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Hempel enseña que una historia no tiene que ser un flujo constante de bla, bla, bla que intimide al lector para obligarlo a prestar atención. No hay que agarrar al lector de las orejas y hacerle tragar todos y cada uno de los momentos. En cambio, la historia puede ser una sucesión de detalles sabrosos, olorosos y táctiles. Lo que Tom Spanbauer y Gordon Lish llaman «ir a por el cuerpo», darle al lector una reacción física simpática, involucrar al lector a un nivel visceral.

El único problema del palacio de fragmentos de Hempel es lo difícil que resulta citarlo. Sacad cualquier parte de contexto y perderá su poder. El filósofo francés Jacques Derrida compara escribir ficción con un código de software que opera en el hardware de la mente. Con engarzar macros individuales que, combinadas, crean una reacción. Ninguna ficción consigue esto tan bien como la de Hempel, pero todas sus historias son tan tersas, y están tan despojadas de todo lo que no son datos desnudos, que lo único que uno puede hacer es tumbarse en el suelo boca abajo y elogiarla.

Mi norma sobre conocer a la gente es que si me encanta lo que escriben no quiero arriesgarme a verlos tirarse un pedo o hurgarse los dientes. El verano pasado en Nueva York hice una lectura en el Barnes & Noble de Union Square en la que elogié a Hempel y le dije al público que si ella escribiera lo bastante yo me quedaría en casa y me pasaría el día leyendo en la cama. La noche siguiente ella apareció en mi lectura del Village. Yo me bebí media cerveza y estuvimos hablando sobre ventosidades.

Con todo, tengo cierta esperanza de no volver a verla nunca más. Pero me compré aquella primera edición de setenta y cinco dólares.

Leerse a uno mismo

(Reading Yourself)

Es casi medianoche en el desván de Marilyn Manson.

Estamos en lo alto de una escalera de caracol donde el esqueleto de un hombre de más de dos metros de altura, con los huesos ennegrecidos por el paso del tiempo, permanece en cuclillas, con el cráneo humano reemplazado por el cráneo de un carnero. Se trata del retablo de una antigua iglesia satánica en Gran Bretaña, dice Manson. Al lado del esqueleto está la pierna artificial que un hombre se quitó y le dio a Manson después de un concierto. Junto a ella está la peluca con peinado de palurdo de la película La sucia historia de Joe Guarro.

Esto tiene lugar al final de diez años de trabajo. Es un nuevo comienzo. El alfa y el omega de un hombre que ha trabajado más de una década para convertirse en el artista más despreciado y temible del mundo de la música. A modo de salvaguarda. De mecanismo de defensa. O simplemente por aburrimiento.

Las paredes son rojas, y cuando Manson se sienta en la alfombra negra, barajando las cartas del tarot, dice:

– Es difícil leerse a uno mismo.

En alguna parte, dice, tiene el esqueleto de un niño chino de siete años, desmontado y sellado en bolsas de plástico.

– Creo que lo voy a usar para hacer una araña de luces -dice.

En alguna parte está la botella de absenta que bebe pese al miedo a las lesiones cerebrales.

Aquí en el desván están sus pinturas y el manuscrito inacabado de su nuevo libro, una novela. Saca los diseños de una nueva baraja de cartas del tarot. Él aparece en casi todas las cartas. Manson el Emperador, sentado en una silla de ruedas con piernas protésicas, un rifle en las manos y la bandera norteamericana colgada boca abajo detrás de él. Manson como el Loco decapitado, tirándose de un acantilado, con imágenes granulosas de Jackie Onassis con su vestido rosa y un póster de campaña de JFK de fondo.

– Era cuestión de reinterpretar el tarot -dice-. Reemplacé las espadas por pistolas. Y la Justicia está sopesando la Biblia con el Cerebro.

Y dice:

– Como cada carta tiene tantos símbolos distintos, hay en ellas un elemento de verdadero ritual y magia. Cuando barajas, se supone que les transfieres energía a las cartas. Suena un poco cutre. No es algo a lo que me dedique todo el tiempo. Me gusta mucho más el simbolismo que intentar confiar en la adivinación.

