Eran conversaciones que nacían cuando ya no nos quedaban emociones.
Yo tenía veinticinco años, y al día siguiente volví a meterme bajo los camiones después de haber dormido tal vez tres o cuatro horas. Con la diferencia de que ahora mis problemas ya no me parecían tan graves. Solamente tenía que mirarme las manos y los pies, maravillarme del peso que era capaz de levantar y de la forma en que podía gritar por encima del rugido neumático del taller, y mi vida ya no me parecía un error sino un milagro.
Al cabo de dos semanas la madre se volvió a su casa. Al cabo de tres meses su hijo estaba muerto. Muerto, desaparecido. Yo me dedicaba a llevar a gente con cáncer a ver el océano por última vez. Llevaba a gente con sida a la cima del monte Hood para que pudieran ver el mundo entero mientras todavía podían.
Me sentaba junto a las camas mientras la enfermera me explicaba qué señales buscar en el momento de la muerte, el tragar saliva y la lucha inconsciente de alguien ahogándose dormido mientras el fallo renal les llenaba de agua los pulmones. El monitor pitaba cuando la máquina inyectaba morfina al paciente, cada cinco o diez segundos. El paciente tenía los ojos hinchados y completamente en blanco. Tú le cogías la mano fría durante horas hasta que otro acompañante llegaba al rescate o hasta que ya no importaba.
La madre de Wisconsin me envió una manta bordada que había tejido a ganchillo ella misma, púrpura y roja. Otra madre o abuela para la que había hecho de acompañante me envió una manta bordada azul, verde y blanca. Luego me llegó otra roja, blanca y negra. Mantas a cuadros y mantas con dibujos en forma de zigzag. Se fueron amontonando a un lado del sofá hasta que mis compañeros de casa me preguntaron si podíamos guardarlas en el desván.
Justo antes de morir, el hijo de aquella mujer, el hombre con una sola pierna, justo antes de perder el conocimiento, me suplicó que fuera a su antiguo apartamento. Había un armario lleno de juguetes sexuales. Revistas. Consoladores. Ropa de cuero. El no quería que su madre encontrara nada de aquello y me hizo prometerle que lo tiraría todo.
Así que fui allí, a su pequeño estudio, cerrado a cal y canto y mal ventilado después de estar meses deshabitado. Como una cripta, diría yo, pero no es la palabra más adecuada. Suena demasiado dramática. Como música de órgano cutre. Pero, de hecho, no es más que una palabra triste.
Los juguetes sexuales y cacharros anales eran todavía más tristes. Huérfanos. Tampoco es la palabra adecuada, pero es la primera que me viene a la cabeza.
Las mantas bordadas siguen en una caja en mi desván. Todos los años por Navidad alguno de mis compañeros de casa sube a buscar adornos y se encuentra las mantas, rojas y negras, púrpuras y verdes, cada una correspondiente a una persona muerta. Y quien las encuentra me pregunta si podemos usarlas en nuestras camas o darlas a Goodwill.
Y todas las navidades digo que no. No estoy seguro de qué me da más miedo, tirar a todos esos hijos muertos o bien dormir con ellos.
No me preguntéis por qué, les digo. No quiero ni oír hablar del tema. Todo aquello pasó hace diez años. Vendí el Bobcat en 1989. Y dejé de hacer de acompañante.
Tal vez porque después del hombre con una sola pierna, después de que muriera y después de que todos sus juguetes sexuales acabaran en bolsas de basura, después de enterrarlos en el vertedero, después de abrir las ventanas del apartamento y de que desapareciera el olor a cuero, a látex y a mierda, el apartamento resultó ser un lugar bonito. El sofá cama era de un elegante color malva. Las paredes y la alfombra de color crema. La pequeña cocina tenía encimeras de madera para cortar la carne. El baño era todo blanco y estaba impecable.
Me quedé allí sentado guardando un elegante silencio. Podría haber vivido allí.
Cualquiera podría haber vivido allí.
Casi California
La infección de mi cabeza está empezando a curarse por fin cuando recibo hoy el paquete en el correo.
