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Swift había pasado el tiempo suficiente con Joanna Giardino en el Departamento de Radiobiología del Centro Médico de la Universidad de California de San Francisco para saber que tenía pocas posibilidades de manipular el isótopo radiactivo sin exponerse si no utilizaba láminas, cajas de plomo y pinzas especiales, y mucho más equipo protector.

Incluso el isótopo del Departamento de Rayos X del Centro Médico se trataba como si formase parte del Proyecto Manhattan. Cualquier producto de fisión radiactiva, tanto si era inerte como activo bioquímicamente, podía provocar daños biológicos externos o internos en el cuerpo humano.

A pesar del traje climatizado y del casco que llevaba, y aunque sostuviera el tubo que contenía el isótopo del satélite con los brazos extendidos al frente y con dos piolets a modo de tenazas improvisadas, Swift era consciente de que la radiación atravesaría su cuerpo como la luz pasa a través de una ventana. Las lesiones que podía causarle por el camino serían irreversibles. Incluso unos pocos minutos de exposición resultarían fácilmente letales.

Se acordó de Roentgen, el descubridor de los rayos X, que murió de cáncer de huesos, y de los dos pioneros de su uso médico, madame Curie y su hija Irene, que murieron de anemia aplásica provocada por la radiación.

Swift no tenía intención de morir prematuramente de leucemia o alguna otra enfermedad relacionada con la radiación, pero no se le ocurría otra salida que extraer el isótopo del satélite y retirarlo de la circulación para garantizar eficazmente la seguridad permanente de los yetis en su valle escondido. Había bastante más en juego que su propio futuro: debía tener en cuenta también el futuro de una importante especie nueva de homínidos.

No hay discusión posible, se dijo, y deseó vivir lo suficiente para poder contar sus hallazgos en un libro.

Swift hizo que el swami le mostrase la grieta antes de hacer nada más. Después le dijo que cuando fuera a tirar el isótopo, iría sola. No tenía sentido que él también se expusiera a aquel riesgo.

Acompañado por el yeti, el swami la condujo hasta la otra punta del valle, a una estrecha fisura del suelo que rodeaba la cordillera protectora. La fisura estaba a unos cinco minutos largos andando desde el satélite.

– Aquí -dijo el hombre señalando la grieta-. Tiene unos novecientos metros de profundidad, estoy seguro.

Swift inspiró y asintió con un gesto.

– Debería ser lo bastante seguro.

Regresaron al satélite, junto a cuyo panel abierto había dejado Boyd su mochila. Swift examinó el interior. Había varios detonadores y una radio mayor y más potente que la que usaba ella. Por lo menos podría llamar a Pokhara y organizar la evacuación del CBA en helicóptero.

El isótopo fue fácil de localizar, pues estaba recubierto por el explosivo plástico de Boyd. Swift arrancó la tira de C4 y luego leyó la prohibición de manipular el generador termoeléctrico y su isótopo de cesio 137. El cesio tenía una vida media de treinta años. Pero ¿lo hacía eso menos letal a corto plazo que el plutonio? Lo cierto era que no tenía ni idea.

Antes de abrir el envoltorio del isótopo miró a su alrededor en busca del swami. El hombre la observaba atentamente mientras el yeti, sentado a poca distancia, lo miraba a su vez como si esperara órdenes.

– Será mejor que se vaya ahora, swami -dijo Swift en voz baja-. Esta sustancia es peligrosa en cuanto se saca de su envoltorio metálico. No tiene sentido que ambos suframos la exposición.

– Es tan pequeño -comentó el swami con una risita mirando por encima de su hombro con curiosidad-. ¿De verdad es tan peligroso?

– Mucho. Ahora váyase.

– ¿Usted arriesgará la vida por nosotros?

Swift recogió su casco y se dispuso a colocárselo en la cabeza, con la esperanza de que supusiera alguna protección contra el cesio. El swami alzó una mano por encima de su cabeza en un gesto que parecía una bendición.

– La verdad del amor es la verdad del universo -dijo el hombre-. Ésta es la luz del alma que pone al descubierto los secretos de la oscuridad. Esta luz es firme en usted. Arde en un refugio adonde no llegan los vientos. Su alma es en efecto grande, y habiendo demostrado que está dispuesta a contemplar el espíritu de la muerte, ha abierto su corazón al conjunto de la vida misma.

