El equipo la escuchó en silencio y fue Jack quien habló primero.
– Me alegro de que lo propongas -dijo-. Por lo que sabemos, creo que todos nos sentimos responsables de proteger a esas criaturas. Creo que deberíamos someterlo a votación. ¿Alguna objeción? -Jack miró en derredor y sólo vio cabezas asintiendo-. De acuerdo, Hurké. ¿Qué dices tú?
El sirdar, cuyos ojos no se habían apartado de su pie, que ya estaba casi curado, levantó la vista con expresión sorprendida de que le pidiesen su opinión a él antes que a ningún otro.
– ¿Yo, sahib? -Hizo un gesto de negación-. No primero. Yo no.
– Éste es tu país. Deberías ser el primero. Bueno, ¿qué decides?
El sirdar meneó la cabeza con ambigüedad unos instantes.
– Estoy de acuerdo, Jack sahib. Lo que ha dicho memsahib es lo mejor. Quizá hay que ocultar algunas cosas a los demás hombres.
– ¿Byron?
– Creo que yo habría sugerido el mismo tipo de acción si Swift no se me hubiera adelantado. Voto que sí.
– Yo también -dijo simplemente Jutta, y miró a Mac. Mac lanzó un profundo suspiro.
– ¿Qué dices tú, Mac? -le preguntó Jack-. En cierto modo, eres el que tiene más que perder.
– Todos tenemos algo que perder -se burló el escocés-. Y no me refiero sólo a los miembros de esta expedición. ¿No se trata de eso?
– Sí -respondió Swift.
– Me refiero a todas esas fotos.
– Ah, eso.
Mac encendió un cigarrillo y sonrió forzadamente.
– Bueno, es una pregunta académica. -Recorrió la habitación con la mirada y una expresión de inocente sorpresa-. ¿No os lo había dicho? No ha salido ni una sola de las fotos. Ni una. Ni las de treinta y cinco milímetros. Ni la película de súper 8. La remesa estaba en malas condiciones. O eso, o soy una pena como fotógrafo. -Soltó una carcajada de júbilo-. Ese hijo de perra de Warner, ojalá estuviera aquí para verle la cara. Esperará que publiquemos nuestros datos, por supuesto. Parecerá un perfecto imbécil cuando sepa que no hay fotografías que respalden su historia.
– Y cuando lo desmintamos -dijo Byron sonriendo.
– Cuando digamos que no ocurrió nada de eso -añadió Mac.
– Le diremos a la prensa que sufría los efectos del mal de altura.
– ¿Creéis que alguien le creerá? -preguntó Jack.
– ¿Te creyó alguien a ti? -respondió Swift.
– Bien razonado.
– Casi siento lástima por él -dijo Jutta-. Va a quedar como un tonto.
– No lo sientas por él -dijo Byron-. Robarle el descubrimiento a otro es…
– Te olvidas de algo -interrumpió Swift-. Nosotros no descubrimos nada. Sólo unos cuantos huesos poco convincentes, nada más. Lo que nos deja sólo una cosa por hacer.
El helicóptero Allouette de la Corporación Real de Líneas Aéreas del Nepal, pilotado por Bishnu como antes, transportó a Jack, a Swift, a Hurké y a varios sherpas hasta el CBA. Esta vez no hubo necesidad de seguir el camino desde Pokhara, puesto que aún estaban aclimatados a la vida a cuatro mil metros de altitud a pesar de la semana que habían pasado en Khat. Cuando el helicóptero aterrizó, descubrieron que la proximidad de la primavera y el retroceso de las nieves ya había cambiado el carácter de su campamento base. La concha había empezado a hundirse a medida que la nieve sobre la que se asentaba se iba fundiendo, y el techo de una de las cabañas era claramente visible. Pero nada de esto afectaba a sus actuales planes. En cuanto quemaron incienso, rezaron a sus dioses y bebieron cha, los sherpas se pusieron a desmantelar la concha. Mientras tanto, Jack y Hurké recogieron la camilla de Bell y una de las mochilas de Boyd de su cabaña y las cargaron en el helicóptero.
