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– Será mejor detonarlo desde el aire, sahib -dijo Hurké-. En todo caso, más seguro.

– De acuerdo.

– Ten cuidado, Jack -le dijo Swift.

– Estaré de vuelta antes de que te des cuenta de que me he ido.

Le vieron alejarse por el corredor de hielo en dirección a la pared de roca y, sólo cuando desapareció de la vista, el sirdar sugirió que debían ir bajando hacia el campamento I. Swift dejó escapar un nervioso suspiro y se situó delante de la camilla que sostenía el cadáver de Didier. Hurké se colocó detrás y cuando la mujer estuvo preparada, a su señal, levantaron la camilla y empezaron a andar.

Ambos guardaban silencio; avanzar en línea recta cargando la camilla hacía casi imposible volver la cabeza. Para cuando llegaron al helicóptero, el estómago de Swift era un nudo de preocupación, y estaba casi segura de que a Hurké le pasaba lo mismo.

Al verlos, Bishnu bajó de un salto y les ayudó a entrar la camilla en el helicóptero y a depositarla en el suelo. Después, casi como si se le acabara de ocurrir, miró a su alrededor y preguntó por Jack.

– Vendrá en seguida -dijo el sirdar.

Lo dijo con tanta convicción que Swift se convenció de que debía de estar en lo cierto. Se sentó en el suelo del helicóptero, con los pies colgando por fuera, a tomar el sol, intentando vaciar su mente de lo que más le preocupaba. Jack volvería en seguida. Siempre que se iba, acababa volviendo. Y siempre sería así. Pero a cada minuto que pasaba, estaba cada vez más segura de que debía de haberle ocurrido algo. Se puso en pie y empezó a pasear ante el helicóptero, forzando la vista para tratar de divisar en el pasillo de hielo su familiar silueta. Al ver que Hurké apagaba su octavo cigarrillo y que Bishnu consultaba su reloj de pulsera por tercera vez en cinco minutos, no pudo soportarlo más y, volviéndose hacia el sirdar, le recordó que ya había transcurrido una hora.

El sirdar lanzó una fría mirada a su propio reloj de pulsera y luego asintió.

– Hace rato ya, memsahib -dijo pausadamente-. No hay que preocuparse. Jack sabe lo que hace.

– ¿No podemos llamarle por radio?

– Con explosivos es imprescindible silencio por radio -respondió el sirdar-. Además de paciencia.

Al cabo de otra media hora, incluso el sirdar estaba preocupado. Se le habían acabado los cigarrillos y había empezado a morderse las uñas de los pulgares, que mascaba alternativamente con las manos entrelazadas como si esperara añadir algún sentimiento a una oración difícil.

El sonido de una explosión distante hizo que Swift y Hurké se pusieran en pie de un brinco. Bishnu miró al sirdar con ansiedad mientras su mandíbula temblaba de nerviosismo.

– ¿Garjan?

El sirdar negó con la cabeza y miró hacia la cima del Machhapuchhare.

– Pairo -dijo reposadamente.

Durante unos segundos, la inmensa masa de nieve permaneció inmóvil en la montaña y luego, lentamente, de desprendió como una gran pila de documentos al caer de un alto escritorio.

– Avalancha -añadió en un tono más apremiante.

Bishnu no necesitaba la aclaración. Ya había echado a correr hacia el extremo opuesto del helicóptero para saltar a la cabina y poner en marcha el motor, sin dejar de gritar con todas sus fuerzas. El motor añadió su propio gemido a los del piloto, y lentamente las aspas del rotor empezaron a batir el aire sofocando su exigencia dictada por el pánico de que debían despegar cuanto antes.

Swift se había aferrado a un brazo de Hurké y ahora se vio arrastrada precipitadamente hacia la puerta del aparato.

– Por favor, memsahib -gritó-. Tenemos que irnos ahora.

– ¿Y Jack qué? -gritó ella a su vez girando en redondo para mirar de nuevo el pasillo. No había ni rastro de Jack-. No podemos dejarle sin más.

