Es paja, pero convertida en oro. Aquí en el gran casino de las narraciones.
Y entonces, lo sentimos, se han acabado sus siete minutos.
Y en otro sentido, este salón de hotel está lleno de gente que confiesa sus crímenes espantosos. Que cuenta con pelos y señales cómo abortaron a su hijo. Cómo trajeron droga de Pakistán metida en el culo. Historias de cómo perdieron la gracia, lo contrario a un relato heroico. En este sitio pueden vender incluso su mal ejemplo, aquí ese ejemplo puede ayudar a los demás. Evitar desastres semejantes. Esta gente ha venido en busca de la redención. Para ellos, cada cabina cerrada con cortinas se convierte en un confesionario. Cada productor de cine, en un sacerdote.
Ya no es Dios el que espera para emitir su juicio. Es el mercado.
Tal vez un contrato de publicación sea el nuevo halo. Nuestra nueva recompensa para sobrevivir con fuerza y carácter. En lugar del cielo conseguimos dinero y la atención de los medios de comunicación.
Tal vez una película protagonizada por Julia Roberts, elevándose por encima de los mortales y tan guapa como un ángel, sea la única vida que hay después de la muerte.
Y eso solo si… eres capaz de embellecer tu vida y tu historia, de promocionarlas y venderlas.
En otro sentido, este público se parece mucho al público que estuvo aquí el mes pasado, cuando un concurso televisivo estaba haciendo pruebas de casting para encontrar concursantes. Para resolver acertijos. O el mes anterior, cuando estuvieron aquí los productores de un programa diurno de tertulias en busca de gente con problemas que los quisiera airear en una cadena nacional de televisión… Padres e hijos que han tenido la misma pareja sexual. O madres que demandan a sus ex maridos para que paguen la pensión alimenticia de sus hijos. O cualquiera que esté cambiando de sexo.
Y entonces, lo sentimos, se han acabado sus siete minutos.
El filósofo Martin Heidegger señaló que los seres humanos suelen considerar el mundo una reserva permanente de materiales que podemos usar. Como unas existencias que podemos procesar para convertirlas en algo más valioso. Árboles que dan madera. Animales que dan carne. A ese mundo de recursos naturales brutos lo llamó Bestand. Parece inevitable que la gente sin acceso a las formas naturales del Bestand como son los pozos petrolíferos o las minas de diamantes recurran al único stock de que disponen: sus vidas.
Cada vez más, el Bestand de nuestra era es nuestra propiedad intelectual. Nuestras ideas. Las historias de nuestras vidas. Nuestra experiencia.
Lo que antes la gente soportaba o incluso disfrutaba, todos esos acontecimientos que conformaban episodios de la trama, como aprender a usar el retrete, irse de luna de miel o sufrir cáncer de pulmón, ahora se pueden dotar de una buena presentación y venderse.
El truco es prestar atención. Tomar notas.
El problema de ver el mundo como Bestand, dijo Heidegger, es que te lleva a usar las cosas, a esclavizar y explotar las cosas y a la gente, para tu beneficio personal.
Teniendo esto en cuenta, ¿es posible esclavizarse a uno mismo?
Martin Heidegger también señala que la presencia del espectador da forma a los acontecimientos. Un árbol que cae en el bosque es en cierto modo un suceso distinto si hay alguien presente para verlo, tomando notas y acentuando los detalles a fin de convertirlo en una película con Julia Roberts.
Aunque solo sea distorsionando los acontecimientos, retorciéndolos para conseguir un mayor impacto dramático y exagerándolos hasta el punto de que te olvidas de tu verdadera historia -de que te olvidas de quién eres-, ¿es posible explotar tu propia vida para conseguir una historia vendible?
Pero entonces, lo sentimos, se han acabado sus siete minutos.
Tal vez tendríamos que haberlo visto venir.
En los años sesenta y setenta, los programas de cocina de la televisión convencieron a una clase emergente de personas para que se gastaran el tiempo y el dinero que les sobraban en comida y vino. Pasaron de comer a cocinar. Guiados por expertos del «Hágalo usted mismo» como Julia Child y Graham Kerr, exploramos el mercado en busca de cocinas de restaurante y ollas de cobre. En los ochenta, con la libertad que nos dieron los vídeos y los reproductores de cedes, el entretenimiento se convirtió en nuestra nueva obsesión.
Las películas se convirtieron en el terreno sobre el que la gente podía reunirse para polemizar, igual que lo habían sido una década atrás los soufflés y el vino. Y tal como antes hacía Julia Child, ahora Gene Siskel y Roger Ebert aparecían en televisión y nos enseñaban a discutir sobre nimiedades. El entretenimiento se convirtió en el siguiente terreno en que invertir el tiempo y el dinero sobrantes.
En lugar de la cosecha y el bouquet y los posos de un vino, hablábamos de la efectividad en el uso de la voz en off y del eje de la historia y del desarrollo de personajes.
En los años noventa nos volvimos hacia los libros. Y el lugar de Roger Ebert lo ocupó Oprah Winfrey.
Con todo, la diferencia verdaderamente grande era que se podía cocinar en casa. No se podía hacer una película en casa, eso no. En cambio, sí que se podía escribir un libro. O un guión. Y los guiones se convierten en películas.
El guionista Andrew Kevin Walker dijo una vez que en Los Ángeles nadie está sentado a más de quince metros de un guión. Están en los maleteros de los coches. En los cajones de las mesas de trabajo de la gente. Dentro de los ordenadores portátiles. Siempre listos para ser vendidos. Un billete ganador de lotería en busca de su premio gordo. Un cheque sin cobrar.
Por primera vez en la historia, cinco factores se han alineado para propiciar esta explosión de narraciones. Esos factores, listados sin ningún orden en particular, son:
El tiempo libre.
La tecnología.
El material.
La educación.
El hastío.
El primero parece simple. Hay más gente que tiene más tiempo libre. La gente se jubila y vive más años. Nuestro nivel de vida y nuestra red de protección social permiten a la gente trabajar menos horas. Además, a medida que hay más gente que reconoce el valor de las narraciones -aunque estrictamente como material para libros y películas-, más gente ve la escritura, la lectura y la investigación como algo más que un simple pasatiempo culto. Se está convirtiendo en una verdadera empresa financiera en la que vale la pena invertir tiempo y energía. Contarle a alguien que escribes siempre suscita la pregunta: «¿Qué has publicado?». Nuestra expectativa es: escribir equivale a dinero. O, por lo menos, en el caso de la buena escritura debería ser así. Con todo, sería casi puñeteramente imposible que nadie viera el trabajo de uno de no ser por el segundo factor.
La tecnología. Por una pequeña inversión te pueden publicar en internet y tu trabajo puede ser accesible para millones de personas de todo el mundo. Los impresores y las editoriales pequeñas pueden suministrar cualquier cantidad de libros en tapa dura bajo demanda a cualquiera que tenga dinero para autoeditarse. O publicar por cuenta propia. O publicar por placer. O como quiera llamarlo uno. Cualquiera que sepa usar una fotocopiadora y una grapadora puede publicar un libro. Nunca ha sido tan fácil. Nunca en la historia han llegado tantos libros cada año al mercado. Todos ellos llenos del tercer factor.