Se trata del guión basado en mi primera novela, El club de la lucha.
Lo envía la Twentieth Century Fox. El agente de Nueva York ya me dijo que llegaría. Así que estaba avisado. Incluso fui una pequeña parte del proceso. Fui a Los Ángeles y asistí a dos días de conferencias sobre el argumento donde le estuvimos dando vueltas a la trama. La gente de la Twentieth Century Fox me reservó una habitación en el Century Plaza. Cruzamos los platos al aire libre del estudio. Me señalaron a Arnold Schwarzenegger. Mi habitación en el hotel tenía una bañera de hidromasaje gigante y yo me senté en el centro de la misma y esperé casi una hora a que se llenara lo bastante para poder encender el hidromasaje. Tenía en la mano mi botellín de ginebra del minibar.
La infección de mi cabeza la cogí el día antes de ir a Hollywood. Me pagaban el vuelo a Los Ángeles, así que fui corriendo al Gap e intenté comprar un polo de color calabaza. La idea era tener un aspecto del sur de California.
La infección me vino de no leer las instrucciones de un tubo de crema depilatoria para hombres. Es como las cremas Nair o Neet pero extrafuerte, la que usan los hombres negros para afeitarse la cabeza.
En el mismo tubo de la crema depilatoria para hombres marca Magic lo dice en mayúsculas: «no debe usarse con cuchilla de afeitar». Incluso está subrayado. La infección no fue culpa de los diseñadores del envase de Magic. Pero volvamos a mí, sentado en mi bañera de hidromasaje del Century Plaza. No para de entrar agua, pero la bañera es tan grande que incluso después de media hora sigo allí sentado con la ginebra, la cabeza afeitada y el culo sentado en un charquito de agua templada. Las paredes de la bañera son de mármol y están prácticamente congeladas por el aire acondicionado. Los jaboncitos de almendra ya están guardados en mi maleta.
El cheque de la compra de opción de adaptación cinematográfica ya está en mi cuenta bancaria.
El baño está cubierto de espejos enormes y luces indirectas, así que me puedo ver desde todos los ángulos, desnudo y chapoteando en tres centímetros de agua mientras mi copa se calienta. Esto es todo lo que yo quería que se convirtiera en realidad. Durante todo el tiempo en que uno escribe, un pequeño pólipo no exactamente zen de tu cerebro quiere que le paguen un billete de primera clase a Los Ángeles. Quieres posar para las fotos de las solapas. Quieres que haya un séquito de periodistas esperando en la puerta de llegadas de la terminal del aeropuerto, y quieres tener un chófer, no un taxista, sino un chófer que te lleve de una entrevista deslumbrante a una firma de libros refulgente.
Ese es el sueño. Admitidlo. Y es probable que seáis todavía más superficiales. Es probable que queráis intercambiar trucos de pintura de uñas de los pies con Demi Moore en la sala de espera justo antes de salir al plato como invitado del show de David Letterman.
Sí, bueno, pues bienvenidos al mercado de la ficción literaria.
Vuestro libro tiene unos cien días en la estantería de la librería antes de ser considerado un fracaso oficial.
Después de eso, las tiendas empiezan a devolver los libros a tu editor y los precios empiezan a bajar. Los libros no se mueven. Van a la trituradora.
A ese trocito de vuestro corazón, a esa primera novelita que escribisteis, le bajan un setenta por ciento el precio y aun así nadie lo quiere.
Luego uno se encuentra en el Gap probándose polos de punto de color pastel y frunciendo los ojos mientras se mira en el espejo en un intento de que le queden casi bien. Casi California. Hay que apoyar la adaptación cinematográfica, y ahora uno tiene la esperanza de que la adaptación salve su libro. Solo porque una gran editorial haya publicado mi primera novela no quiere decir que me haya vuelto atractivo. Me vienen a la cabeza las palabras «perezoso» y «estúpido». Cuando se trata de ser atractivo y divertido en situaciones sociales simplemente no puedo competir. Bajar del avión en Los Ángeles con el pelo lleno de laca y un polo de color salmón no va a ser de gran ayuda.