El secreto más oscuro del «rascacielos del terror» es que cuando la gente descubre que sus teléfonos están pinchados y que sus apartamentos son objeto de espionaje, el joven propietario del edificio los asesina. Incluso graba los asesinatos y guarda las cintas.
Igual que Rosemary Woodhouse y Joanna Eberhart, Kay cree que su apartamento es un estupendo nuevo comienzo. A pesar de que a su alrededor los demás inquilinos no paran de morir, se aferra a su rechazo y se distrae con su historia de amor. En una interesante evolución a partir de Rosemary (que no tenía carrera) y pasando por Joanna (que sacaba unas cuantas fotos), a Kay Norris la consume su trabajo como editora. No ha estado nunca casada. Y no la acaba destruyendo la realidad que no consigue admitir.
Pero solamente porque la salva su gato. No es que sea mérito de ella.
Diez años antes de que los estados se dieran cuenta de que no tenían leyes que prohibieran a la gente meter una cámara en una maleta, mezclarse con una multitud y filmar desde abajo las faldas de las mujeres, hace una década, usted intentó avisarnos. De que era posible. De que la tecnología había dejado atrás a la ley y de que esas cosas iban a pasar. Entonces creó usted una fábula para llamarnos la atención e inocularnos contra el miedo mediante la creación de una metáfora y de un personaje que sirviera como modelo de conducta incorrecta.
¿Acaso no era Platón el que transmitía sus argumentos contando un relato que contenía un error evidente y dejando que fuera el oyente quien lo descubriera? Fuera quien fuese, ese método adjudica al lector el momento del descubrimiento, el momento emocional del «¡ajá!». Y los expertos en educación dicen que, a menos que al momento del caos le siga el alivio emocional del descubrimiento, no recordamos nada. Y así es como usted, señor Ira Levin, nos obliga a recordar los errores cometidos por sus personajes.
Oh, señor Ira Levin, ¿cómo lo hace? Usted nos enseña el futuro. Y nos ayuda a afrontar ese terrorífico nuevo mundo. Nos lleva usted en un recorrido acelerado por el peor de los mundos posibles y nos permite vivir en él.
En la terapia llamada de «inmersión», el psicólogo obliga al paciente a soportar una versión exagerada de su peor miedo. Lo sobrecarga emocionalmente. Una persona que tenga miedo a las arañas puede ser encerrada en una habitación llena de arañas. Una persona que tenga miedo a las serpientes puede verse obligada a manejar serpientes. La idea es que el contacto y la familiaridad mitiguen el terror que el paciente siente hacia algo que han tenido demasiado miedo para explorar. La experiencia real, la realidad del contacto con las serpientes y de su conducta, destruye el miedo contradiciendo la expectativa del paciente.
¿Se trata de eso, señor Levin? ¿Es eso lo que usted se propone?
¿O lo que hace usted no es más que consolación? Enseñarnos lo peor para que nuestras vidas parezcan mejores por comparación. No importa lo manipulador que parezca nuestro médico, por lo menos nosotros no vamos a dar a luz a un niño diabólico. No importa lo aburridos que sean los barrios residenciales, por lo menos nosotros no estamos muertos y hemos sido reemplazados por un robot.
Su colega Stephen King dijo una vez que las novelas de terror nos dan una oportunidad de ensayar nuestra propia muerte. El escritor de terror es como uno de aquellos «comedores de pecados» del folclore galés, puesto que absorbe los defectos de una cultura, los difumina y deja al lector con menos miedo a morir. Usted, señor Levin, es casi lo contrario. Usted saca a la luz nuestros defectos de forma grandiosa, divertida y temible. Esos problemas que nos da miedo admitir.
Y, al escribir, consigue que haya menos cosas que temer en la vida.
Y eso da mucho miedo, señor Levin. Pero no miedo en un sentido malo. Miedo en un sentido bueno. En un sentido genial.
Personal
Acompañante
En mi primer día como acompañante, a mi primera «cita» le falta una pierna. El tipo fue a una casa de baños gay, para quitarse el frío, me dijo. Tal vez en busca de sexo. Y se quedó dormido en el baño turco, demasiado cerca de la fuente de calor. Se pasó horas inconsciente hasta que alguien lo encontró. Para entonces la carne de su muslo izquierdo ya estaba completamente cocida.
No podía caminar, pero su madre vino de Wisconsin para verlo y el hospital para enfermos desahuciados necesitaba a alguien que los llevara a los dos a visitar los sitios locales de interés turístico. Que los llevara de compras por el centro. A ver la playa. Multnomah Falls. Era lo único que podía hacer uno como voluntario a menos que fuera enfermero, cocinero o médico.
En ese caso se hacía uno acompañante, y el hospital del que hablo era un sitio al que iban a morir jóvenes sin seguro médico. Ni siquiera me acuerdo del nombre. No lo ponía en ningún letrero, y te pedían que fueras discreto en tus idas y venidas porque los vecinos no tenían ni idea de lo que pasaba en aquella casa enorme y antigua de su calle, una calle a la que no le faltaban fumaderos de crack y tiroteos desde los coches, a pesar de lo cual nadie quería vivir al lado de aquello: cuatro personas muriéndose en la sala de estar y dos en el comedor. Por lo menos dos personas en cama agonizando en cada dormitorio del piso de arriba, y la verdad es que no faltaban dormitorios. Como mínimo la mitad de aquella gente tenía sida, pero la casa no discriminaba a nadie. Uno podía ir allí y morir de lo que fuera.
Mi razón para estar allí era mi trabajo. Consistía en tumbarme de espaldas en una camilla con la línea motriz de un camión diesel clase 8 de cien kilos apoyada en el pecho, que me pasaba por entre las piernas hasta los pies. Mi trabajo consistía en meterme rodando bajo los camiones a medida que estos avanzaban en la línea de montaje e instalar aquellas líneas motrices. Veintiséis líneas cada ocho horas. Trabajando deprisa mientras los camiones avanzaban y me empujaban en dirección a los enormes hornos de pintura incandescente que había a escasos metros de mí en la línea de montaje.
Mi licenciatura en periodismo no podía darme más de cinco dólares la hora. Otros tipos del taller tenían el mismo título y entre nosotros bromeábamos diciendo que las licenciaturas en humanidades deberían incluir cursillos de soldador para poder sacarse por lo menos los dos pavos extra que nuestro taller pagaba a los machacas que supieran soldar. Alguien me invitó a su iglesia y yo estuve lo bastante desesperado como para ir. En la iglesia tenían un ficus en una maceta que se llamaba el Árbol de la Generosidad y que estaba decorado con adornos de papel, en cada uno de los cuales había impresa una buena obra que uno podía elegir.
Mi adorno decía: «Saca a pasear a un enfermo desahuciado».
Esa era la expresión exacta: «Saca a pasear». Y había un número de teléfono.
Llevé al hombre con una sola pierna, y luego a él y a su madre, por toda la zona, a sitios con vistas y a museos, con su silla de ruedas plegada en el maletero de mi Mercury Bobcat de hacía quince años. Su madre fumaba en silencio. Su hijo tenía treinta años y ella tenía dos semanas de vacaciones. Por las noches yo la llevaba de vuelta a su TravelLodge situado junto a la autopista, luego se sentaba a fumar en la capota de mi coche y se ponía a hablar de su hijo ya en pasado. Su hijo tocaba el piano, me dijo. Se había sacado el título de música pero había terminado haciendo demostraciones de órganos eléctricos en tiendas de centros comerciales.