Emprendieron el vuelo una vez más y se dirigieron al Machhapuchhare y al campamento I, en el riñón. El piloto les ofreció llevarlos al campamento II, en el pasillo de hielo cercano a la grieta. Aunque en ese campamento no había ningún lugar donde el helicóptero pudiera aterrizar, les habría resultado fácil saltar del aparato a menos de un metro del suelo. Pero Jack prefirió que aterrizaran en el campamento I y subieran andando. Había que pensar en el contenido de la mochila de Boyd. No era el tipo de equipaje que se arroja al suelo sin miramientos. Además, le pareció mejor que fueran los menos posibles los que supieran lo que iban a hacer. A las autoridades nepalesas no les sentaba muy bien que la gente cambiara la geografía física de un parque nacional.
Dejando a Bishnu fumando y disfrutando del sol, Swift, Jack y Hurké empezaron a recorrer el corredor de hielo.
A falta de dos trajes climatizados que funcionaran, Jack y Hurké entraron en la grieta vistiendo prendas de abrigo impermeables y los visores Petzl. Además de la camilla, llevaban picos, con los que intentarían liberar del hielo el cadáver de Didier. Jack calculaba que no tardarían más de dos o tres horas en recuperarlo. Cuando los dos hombres partieron, Swift se quedó junto a la tienda a solas con sus pensamientos. Al volar otra vez por encima del Santuario, tan vasto como desierto, parecía poco probable que un lugar tan frío y silencioso como un mar en la superficie de la luna pudiera haber revelado jamás ninguno de sus secretos. Pero ahora igual que entonces, se encontró buscando huellas, una figura, humana o de yeti, algún signo de que no se lo había imaginado todo. Por encima y por debajo de ella no había nada más que nieve blanca, sólo perturbada por el viento. Que una especie de animal superior, y tan estrechamente relacionado con el propio hombre, pudiera habitar en un entorno tan inhóspito parecía ahora tan improbable como siempre.
Finalmente, Jack y Hurké regresaron e izaron el cadáver con dos cuerdas para sacarlo de la grieta. Swift no había conocido a Didier en vida y ésta era la primera vez que lo miraba realmente. Aparte del brazo arrancado a tiros por el paranoico Boyd, pudo ver que el cuerpo estaba extraordinariamente bien conservado. Sólo había signos de una ligera deshidratación, y aunque pareciera un tópico, parecía de verdad que el muerto sólo estaba durmiendo. A Swift le pareció que era un hombre atractivo. Jack cubrió a su amigo difunto con una lona y empezó a sacar el material explosivo de la mochila de Boyd.
El sirdar miró los explosivos con expresión crítica manipulando el plástico y los detonadores con la familiaridad de alguien que había sido sargento del ejército gurkha durante muchos años.
Jack miró por encima de su hombro hacia la pared de roca buscando un lugar adecuado donde depositar el plástico. Hizo una seña a Hurké y apuntó con el dedo a un punto de la montaña situado cincuenta o sesenta metros más arriba, justo debajo de un enorme saliente de nieve y hielo.
– Si eso se desprende, enterrará toda esta zona. ¿Qué te parece?
Hurké asintió con un gesto.
– Si me enseñas cómo hacerlo, puedo colocar los explosivos y bajar en rápel -dijo Jack-. No tiene sentido que vayamos los dos. Además, aún tienes el pie vendado. Será mejor que Swift y tú empecéis a bajar con la camilla, y ya os veré en el helicóptero, ¿de acuerdo?
Hurké era lo bastante prudente como para no discutir. Seleccionó un trozo de plástico del tamaño de una novela de bolsillo y le hizo una demostración de cómo moldear el explosivo y cómo insertar el detonador.
– Cuando ha metido detonador en el plástico, sahib, no utilice la radio, porque puede activar explosivo sin querer.
Jack asintió y se echó al hombro una cuerda enroscada y su morral, en el que guardó con mucha delicadeza el material explosivo.