijado. Pero ahora quería decir algo. Todos aquellos frotamientos…

Otro día, en la cubierta comedor después del almuerzo, había unos marineros sentados hablando sobre los problemas de permitir que sirvieran mujeres a bordo en los submarinos. Un hombre dijo que era cuestión de tiempo antes de que dos personas se enamoraran, alguna mujer acabara embarazada y tuvieran que suspender una misión de noventa días para regresar a puerto.

Y al oír aquello yo dije que ni hablar. Que llevaba el tiempo suficiente a bordo como para ver lo apretados que estaban todos allí. Ni en coña, dije yo, iban a encontrar dos personas el espacio ni la intimidad para tener relaciones sexuales a bordo.

Y otro marinero cruzó los brazos sobre el pecho, se reclinó en el asiento de su silla y dijo:

– ¡Oh, pasa! -En voz alta y clara, sonrió y dijo-: ¡Pasa, y mucho!

Y entonces se dio cuenta de lo que acababa de decir. Acababa de reconocer la existencia del elefante invisible.

Todo el mundo en la sala lo estaba fulminando con la mirada.

Lo que siguió fue el momento de silencio furibundo más largo de la historia de la Marina.

En otra ocasión me pidieron que esperara en un pasillo delante de un tablón de noticias con los anuncios del día. El primer anuncio era una lista de tripulantes nuevos y una nota dándoles la bienvenida a bordo.

El segundo anuncio era un recordatorio de que se acercaba el día de la Madre.

El tercer anuncio decía que el «daño personal autoinfligido» estaba a la orden del día en los submarinos. Decía: «Evitar el daño autoinfligido entre el personal a bordo de los submarinos es la prioridad más alta de la Marina». Argot siniestro de la Marina para referirse al suicidio. Otro elefante invisible.

El día que me marché de la base naval de King’s Bay vino un oficial a pedirme que escribiera un buen artículo. Yo me había quedado para echar un último vistazo al submarino y él me dijo que cada vez había menos gente que valorara el tipo de servicio que él valoraba por encima de todo.

Yo sí veía aquel valor. Admiro a esa gente y el trabajo que hacen.

Pero al esconder las dificultades que soportan parece que la Marina les está estafando a esos hombres la mayor parte de su gloria. Al intentar hacer que el trabajo parezca divertido y desenfadado, la Marina puede estar repeliendo a la gente que quiere esa clase de desafíos.

No todo el mundo busca un trabajo fácil y divertido.

La señora

(The Lady)

Un amigo mío vive en una casa «encantada». Es una casa de campo blanca y bonita, rodeada de jardines, y una vez cada tres o cuatro semanas me llama en plena noche y me dice:

– ¡Hay alguien gritando en el sótano! ¡Voy a bajar con la pistola, y si no te llamo avisa dentro de cinco minutos a la policía!

Resulta muy dramático, pero es la clase de queja que apesta a farol. Es el equivalente psicológico de decir: «Pero cómo pesa mi anillo de diamantes». O bien: «Ojalá pudiera llevar este biquini con tanga sin que a todo el mundo se le cayera la baba».

Mi amigo se refiere a su fantasma como «la señora», y se queja de no poder dormir porque «la señora» se ha pasado toda la noche despierta, haciendo traquetear los cuadros de las paredes y cambiando la hora de los relojes y dando golpes en la sala de estar. A eso lo llama «estar en danza». Si llega tarde o está preocupado, suele ser por culpa de «la señora». Porque se ha pasado la noche gritando su nombre desde el otro lado de la ventana del dormitorio o bien apagando y encendiendo las luces.

Estoy hablando de un hombre práctico que nunca ha creído en fantasmas. Lo llamaré «Patrick». Hasta que se mudó a esa granja, Patrick era como yo: estable, práctico y razonable.

Ahora creo que es un embustero.

Para demostrárselo, le pedí que me dejara cuidarle la granja mientras él estaba de vacaciones. Necesitaba la tranquilidad y el aislamiento para escribir, le dije. Le prometí que regaría las plantas y él se largó y me dejó allí dos semanas. Y yo monté una fiestecita.

El hombre del que hablo no es mi único amigo que delira. Otra amiga mía -la llamaré «Brenda»- dice que puede ver el futuro. Mientras estamos cenando te estropea tu mejor historia tapándose de pronto la boca con la mano, soltando un enorme grito ahogado y reclinándose hacia atrás en la silla con los ojos como platos y una expresión aterrada en la cara. Cuando le preguntas qué le pasa, ella dice:

– Oh… Nada, en serio. -Luego cierra los ojos y trata de quitarse de la mente esa terrible visión.

Cuando insistes y le preguntas qué la ha asustado, Brenda se inclina sobre la mesa con lágrimas en los ojos. Te coge la mano y te suplica:

– Por favor, por favor. Mantente alejado de los coches durante los próximos seis años.

¡Durante los próximos seis años!

Brenda y Patrick son raros pero son mis amigos, y siempre están reclamando atención. «Mi fantasma hace demasiado ruido…», «Odio poder ver el futuro…»

Para mi fiestecita planeé invitar a Brenda y a sus amigas médiums a la granja encantada. Planeé invitar a otro grupo de amigos normales y estúpidos que no sufren la molestia de ningún don especial extrasensorial. Beberíamos vino tinto y observaríamos a las médiums revolotear por la casa, entrar en trance, ser poseídas por espíritus, llevar a cabo escritura automática y hacer levitar mesas mientras nos tapábamos la boca y nos reíamos delicadamente.

Así pues, Patrick estaba de vacaciones. Llegó a la granja una docena de personas. Y Brenda trajo a dos mujeres a las que yo no conocía de nada, Bonnie y Molly, las dos ya derritiéndose de tanta energía fantasmagórica como sentían allí. Cada dos o tres pasos se paraban, se tambaleaban y se agarraban a una silla o una barandilla para no caerse al suelo. Vale, todos mis amigos y amigas se tambaleaban un poco. Pero los que no estaban chiflados se tambaleaban por el vino tinto. Luego nos sentamos todos a la mesa del comedor, con un par de velas encendidas en el centro, y las médiums se pusieron a trabajar.

Primero se dirigieron a mi amiga Ina. Ina es alemana y sensata. Su forma de expresar emociones es encender otro cigarrillo. Aquellas médiums, Bonnie y Molly, no conocían de nada a Ina, pero se turnaron para decirle que a su lado estaba el espíritu de una mujer. La mujer se llamaba «Margaret» y estaba rociando a Ina de florecillas azules. Nomeolvides, dijeron. Y de pronto Ina dejó el cigarrillo y se echó a llorar.