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Lo terrorífico es que se trata de cuestiones que el público norteamericano está a años luz de afrontar, pero en cada uno -en cada libro- usted nos prepara para una batalla que parece ver próxima. Y, hasta ahora, nunca se ha equivocado.

En El hijo de Rosemary, publicado en 1967, la batalla es por el derecho de una mujer a controlar su cuerpo. El derecho a una buena asistencia sanitaria. Y el derecho a elegir el aborto. Y a la mujer la controlan su religión, su marido, su mejor amigo y su tocólogo.

Y consiguió usted que eso lo leyera la gente, y que pagara para leerlo, años antes del movimiento sanitario feminista. De la Boston Women ’s Health Cooperative. Del eslogan «Nuestros cuerpos, nosotras». Y de los grupos de concienciación donde las mujeres se sentaban con espéculos y linternas para observar los cambios en el cuello del útero de sus compañeras.

Les enseñó usted a las mujeres exactamente lo que no tenían que ser. Lo que no tenían que hacer. No os sentéis en vuestro apartamento cosiendo cojines para las repisas de las ventanas y evitando hacer preguntas. Asumid responsabilidades. Si el Diablo se dedica a violaros con cita previa, no dudéis en interrumpir el embarazo. Y sí, es una tontería. El Diablo… Y el hecho es que tiene una erección enorme. Y Rosemary está atada, con Jackie Kennedy sujetándole los brazos extendidos, a bordo de un yate durante una tormenta en el mar. ¿Qué diría Carl Jung sobre esa escena? En todo caso, es lo que nos permite implicarnos. El hecho de que podemos fingir que es todo una fantasía. Que no es real y que el aborto no está sobre la mesa. De que podemos sentir el placer de Rosemary, su terror y su rabia.

¿Acaso previo usted que ahora, en un siniestro eco treinta años más tarde, la reacción conservadora al aborto le da al feto el derecho legal a nacer en muchos estados? En los tribunales, las mujeres se han convertido en simples «anfitrionas de gestación» o «portadoras de gestación» y están obligadas mediante acciones legales a llevar dentro y parir niños que ellas no quieren. Los fetos se han convertido en símbolos que los enemigos del aborto pasean en sus manifestaciones. Igual que los vecinos de Rosemary paseaban a su hijo en su cuna cubierta de paños negros.

Otro aspecto gracioso y siniestro es que nuestro cuerpo no sabe que todo eso no es real. Estamos tan metidos en la historia que tenemos una experiencia catártica. Una aventura horrible por poderes. Igual que Rosemary, aprendemos. No vamos a cometer el mismo error. No. Se acabaron los médicos autoritarios. Se acabaron los maridos sórdidos. Se acabó el emborracharse y que el demonio te pase por la piedra.

Y solamente por si acaso, hagamos que el aborto sea una opción válida y legal. Caso cerrado.

Señor Levin, su talento para contar una historia importante y amenazante mediante una metáfora tal vez venga de su experiencia como guionista para series de la «época dorada» de la televisión como Lights Out y The United States Steel Hour. Se trataba de la televisión de los cincuenta y los sesenta, donde había que enmascarar o disfrazar la mayoría de las cuestiones para evitar ofender a un público conservador y a los patrocinadores todavía más conservadores de los programas. En una época previa a la «ficción transgresora» representada por The Monkey Wrench Gang, American Psycho o Trainspotting, en la que el autor puede subirse a una tarima y hablar a gritos de cuestiones sociales, en esa época empezó usted su carrera, en la modalidad más pública posible de escritura, cuando la máscara, la metáfora y el disfraz lo eran todo.

El buen teatro y el comentario social tenían que casar adecuadamente con los anuncios de jabón y cigarrillos.

Y lo importante es que funcionaba. Y sigue funcionando. La fábula libera un problema de su época concreta y la hace importante para la gente de años venideros. La fábula acaba por convertirse en el problema, en insuflarle su humor y en darle a la gente una nueva libertad para reírse de lo que antes les asustaba. Su mejor ejemplo de esto es Las poseídas de Stepford.

