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Jack le contó el derrumbamiento del alud que había matado a Didier Lauren y que a él lo había arrastrado hasta una fisura, por la que había caído. Allí, en el suelo de una caverna que se hallaba a mucha profundidad bajo tierra, encontró el cráneo. Pero no le dijo que había ocurrido en el Machhapuchhare, pues a las autoridades nepalés les constaba que el accidente se había producido en el Annapurna, no en el Machhapuchhare, y cuantas menos personas supieran la verdad, mejor.

– ¿Dices que estaba en el suelo?

Jack asintió.

– Justamente así se halló el primer fósil neandertal -susurró-. Fue en el año 1856. Unos obreros que trabajaban en una cantera encontraron un cráneo en el suelo de una cueva.

– ¿Pertenece éste también a un neandertal?

– ¿Éste? No, en absoluto. Éste es mucho más interesante. Dime, ¿a qué altura de la montaña estaba la cueva?

– A unos seis mil metros -contestó de forma evasiva-. Estuve a punto de morir allí sepultado. Aquella cueva por poco se convierte en mi tumba. ¿Vas a decirme de una vez qué es o voy a tener que esperar a leer un artículo tuyo en Nature?

– ¿Un artículo? -El tono de voz de Swift era de incredulidad-. Con este material podría escribir un libro entero. O, quién sabe, quizá me cambie del todo la vida. Quizá mi carrera dé un vuelco. Ha llegado justo en el momento oportuno. ¿Sabes?, estoy pendiente de que la universidad me haga un contrato fijo.

Hizo girar el cráneo que sostenía en las manos como si fuera una bola de cristal, aunque no una bola que fuera a predecirle el futuro sino a iluminar el pasado.

– Para empezar, es bastante grande; podría ser el cráneo de un primate gigante. ¿Ves estas suturas alrededor de los temporales y del occipital en la parte anterior y en la parte posterior del cráneo? Recuerdan mucho los huesos del Paranthropus robustus, los australopitécidos descubiertos en el sur de África. Sólo que éste es muy extraño. La sutura sagital es mucho más pronunciada de lo que cabría esperar.

Se quedó callada y alzó el cráneo acercándolo a los focos del techo con el objeto de examinarlo al trasluz.

– También la bóveda craneana es más alta. Esto podría ser un indicio de que contuviera un cerebro de mayor tamaño. Mayor que el de un gorila, en todo caso, pero no tan grande como el del hombre.

Colocó el cráneo mirando hacia ella y pasó los pulgares por el poco protuberante arco superciliar; parecía una escultora alisando el barro.

– La cara es corta, no es nada simiesca. Los dientes, en cambio… los dientes tampoco parecen los de un simio, a no ser por el tamaño.

Le dio luego la vuelta, poniéndolo cara abajo, con el fin de examinar la parte inferior del maxilar superior.

– El arco dentario es parabólico, no tiene forma de U. En cuanto al esmalte de los molares, parece muy grueso. Estos dos factores bastarían para afirmar sin lugar a dudas que no es ningún cráneo de simio. Dejando a un lado el tamaño inmenso de los dientes, y tengo que decirte, Jack, que jamás había visto unos dientes tan grandes como éstos, quizá pueda darle el visto bueno a mi observación sobre su relación con el Paranthropus robustus. Los dientes son ciertamente similares en cuanto a la forma a los de un robustas; los molares son más grandes y más planos; los anteriores, en cambio, sobre todo los caninos, son proporcionalmente más pequeños. Pero ningún robustus tenía unos dientes tan grandes.

Hizo una pausa, depositó el cráneo sobre la mesa, junto a la caja de embalar, se puso en cuclillas y se lo quedó mirando fijamente con el cejo fruncido.

– Los únicos candidatos en quienes se me ocurre pensar son los ramapitécidos. Las estribaciones del Himalaya son una de las zonas donde más fácilmente se encuentran fósiles ramapitécidos.

– En la cordillera de los Siwalik -apuntó Jack.

– Hasta ahora se han hallado tres tamaños de ramapitécidos -prosiguió Swift-. Ya veo que con este tipo tendré que desplegar una amplia investigación detectivesca y formular muchas hipótesis. Esto no es más que una suposición, desde luego, pero yo diría que los dientes son característicos de los ramapitécidos más grandes. Por cierto, el homínido más grande que se conoce es el Gigantopithecus.

