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– No era amigo mío.

– Una hoja no se marchita y muere sin que el resto del árbol lo sepa.

El swami la condujo entre los árboles y cruzaron el claro hasta donde se encontraba el satélite. El yeti los siguió dócilmente a corta distancia, como una especie de guardaespaldas.

– Desde que eso cayó aquí, esperaba que viniera alguien -dijo el swami-. Así es como va el mundo. Debo confesar que temía este momento.

– Ése era Boyd, el muerto. Vino en busca del satélite. Yo he venido a informarme sobre el yeti.

– Y os ha llevado al mismo lugar.

– Sí -respondió ella-. Pero yo no pretendía hacer ningún daño. Sólo quería saber si el yeti existía.

Swift recogió su ropa interior protectora y se la puso sin apresurarse, pues todavía se sentía tan cálida como si acabara de salir de una sauna.

– Si tiene en él un interés intelectual, creo que mi hermano no es para usted mucho más que una abstracción. Pero para mi alma es un motivo de regocijo. Para el hombre esclarecido es un objeto de verdad y belleza, una ventana a través de la cual sólo podemos atisbar, asombrados, el universo.

El yeti se sentó a los pies del swami y dejó que el santo le acariciara con despreocupado afecto.

– No deja de llamarle hermano -le hizo notar Swift mientras volvía a ponerse el traje climatizado.

A pesar de todo lo que Lincoln Warner le había contado sobre la química de la sangre de yeti, seguía pensando que sabía muy poco de aquella extraordinaria criatura. Recordó algo que el swami había dicho al principio. Le había aconsejado que no buscara antepasados y árboles genealógicos. «Los frutos quizá caigan en tu regazo», había dicho. «Podría alimentarse de ellos. Pero no se sorprenda si la rama se le rompe en la mano.» Era evidente que el swami sabía más sobre el yeti de lo que decía. Tal vez sabía todo lo que había por saber.

– Somos las columnas de un templo. Permanecemos juntos, pero no demasiado cerca, o de lo contrario el templo se vendría abajo.

– ¿Hasta qué punto estamos cerca? Según el ADN, está muy próximo a nosotros.

– El mundo no es un conjunto de átomos -dijo el swami-. No se accede a la comprensión de este mundo y su creación estudiándolo desde la perspectiva de su destrucción. Los átomos no son importantes. Sólo en la unidad y en la integridad hay amor. Ésta es la mayor verdad de todas y la primera semilla del alma.

Swift le devolvió la túnica. El hombre se la colocó sobre sus huesudos hombros con una aparente indiferencia al frío, que ahora Swift podía entender tras haberla experimentado en propia carne, y la ayudó a colocarse la mochila del sistema de soporte vital como si estuviera acostumbrado a hacerlo.

– Pero ¿cuál es la verdad respecto al yeti? ¿Cómo llegó hasta aquí? ¿Por qué?

– ¿Quién conoce la verdad? -Soltó una risita que a Swift le recordó un noticiario cinematográfico sobre el Maharishi que había visto en una ocasión-. ¿Quién sabe cómo y cuándo este mundo y nosotros mismos cobramos existencia? Pero lo que sí es seguro es que los dioses son posteriores al principio. De modo que ¿quién sabe de dónde venimos cualquiera de nosotros? Sólo el Dios del cielo supremo, tal vez. O tal vez no.

– Yo no creo en Dios -dijo Swift.

– No se puede conocer a Dios resolviendo acertijos.

– Entonces cuénteme lo que sabe sobre el yeti, no sobre Dios.

– Son una misma cosa. La vida misma es un templo y una religión. Lo que sé y lo que puedo contarle nacen del conocimiento de que si sólo se ve la diversidad de las cosas, con todas sus distinciones y divisiones, entonces sólo se tiene un conocimiento imperfecto. Grandes son las preguntas que usted plantea del mundo, pero como sólo sabe un poco, le contaré más.

»El yeti es más hombre que animal, pero el animal es su inocencia. La inocencia que el hombre ha perdido.