»Creo que una pregunta razonable sería: ¿qué viene a continuación? -dice, a punto de echar las cartas y empezar su lectura-. O más específicamente, ¿cuál es mi siguiente paso?

Manson reparte la primera carta: el Sumo Sacerdote.

– La primera carta que repartes -dice Manson, mirando la carta, que está del revés- representa la sabiduría y la previsión, y el hecho de que la haya sacado del revés podría significar lo contrario, como una ausencia. Puede ser que esté siendo ingenuo sobre algo. Esta carta es, ahora mismo, mi influencia directa.

Esta lectura tiene lugar después de que Rose McGowen se marche de la casa que los dos comparten en Hollywood Hills. Después de que Manson y McGowen jueguen con sus boston terriers, Bug y Fester, y de que ella le enseñe un catálogo con los disfraces de Halloween que quiere comprar por teléfono para los perros. Ella nos habla del «Boston Tea Party», donde cientos de personas hacen desfilar a sus boston terriers por un parque de Los Ángeles. Me cuentan que alquilaron una limusina Cadillac azul pastel de 1975 -la única que se podía alquilar- para viajar a una granja aislada por la nieve en el Medio Oeste y allí compraron dos de aquellos terriers para los padres de Manson.

El coche de ella y su chófer están fuera, esperando. Tiene que coger el primer vuelo de la mañana a Canadá, donde va a hacer una película con Alan Alda. En la cocina, una pantalla muestra imágenes de las distintas cámaras de seguridad, y McGowen cuenta lo distinto que es Alan Alda en persona y lo grande que tiene la nariz. Manson le cuenta que cuando los hombres se hacen mayores, les crecen la nariz, las orejas y el escroto. Su madre, que es enfermera, le habló de viejos a los que las pelotas les colgaban a la altura de las rodillas.

Manson y McGowen se dan un beso de despedida.

– Muchas gracias -dice ella-. Ahora cuando trabaje con Alan Alda me estaré preguntando cómo tendrá el escroto de grande.

En el desván, Manson reparte su segunda carta: la Justicia.

– Esto podría referirse a mi juicio -dice-, mi capacidad de discernir, posiblemente en materia de amistades o negocios. Ahora mismo esto representa mi situación. Me siento un poco ingenuo o inseguro en cuanto a amistades o negocios, lo cual se aplica en concreto a ciertas circunstancias entre mi compañía discográfica y yo. Así que tiene todo el sentido.

El día anterior, en las oficinas de su compañía discográfica en Santa Monica Boulevard, Manson estaba sentado en un sofá de cuero negro, vestido con pantalones de cuero negro, y cada vez que se movía el roce de los cueros emitía una especie de gruñido grave que se parecía asombrosamente a su voz.

– De niño intenté aprender a nadar, pero no podía soportar el agua que me entraba por la nariz. Me da miedo el agua. No me gusta el océano. Tiene algo demasiado infinito que me parece peligroso.

Las paredes son de color azul oscuro y no hay ninguna luz encendida. Manson está sentado en una habitación de color azul oscuro con el aire acondicionado a todo trapo, bebiendo un refresco de cola y con las gafas de sol puestas.

– Supongo que tengo tendencia a vivir en lugares donde no encajo. Crecí en Florida, y tal vez es eso lo que me hizo ser un inadaptado. Eso fue lo que me llevó a que me gustara y me atrajera todo lo que se oponía a mi entorno, porque nunca me gustó la cultura de la playa.

Dice:

– Lo que me gustaba era mirar. Cuando me mudé a Florida y todavía no conocía a nadie, me sentaba a mirar a la gente. Escuchaba sus conversaciones y observaba. Sí uno quiere crear algo que la gente desee escuchar y observar, primero tiene que escuchar a la gente. Esa es la clave.

En casa, en el desván de su casa de cinco pisos, bebiendo una copa de vino tinto, Manson reparte su tercera carta: el Loco.