– Gracias -respondió ella sombríamente-. Procuraré no olvidarlo. Ahora váyase antes de que cambie de opinión.

– Esta acción tiene lugar en Dios, y por lo tanto su alma no está ligada a ella.

A aquellas alturas, Swift no sabía de qué estaba hablando el swami y ni le importaba. Su mente se concentraba en la mortífera labor en curso. No importaba mucho lo que él pensara de ella. No lo hacía por recibir una guirnalda de flores, una cesta de fruta, la opinión del dios del swami o una recompensa celestial.

Swift estaba a punto de insistirle más enérgicamente para que se marchara cuando el swami se volvió y le dijo algo al yeti. Ahora que estaba más cerca, la mujer comprobó que no era ningún idioma que hubiera oído antes. Tal vez se parecía al tibetano, pero algo más gutural, no había otra palabra para describirlo, era más simiesco de lo que le había parecido antes.

El gran yeti de espalda blanca se puso en pie. Pero en lugar de alejarse de la zona con el swami, como ella había ordenado, avanzó hacia Swift con los brazos extendidos y la evidente intención de sujetarla. Sin darle tiempo a reaccionar, la levantó suavemente con sus brazos gruesos como troncos de árbol y la mantuvo en alto.

– Eh, ¿a qué viene esto?

– No se preocupe, no le hará daño.

– Pues dígale que me deje en el suelo, por favor.

– Lo hará -dijo el swami-. Pero sólo cuando esté lejos de este lugar.

– Mire, no me habré explicado bien -replicó Swift mirando con inquietud la ancha cara del yeti-. Debo deshacerme del isótopo para que el satélite sea seguro y para que no contamine todo este valle.

– Sí, se ha explicado perfectamente. Pero quizá soy yo quien no se ha explicado. Yo soy el guardián de este lugar, no usted. Yo he prestado el juramento sagrado de proteger a estos hermanos y hermanas, no usted. No puedo permitir que arriesgue su vida cuando ése es mi destino. De modo que, si alguien va a deshacerse de ese isótopo, tengo que ser yo.

– No lo entiende -insistió Swift.

Forcejeó para librarse de los brazos del yeti pero aquellos músculos eran inamovibles. Lo mismo habría sido que estuviera atada con cables de acero.

– La radiactividad lo matará si manipula el isótopo. -Se esforzó por encontrar el modo de hacérselo entender-. Sería como sujetar el sol.

– ¿Qué dicha puede haber mayor que fundirse con el sol? Y usted estaba dispuesta a manipularlo, ¿verdad? -dijo el swami tendiéndole la mochila de Boyd.

– Esto es distinto, es mi responsabilidad.

– Y como ya le he explicado -dijo con otra risita-, es la mía.

El swami hizo el signo del namaste con las manos.

– Pero se agradece la idea. Aquel que ve a todos los seres en sí mismo, y a sí mismo en todas las cosas, no necesita tener miedo. Además, creí que a estas alturas ya sería evidente. Soy un tipo bastante duro. No es tan fácil matarme.

El swami habló con el yeti una vez más y éste empezó a alejarse del satélite sin vacilación llevándose a Swift.

– La llevará de vuelta a su campamento. Por una ruta distinta. Oh, sí. Hay muchos caminos que entran y salen de este lugar. -Sonrió, complacido-. Y usted dijo que quería estudiarlo. Bueno, ésta será su oportunidad. Una oportunidad única. Adiós.

Swift comprendió que sería inútil discutir con el asceta, pues sólo le respondería con otra enigmática frase. Pero callándose no evitó que el hombre prosiguiera.

– Y no sea tan dura con la religión -le gritó-. El propósito de Dios para la vida es como una gran alfombra. Vista desde un lado del telar es todo confusión. No tiene forma ni lógica. Sólo cientos de hilos de lana que cuelgan sueltos aquí y allí. Pero vista desde el otro lado, todo cobra sentido. El esquema queda claro. No hay cabos de lana sueltos. Sólo orden.