– Es una familia pequeña, pero todos nos conocemos.
Y tal vez la lucha amateur esté muriendo, pero tal vez no.
En las finales preolímpicas de Dallas hay 50.170 espectadores con entrada y empresas patrocinadoras de peso como The Bank of America, AT &T, Chevrolet y Budweiser.
En Dallas, un luchador pide permiso para llevar a cabo un antiguo ritual que marque el último combate de su carrera. De acuerdo con la tradición, el luchador deja sus zapatillas en el centro de la colchoneta y las cubre con un pañuelo. Mientras el público guarda silencio, el luchador besa la colchoneta y deja sus zapatillas atrás.
Sean Harrington dice:
– Tengo un amigo que solía decirme: «Si yo luchara sería el mejor. Sé que sería el mejor. Sé que podría». Pero no lo hizo. Nunca. Así que siempre podía creer que podría haber sido el mejor, pero la verdad es que nunca se puso las zapatillas ni salió a intentarlo.
Dice:
– Lo importante es que lo has hecho, que te has puesto una meta y has ido a por ella, que nunca has sido uno de esos que dicen «Yo podría», «Si yo hubiera querido…». Lo has hecho de verdad.
Ninguno de los mencionados en este artículo llegó al equipo olímpico.
Está usted aquí
En el salón de baile del hotel Sheraton del aeropuerto hay un equipo de hombres y mujeres sentados en cabinas individuales, separados entre sí por cortinas. Cada uno está sentado delante de una mesilla y las cortinas delimitan un espacio donde no cabe nada más que la mesilla y dos sillas. Y están a la escucha. Así pasan el día entero, sentados y escuchando.
Delante del salón, en el vestíbulo, espera una multitud de escritores con manuscritos o guiones de cine en las manos. Una mujer de la organización custodia las puertas del salón, consultando la lista de nombres que lleva en una tablilla con sujetapapeles. La mujer dice tu nombre y tú te acercas y la sigues al salón. Te abre una cortina. Tú te sientas delante de una mesilla. Y empiezas a hablar.
Como escritor, tienes siete minutos. En algunos sitios te pueden dar ocho o incluso diez, pero en cuanto se acaban la persona de la organización viene y pone a otro escritor en tu sitio. Y tú has pagado entre veinte o cincuenta dólares por ese lapso de tiempo y la oportunidad de hacer llegar tu historia a un agente literario, un editor o un productor cinematográfico.
Y durante todo el día, el salón de baile del Sheraton del aeropuerto permanece lleno de gente hablando. La mayoría de los escritores que hay aquí son viejos: viejos siniestros, jubilados que se aferran a su única buena historia. Que agitan su manuscrito con las dos manos moteadas por la edad y dicen: «¡Tenga! ¡Lea mi historia sobre incesto!».
La mayor parte de toda esta escritura trata sobre el sufrimiento personal. Apesta a catarsis. A melodrama y memorias. Una amiga escritora se refiere a esta escuela como la escuela literaria de «Brilla el sol, los pájaros cantan y mi padre vuelve a estar encima de mí».
En el vestíbulo que hay delante del salón del hotel los escritores esperan y ensayan entre ellos su única gran historia. Una batalla de submarinos en plena guerra o los maltratos a manos de un cónyuge borracho. Historias de cómo sufrieron pero sobrevivieron para vencer. De desafío y de triunfo. Se cronometran entre ellos con relojes de pulsera. En tantos minutos exactos tienen que contar su historia y también demostrar por qué sería perfecta para Julia Roberts. O para Harrison Ford. O si no, para Mel Gibson. Y si no es Julia, para Meryl.
Y entonces, lo sentimos, se han acabado sus siete minutos.
Los organizadores siempre te interrumpen en la mejor parte de tu discurso, cuando estás inmerso en contar tu adicción a las drogas. O tu violación en grupo. O tu salto borracho a un estanque poco profundo del río Yakima. Y en explicar que sería una película de cine genial. O si no, una película de cable genial. O si no, un telefilme genial.
Y entonces, lo sentimos, se han acabado sus siete minutos.
La multitud del vestíbulo, todos con sus historias en las manos, son un poco como la multitud que estuvo aquí la semana pasada para la feria itinerante de antigüedades. Cada uno de ellos llevando un peso que quitarse de encima: un reloj bañado en oro o la cicatriz de un incendio doméstico o la historia de una vida como mormón casado y gay. Hay algo con lo que llevan toda la vida cargando y que ahora van a ver por cuánto se vende en el mercado abierto. ¿Cuánto me dan por esto? Esta tetera de porcelana o esta enfermedad de la médula que causa parálisis. ¿Son un tesoro o no son más que quincalla?