El ruido de la avalancha era cada vez más cercano, como si se aproximara una tormenta con un gélido viento a modo de engañosa vanguardia de la monstruosa fuerza destructora de nieve y rocas que se dirigía hacia el riñón. El sirdar calculó que era cuestión de un par de minutos que el alud los alcanzara y notó que una descarga de adrenalina inundaba su cuerpo. Si los atrapaba, morirían todos. No sólo Jack. Empujó a Swift para que entrase en el helicóptero y le gritó a Bishnu que despegara y se mantuviera a un metro por encima del terreno añadiendo la amenaza de que si se elevaba más le cortaría las manos. Aterrorizado, el piloto miró a Hurké por encima de su hombro. Como era bien sabido que había sido el sirdar quien le cortó la mano a Ang Tsering, Bishnu no imaginó que Hurké lanzara esa amenaza a la ligera. Sin saber si tenía más miedo del sirdar que de la avalancha que ahora barría la ladera del Machhapuchhare en dirección hacia ellos, obedeció la orden y elevó suavemente el aparato.

– No puedes hacer esto -aulló Swift-. Es tu amigo. No puedes abandonarle. Morirá.

– Sólo podemos esperar todo el tiempo que sea posible – gritó el sirdar aferrando los brazos de Swift para apretárselos contra sus costados-. Pero seguro que moriremos todos si aún estamos en tierra cuando llegue la avalancha.

Swift forcejeó para liberarse de la férrea presa del sirdar. Comprendía que estaba en lo cierto, pero después de todo lo que habían pasado, le parecía tremendamente injusto que Jack muriese ahora. Teniendo en cuenta su decisión de mantener en secreto la existencia de los yetis, la circularidad de lo que estaba sucediendo la dejó anonadada: era casi como si los hados hubieran decidido que Jack siempre tuvo intención de morir con Didier en la primera avalancha, hacía ya tantos meses. Swift advirtió que el helicóptero era vapuleado por un viento racheado que se arremolinaba a su alrededor y, sin saber si se debía a la onda expansiva del alud o a las aspas del rotor que rugía por encima de su cabeza, gritó el nombre de Jack con todas sus fuerzas. Y entonces lo vio, corriendo hacia ellos, levantando las rodillas todo lo que permitía el traje impermeable que llevaba.

– ¡Allí! -gritó-. Está allí.

Hurké siguió la dirección del brazo que se había liberado de su presa para señalar hacia el corredor de hielo y vio que su amigo lo conseguiría por los pelos; excepto si tenía la mala suerte de tropezar y caer al suelo. El sirdar sintió verdadero miedo cuando miró por encima de Jack y vio, acelerando como la ola gigante de un maremoto y reduciendo cada vez más la distancia que los separaba, una inmensa y amenazadora nube de nieve que parecía el humeante aliento abrasador del dios Siva. Era como si les recordasen que aquél era un lugar sagrado, prohibido, y que nunca debieron profanarlo.

Jack se lanzó de cabeza por la puerta abierta del helicóptero, dio con el torso en el suelo y se sintió izado a bordo por el arnés que rodeaba su cintura.

– Jaanu -gritó el sirdar-. Jaanu, jaanu.

Al instante siguiente, el helicóptero se precipitó bruscamente hacia un lado alejándose de la montaña, y luego se dirigió hacia el santuario.

– Hera -aulló Bishnu.

El Machhapuchhare y el riñón desaparecieron por completo, mientras una ensordecedora nube blancogrisácea envolvía el vetusto helicóptero como una ventisca y el motor vibraba con el esfuerzo de ganar altura. La mirada de Swift se encontró con la de Jack y vio que decía algo, pero las palabras eran inaudibles por el sonido que atronaba bajo sus pies. Cerró los ojos y le pareció que el helicóptero realizaba un mareante viraje de ciento ochenta grados en una dirección y luego en la otra, y durante lo que se le antojaron varios minutos creyó que se iban a estrellar. El aparato se bamboleó un poco, finalmente se estabilizó y se dirigieron sin más sacudidas hacia el borde del glaciar.

Swift abrió los ojos. Durante un segundo creyó que el miedo había hecho que el cabello de Jack se volviera más blanco que un muñeco de nieve, hasta que cayó en la cuenta de que estaba cubierto de nieve pulverizada. Como todos los demás.

– Gracias a Dios -consiguió articular.

Jack se levantó del suelo y se sacudió parte de la nieve de la cabeza y los hombros.