– Volamos desde Miami a Tegucigalpa -dice Michelle Keating-, y luego pasamos cinco días de terror. Había minas antipersona. Había serpientes. Había gente que se moría de hambre. El alcalde de Tegucigalpa se había matado la semana antes en un accidente de helicóptero.
Keating mira las fotografías de un montón de álbumes y dice:
– Fue el huracán Mitch. Yo nunca había imaginado que presenciaría un desastre semejante.
En octubre de 1998 el huracán Mitch arrasó la República de Honduras con vientos de doscientos noventa kilómetros por hora y días enteros de lluvias torrenciales, con sesenta y cinco centímetros cúbicos en un solo día. Murieron 9.071 personas en Centroamérica, 5.657 de ellas en Honduras, donde sigue habiendo 8.058 personas desaparecidas. Un millón cuatrocientas mil personas se quedaron sin casa y el setenta por ciento de las cosechas del país quedaron destruidas.
En los días posteriores a la tormenta la ciudad de Tegucigalpa era una cloaca abierta, atiborrada de barro y de cadáveres. Hubo un brote de malaria. También de dengue. Las ratas transmitían la leptospirosis, que causa fallos hepáticos y renales y la muerte. En aquella ciudad de mineros, situada a mil quinientos metros sobre el nivel del mar, un tercio de los edificios quedaron destruidos. El alcalde de la ciudad murió mientras inspeccionaba los daños en helicóptero. Los saqueos se generalizaron.
A ese país donde el cincuenta por ciento de los seis millones y medio de personas viven por debajo del nivel de pobreza establecido por las Naciones Unidas y el treinta por ciento de la población está desempleada, fueron Michelle Keating y su golden retriever, Yogi, a ayudar a encontrar a los muertos.
Michelle mira una foto de Yogi sentado en un asiento de la American Airlines, comiéndose un menú de avión que tiene en una bandeja delante.
Refiriéndose a otro voluntario del equipo de búsqueda y rescate, me dice:
– Harry me dijo: «Esta gente tiene hambre y es posible que intenten comerse a tu perro». Volvía a casa en coche de una reunión con él y empecé a decirme: «¡No quiero morir!». Pero sabía que sí quería ir.
Mira varias fotos del cuartel de bomberos de Honduras donde dormían. Habían llegado perros entrenados para el rescate de México, pero no eran de gran ayuda. A las dos de la madrugada se había desmoronado un embalse que había por encima de la ciudad.
– Una ola de doce metros lo había arrasado todo y después se había retirado dejando atrás nada más que un lodazal increíblemente profundo -dice Keating-. Allí donde el agua y el barro habían tocado un cadáver se habían impregnado de su olor. Y era eso lo que estaba confundiendo a los perros mexicanos. Los olores los llamaban desde todas partes.
Mirando las fotos del río Choluteca, crecido y fangoso, dice:
– Había dengue. Había gérmenes. Allí donde uno fuera, olía a cadáver. Y Yogi tampoco pudo librarse, y ya no movía la cola para nada. Había carestía de agua, pero nosotros lo lavábamos todo siempre que podíamos.
En las fotografías aparece gente quitando con palas el barro de las calles a cambio de comida del gobierno. El olor de los muertos era «acre», dice Keating.
– Se notaba en la boca.
Y dice:
– Murieron diez mil personas por todo el país y un buen porcentaje de ellos estaba aquí, en Tegucigalpa, porque también hubo corrimientos de tierra. Primero está la gente que murió ahogada por la ola de doce metros que arrasó la ciudad. Y luego se hundió el campo de fútbol.
Me enseña fotos de salas a oscuras, llenas de barro y muebles rotos. Dice:
– El primer día fuimos a un restaurante chino donde había muerto una familia. El departamento de bomberos tenía que excavar, y lo que nosotros podíamos hacer era ahorrarles un montón de tiempo, y de dolor, porque podíamos señalar exactamente dónde estaban. En el restaurante chino nos pusimos protector labial mentolado debajo de la nariz, mascarillas y cascos con luz porque estaba oscuro. Toda la comida, como el cangrejo, estaba por el suelo, las cloacas se habían desbordado y el barro llegaba hasta las rodillas. Y estaba todo lleno de pañales sucios. Así que Yogi y yo fuimos hasta la cocina y yo pensé: «Madre mía, ¿qué vamos a encontrar?».