»Según uno de mis predecesores, el abuelo del abuelo de su abuelo le dijo, quienquiera que fuese, que los yetis fueron una vez abundantes en estas montañas. De hecho, había tantos yetis como hombres. Pero a medida que los hombres se volvían más inteligentes empezaron a sentir rencor contra el yeti, pues mientras ellos tenían que trabajar duramente, el yeti no hacía nada. Más aún, los yetis siempre estaban robando tsampa, que es harina de cebada amasada con agua y especias, y aún hoy sigue siendo el alimento básico en esta parte del mundo. A veces era lo único que tenía la gente para comer. Peor aún, a veces robaban carne, algo que en estas montañas es todavía más escaso que la cebada.

»Así fue como los hombres decidieron matar a todos los yetis. Primero dejaron tsampa envenenada en las montañas para que se la comieran, y murieron muchos yetis. Y, durante años después de aquello, los yetis fueron cazados y exterminados. La cabeza, las manos y los pies de muchos yetis fueron cortados para emplearlos en rituales religiosos. Varias religiones antiguas incluso veneraban estas reliquias como objetos sagrados, pues creían que en los yetis residía el alma de los hombres. Y en cierto modo, no están tan lejos de la verdad como le he dicho.

Dicho esto, el swami guardó silencio durante un rato y se negó a contestar a ninguna de las preguntas de Swift, excepto para confirmar que una hembra de yeti y su cría habían regresado sanas y salvas al valle escondido. La mención de la cebada envenenada le recordó a Swift por qué había seguido a Boyd, y se lo explicó al hombre.

– En el satélite hay un isótopo radiactivo -dijo-. Una especie de veneno. Boyd pretendía destruir el satélite con explosivos, lo cual habría esparcido el veneno por todo el valle. Todos los yetis habrían muerto. Por no hablar de usted, swami.

– ¿Qué es la muerte sino yacer desnudo al viento?

Sonrió y levantó las manos con vehemencia.

– Sólo con que los hombres pensaran en Dios tanto como piensan en sí mismos, ¿quién no accedería a la liberación? Existe una tradición en estas montañas, una gran tradición religiosa. Un acertijo, si lo prefiere. Hay quien llama a las personas como yo los Señores Ocultos y dicen que adoramos a los yetis. Unos dicen que somos budistas; otros, que ya vivíamos aquí antes de la llegada de los lamas. La verdad es, lamentablemente, mucho más prosaica. Simplemente, siempre ha habido personas como yo, la religión no importa, guardianes que comprenden a los yetis y tratan de protegerlos del mundo exterior. Pero últimamente eso resulta muy difícil. Cada año vienen más turistas a las montañas.

»Yo creía que los yetis podrían vivir sin ser molestados en esta montaña sagrada a la que nadie está autorizado a subir. Durante muchos años ha sido un lugar prohibido. Los sherpas lo han respetado. Pero las cosas se les han puesto difíciles. Se han quedado sin dinero y por eso la han traído a usted aquí, donde quería ir. Bueno, esperemos que el hombre se porte bien con el yeti, aunque no veo motivos para ser optimista, a la vista de lo mal que los hombres se portan unos con otros, además de con otros simios. El yeti sólo ataca al hombre porque ha aprendido a temerlo. En realidad es bastante pacífico.

El swami se sentó en el suelo y tiró afectuosamente de la oreja del yeti.

– Pero tiene que decirme lo que debo hacer para impedir que se esparza ese veneno del que me hablaba.

– Sería mejor que yo abandonara este lugar -dijo Swift-. Y que me llevara el isótopo radiactivo. Sin él, el satélite sólo es chatarra.

El swami frunció el entrecejo.

– Pero ¿se pueden manipular esas cosas sin riesgo? Hay un largo camino hasta donde la esperan sus amigos. Quizá sería mejor que dejáramos este veneno en un lugar donde no pueda hacer daño a nadie ni a nada hasta el fin de los tiempos. Tal lugar existe, es una grieta muy profunda. No es la que le permitió llegar hasta aquí, pero está muy cerca.

– Muéstreme dónde está -dijo Swift- y yo me ocuparé del isótopo.