Metió la mano en la jaula, extrajo el fragmento del maxilar que había puesto Jack en ella y asintió.

– Esto confirma lo que he dicho. Por el tamaño de estos maxilares diría que se trata de un gigantopitécido, pero la disposición de las suturas craneales, por el contrario, parece indicar que tenemos ante nosotros un australopitécido.

– Tal vez sea un híbrido de los dos -sugirió Jack.

Swift negaba con la cabeza.

– Pero hay algo de este cráneo que no entiendo.

– ¿Qué? ¿Cuál es el problema?

– No lo sé. -Se interrumpió y luego agregó-: Supongo que me desconcierta el hecho de que este espécimen, que vivió en épocas tan remotas, esté tan extraordinariamente bien conservado.

– ¿Es esto lo que te desconcierta? -se rió Jack-. Eres muy difícil de complacer.

– Es mi obligación ser escéptica. ¿Qué condiciones atmosféricas se daban en el interior de la cueva?

Jack se encogió de hombros mientras que con la mente se transportaba a la fisura en la que había sido arrojado.

– Bueno, supongo que era un ambiente seco. La cueva, o mejor dicho, la caverna, era de roca caliza y se adentraba unos cien metros en la montaña, al final de un angosto pasillo. Era como la entrada a una cámara sepulcral egipcia. El suelo era de tierra.

– ¿Había estalagmitas o estalactitas?

– Si las había, yo no las vi. Pero tampoco estoy muy seguro de haber explorado toda la caverna. En el exterior había unos cuantos carámbanos.

– ¿Dirías que era un lugar bien resguardado?

– Sí, muy bien resguardado. Dormí muy cómodo la noche que pasé allí, me había bebido media botella de buen whisky.

– Lo que ocurre es que en un lugar así lo normal es que hubiera muchos fósiles.

– ¿Ah, sí?

– Sobre todo teniendo en cuenta que era de roca caliza. Aunque dices que el suelo era de tierra, ¿no?

– Exacto.

– Aun así -comentó Swift pensativa-, me extraña que el cráneo no parezca de piedra. Su aspecto óseo original no se ha alterado. La fosilización es una metamorfosis lenta que acabamos de explicarnos muy bien, pero aun así es extraño que este fósil no presente signos más evidentes de mineralización.

Swift volvió a menear la cabeza mordiéndose el labio.

– Pero en cuanto a mis observaciones preliminares…

– Un gigantopitécido con una pincelada de australopitécido, ¿no era eso?

– Exacto. Pero yo me aventuraría a afirmar…

Frunció el entrecejo.

– No, eso es del todo imposible.

– Estás cansada -la consoló Jack-. Estás cansada y nos hemos dado un banquete. Mañana lo verás todo diferente. A la luz del día se ven las cosas con otros ojos. Hazme caso.

Jack le rodeó la cintura con sus brazos.

– Vamos a acostarnos.

– Quizá tengas razón -dijo bostezando fuerte-. He bebido un poquitín demasiado.

Lo siguió hasta la puerta de la cocina y, antes de apagar la luz, le echó una última ojeada al cráneo y se rió de lo absurdo que era lo que acababa de pensar.

El fósil gigantopitécido más perfecto jamás hallado no parecía en absoluto un fósil. La idea era ciertamente de lo más absurda.

CUATRO

Todo hallazgo de reliquias fósiles que venga a arrojar luz sobre los eslabones que unen al hombre con sus antepasados ha suscitado siempre polémicas y siempre las suscitará.

Wilfred Le Gros Clark

Swift se pasó casi toda la noche en blanco, aunque su insomnio se debía menos a la presencia de Jack que al cráneo. Sabía que sus colegas la tenían en alta estima y que gozaba de popularidad entre el alumnado, porque era una profesora excelente. Pero tenía treinta y seis años y apenas había publicado nada. Dentro de poco la Facultad de Paleoantropología decidiría si le ofrecía o no un contrato laboral fijo, que le permitiría seguir enseñando, y era consciente de que tenía que realizar un trabajo de investigación importante o, mejor aún, publicar un libro. El fósil que le había regalado Jack le proporcionaba el valioso material que tanto necesitaba.