En las fotos lleva un casco de minero con una luz montada en la parte de delante y una mascarilla quirúrgica de gasa.
– Toda la ropa y los efectos personales de aquella gente estaban incrustados en el barro -dice-. Su vida entera.
Encontraron los cadáveres aplastados y retorcidos:
– Resultó que estaban debajo de una tarima. Era una tarima del restaurante sobre la que había sillas y mesas y el agua los había arrastrado hasta allí.
Michelle está sentada en el sofá de su sala de estar, con los álbumes de fotos en una mesa delante de ella. Yogi está sentado en el suelo a su lado. Otro golden retriever, Maggie, está sentado en un sillón de fumar al otro lado de la sala. Los dos perros tienen cinco años y medio. Maggie procede de un refugio de animales donde la encontraron, enferma y muerta de hambre, al parecer abandonada por un criador después de que hubiera dado a luz a tantas carnadas que ya no podía parir más.
A Yogi se lo vendió un criador cuando tenía seis meses y no podía caminar.
– Resultó que tenía displasia de las articulaciones del codo -dice-. Y hace un par de años lo llevé a un veterinario de Eugene, que lo operó para que pudiera caminar. El veterinario le recolocó la articulación del codo. Lo que pasaba era que aquella pequeña articulación tenía que funcionar como puntal, pero en cambio estaba recibiendo todo el peso y se estaba fragmentando, y al perro le resultaba muy doloroso.
Mira a la perra que está en el sillón y dice:
– Maggie es más bien del tipo rojizo y pequeño. Debe de pesar unos treinta kilos. Yogi es de los grandes, rubios y peludos. En invierno llega a los cuarenta y cinco kilos. Tiene el típico trasero grande y dorado.
Mira las fotos más antiguas y dice:
– Hace unos ocho años tenía un perro llamado Murphy. Era una mezcla de border collie y pastor australiano, un perro increíble, y pensé: «Es una buena manera de practicar obediencia con él y de paso conocer gente». Yo estaba trabajando en la Hewlett-Packard, en una oficina, así que necesitaba algo distinto.
Y dice:
– Cuanto más lo hacía, más me intrigaban los casos. Empezó como algo centrado en la obediencia del perro y terminó siendo algo por lo que sentía más que pasión.
En las fotos de Honduras, Michelle y Yogi trabajan con otro voluntario, Harry Oakes Jr., y con su perra Valerie, una mezcla de collie de pelo largo, schipperke y kelpie. Oakes y Valerie ayudaron a inspeccionar las ruinas del Tribunal Federal después del atentado de Oklahoma City.
– Cuando Valerie huele un cadáver, o lo que sea que esté buscando, se pone a ladrar. Es muy expresiva. Yogi mueve la cola y se excita mucho, pero apenas ladra. Si es una víctima que ha muerto, se pone a gemir. Baja la cola y reacciona como con preocupación.
Dice:
– Valerie se pone histérica y se echa a llorar. Y si el suelo es de barro y hay alguien enterrado debajo, se pone a cavar. O si es agua, se tira al agua.
Mira las fotos de las casas derruidas y dice:
– Cuando alguien está preocupado o furioso o algo así, libera epinefrina. Cuando tiene lugar un acto violento o una muerte, se produce una emisión más intensa de ese mismo olor. Además de los gases y fluidos que hubiera en el cuerpo cuando murió. Ya te puedes imaginar lo importante que eso debía de ser para la manada cuando estos animales vivían en libertad. Para un animal, ese olor quiere decir: «Aquí ha habido una muerte. Han matado a un miembro de mi manada». Y se angustian especialmente cuando se trata de un humano, porque somos parte de su manada.
Dice:
– Un noventa por ciento del adiestramiento para búsquedas y rescates consiste en que el humano aprenda a reconocer lo que el perro está haciendo de forma natural. Ser capaz de leer a Yogi cuando está preocupado.