Publicado en 1972, el libro presenta a una mujer con una familia y una carrera incipiente como fotógrafa profesional. Acaba de mudarse fuera de la ciudad, al pueblo rural de Stepford. Allí todas las mujeres parecen entregadas en exclusiva a servir a sus maridos y a sus familias. Son todas físicamente impecables, guapas y de pechos grandes. Limpian y cocinan. Y, bueno, eso es todo. Mientras leemos el libro, seguimos a Joanna Eberhart y a sus dos amigas a medida que renuncian una por una a sus ambiciones personales y se resignan a cocinar y limpiar.

Lo más horripilante es que los maridos de Stepford están matando a sus mujeres. Trabajando en grupo, los hombres están sustituyendo a sus mujeres por robots encantadores y eficaces que hacen todo lo que se les pide.

Y lo más horripilante todavía es que usted escribió esto más de una década antes de que el resto de la cultura norteamericana percibiera la «reacción» de los hombres a la liberación femenina. No fue hasta el libro galardonado con el Pulitzer Reacción, de Susan Faludi, cuando alguien además de usted tuvo en cuenta la idea de que los hombres pudieran organizarse y luchar para mantener a las mujeres en sus roles femeninos tradicionales.

Y sí, Reacción es un libro excelente, y presenta su tesis describiendo cómo los diseñadores de moda masculinos visten a las mujeres, y cómo los antiabortistas desprecian a las mujeres y las consideran simples vehículos de un feto no nato, pero el mensaje de sus páginas es tan… estridente. Carece de encanto. La señorita Faludi señala un problema y presenta las pruebas, pero al terminar el libro no nos deja ninguna sensación de resolución. Ni de libertad. Ni de transformación personal.

Y, peor todavía: igual que en la ficción transgresora, donde el autor puede despotricar ruidosamente sobre los problemas, desencadena la narcotización. El mensaje se vuelve tan obvio e implacable que la gente deja de oírlo.

Pero en Las poseídas de Stepford, caramba, nos reímos con Bobbie y Joanna. Nos reímos un montón durante toda la primera mitad del libro. Entonces Charmaine desaparece. Y luego la pobre Bobbie. Y por fin Joanna. Y el ciclo del horror se completa. Hemos visto lo que pasa cuando una se hace la tonta y niega la realidad hasta que es demasiado tarde. Ahora vemos a todas esas afables amas de casa que preparan masa para tartas en sus cocinas limpias y soleadas como seres contaminados, manipulados y controlados. Como mujeres de Stepford.

Esa tonta y descabellada metáfora suya de los robots es tan… exagerada. Pero por descabellada que parezca, ha sustituido a todas las pesadas diatribas dogmáticas sobre el trabajo doméstico como actividad denigrante y bla, bla, bla. Su metáfora de los «robots femeninos Disney esclavas sexuales y amas de casa» es todavía mejor que su metáfora del «Diablo de polla enorme que viola con cita previa».

Nos deja usted con el mensaje exacto y claro: trabajo doméstico = muerte. Una fábula moderna, sencilla y memorable. No dejéis que nadie os convierta en mujeres de Stepford. Además de ser esposas tenéis que desarrollar vuestras carreras.

En cada libro crea usted una metáfora que nos permite afrontar un Gran Problema sin sentirnos tan amenazados que renunciemos a la esperanza y nos retiremos. Primero nos hechiza usted con su sentido del humor y después nos asusta con el peor de los escenarios posibles. Nos enseña usted a alguien que queda atrapado y que se niega a admitirlo y a afrontar el peligro hasta que es demasiado tarde.

Puede que no esté usted de acuerdo, pero incluso en La astilla, publicada en 1991, el personaje principal se niega a abrir los ojos hasta que es demasiado tarde.

Diez años antes de que el resto del mundo se sintonizara a la «telerrealidad» y a las webcams ocultas en los salones de rayos UVA, los vestuarios y los lavabos públicos, de nuevo predice usted la batalla por la intimidad tras la llegada de las nuevas tecnologías de transmisión y de vídeo. En La astilla, Kay Norris se muda a un encantador apartamento en el piso veinte de un edificio alto y angosto de Manhattan, la «astilla» del título. Se enamora de un hombre más joven, también inquilino del edificio, sin saber que en realidad es el propietario del mismo. Y que ha instalado cámaras ocultas en todos los apartamentos para poder vigilar a los inquilinos como forma de diversión.