Y entonces, lo sentimos, se han acabado sus siete minutos.
En el salón de baile del hotel, en esos cubículos cerrados por cortinas, una persona permanece sentada en actitud pasiva mientras la otra se vacía. En ese sentido, es como un burdel. El oyente pasivo ha pagado para recibir. El orador activo ha pagado para que lo oigan. Para dejar tras de sí cierto rastro de sí mismo: siempre confiando en que dicho rastro baste para echar raíz y convertirse en algo más grande. Un libro. Un hijo. Un heredero para su historia, para llevar su nombre hasta el futuro. Pero al oyente ya nada le viene de nuevo. Es educado pero se aburre. Es difícil de impresionar. A uno le dejan coger las riendas durante siete minutos -por decirlo de algún modo-, pero la puta no para de mirarse el reloj, de preguntarse qué hay para comer y de hacer planes para gastarse su estipendio. Y entonces…
Lo sentimos, se han acabado sus siete minutos.
He aquí la historia de tu vida pero reducida a dos horas. El momento en que viniste al mundo, en que tu madre dio a luz en el asiento trasero de un taxi, ahora es tu secuencia inicial. La pérdida de tu virginidad es el clímax de tu primer acto. La adicción a los calmantes es la progresión dramática de tu segundo acto. Los resultados de tu biopsia son la revelación de tu tercer acto. Lauren Bacall estaría perfecta como tu abuela. William H. Macy como tu padre. Dirigidos por Peter Jackson o por Roman Polanski.
Se trata de tu vida, pero procesada. Embutida en el molde de un buen guión. Interpretada de acuerdo con el modelo de un éxito de taquilla. No es de extrañar que hayas empezado a ver cada día en términos de un nuevo episodio de la trama. La música se convierte en tu banda sonora. La ropa se convierte en vestuario. Las conversaciones en diálogos. Nuestra tecnología para contar historias se convierte en nuestro lenguaje para recordar nuestras vidas. Para entendernos a nosotros mismos. En nuestro marco de referencia para percibir el mundo.
Vemos nuestras vidas en términos de convenciones narrativas. Nuestras sucesiones de matrimonios se convierten en secuelas. Nuestra infancia es nuestra precuela. Nuestros hijos son spin-offs.
Tengan en cuenta solamente la rapidez con que la gente empezó a usar expresiones como «funde a negro» o «fundido lateral». O búsqueda rápida. Corte a… Flashback… Secuencia onírica… Créditos…
Y entonces, lo sentimos, se han acabado sus siete minutos.
Otros siete minutos cuestan veinte, treinta o cincuenta dólares. Un nuevo intento de conectar con el mundo exterior. De vender tu historia. De convertir la tristeza en un montón de dinero. Dinero en concepto de adelanto por el libro o de opción de compra de adaptación cinematográfica. El gordo de la lotería.
Hace unos años había muy pocas de estas convenciones que enviaban a gente de la industria de Nueva York o Los Ángeles, los metían en hoteles y les pagaban un estipendio para que se sentaran a escuchar. Ahora hay tantas que los organizadores tienen que escarbar un poco y buscar a cualquier ayudante de producción o editor asociado que pueda dedicar un fin de semana a volar hasta Kansas City o Bellingham o Nashville.
Esta es la Conferencia de Escritores del Medio Oeste. O la Conferencia de Escritores del Sur de California. O la Conferencia de Escritores del Estado de Georgia. Como aspirante a escritor, has pagado para estar en la puerta, para tener una tarjeta con tu nombre y asistir a un almuerzo con charla. Hay clases a las que se puede uno apuntar y conferencias sobre técnica y marketing. Está la presencia medio reconfortante y medio competitiva del resto de los escritores. De los colegas escritores. Cientos de ellos con manuscritos debajo del brazo. Uno paga el dinero extra, el de los siete minutos, para comprar la atención de una persona de la industria. Uno compra la oportunidad de vender y de marcharse de aquí con algo de dinero y de reconocimiento por su historia. Un billete de lotería vital. Una oportunidad de convertir limones -un aborto espontáneo, un conductor borracho, un oso pardo- en limonada.