Выбрать главу

»Sea cual sea, la causa de la bifurcación, tal como convencionalmente se sostiene, entre el hombre y el simio, lo que a nosotros nos gusta llamar «el gran salto hacia adelante», está contenida en sólo el uno coma seis por ciento de nuestros genes. Quizá deseéis aventuraros a meditar por vuestra cuenta sobre todo lo que os acabo de decir. Sean cuales sean las conclusiones a las que lleguéis, no serán más válidas, ni tampoco menos, que cualquiera de las teorías que ya se han elaborado. Como espero que pronto descubráis por vuestros propios medios, en el mundo de la paleoantropología son pocas las cosas que se saben a ciencia cierta. De hecho, aunque la incluyamos entre las ciencias naturales, es muy poco científica. El método empírico apenas tiene cabida en nuestra…

Swift echó una ojeada a su reloj al oír los toques del carillón de sesenta y una campanas del campanario de la Sproul Plaza. Tocaban manualmente aquel concierto, que duraba diez minutos, tres veces al día. El que se oía en aquel momento indicaba que era mediodía y que su clase había terminado. Sus alumnos ya se habían levantado y recogían sus libretas y bolígrafos.

– Muy bien -dijo alzando la voz entre el creciente estrépito-, mejor será que lo dejemos aquí. Recordad lo que dijo una vez Matt Cartmill de la Universidad de Duke. Dijo que todas las ciencias son extrañas pero que la paleoantropología era la más extraña de todas.

– Eso por descontado -gruñó Todd-. Jo, me estaba haciendo a la idea de que era un simio.

– Me parece que te falta bien poco -comentó una compañera con sarcasmo-. Te he visto comer, Todd.

Todd hizo una mueca bonachona.

– Pero ¿cuatro especies distintas de hombres? -exclamó meneando la cabeza-. No entiendo cómo podéis haberos enterado de esto y quedaros tan anchos. Quizá ahora vais a dejar que os apaleen. Pues para mí no tiene ninguna gracia, si tengo que deciros la verdad. ¡Pensad en todos esos chimpancés y en todos esos gorilas que hay enjaulados en los zoos! Imaginaos que descubrieran que no son animales y que leyeran la Constitución. Se verían metidos en verdaderos problemas.

«Conócete a ti mismo, no pretendas conocer a Dios; el objeto de estudio propio del hombre es el hombre.»

Desde que leyó a los dieciséis años de edad, siendo todavía una colegiala, los versos de Alexander Pope, éstos se convirtieron en el lema de Swift y en su filosofía de la vida. Tenía la impresión de que el tema del origen del hombre le había interesado siempre y su temprano y precoz interés por el sexo y la reproducción humana se vio pronto sustituido por un afán mucho más fundamentaclass="underline" descubrir el legado genético del hombre.

A pesar de ello, se produjo un momento de revelación en el que tomó conciencia de que iba a consagrar su vida al «objeto de estudio propio del hombre». Seguramente no fue ninguna casualidad el hecho de que dicho momento ocurriera al contemplar una escena reveladora y cargada de símbolos. Se trataba de la escena de 2001: una odisea del espacio, la película de Kubrick, en la que, con exquisita precaución, el simio toca el monolito y queda fascinado, aquella losa le despierta el recuerdo de algo que estaba como dormido en éclass="underline" su habilidad para fabricar armas letales. Como si aquel ser hubiera excitado también la imaginación de la joven Swift con su leve roce, ése fue el momento en que, acompañado del toque tumultuoso de trompetas nietzscheanas, Swift comprendió cuál iba a ser el camino que iba a seguir en la vida.

Ahora, transcurridos unos años después de iniciar su propia odisea intelectual, el enigma del «gran salto hacia adelante» del hombre, el legado genético que iba a hacer del Homo sapiens un ser tan especial, era un misterio no menos diamantino que el monolito negro y amenazador de Kubrick. Y, en lo fundamental, el misterio seguía siendo eso: un misterio.

El período en que los neandertales y el Homo sapiens se escindieron ocurrió hace sólo doscientos mil años, una treintava parte del tiempo que se necesitó para que los simios y los seres humanos se separaran, con una diferencia de porcentaje de sus respectivos genomas que se reducía a menos de la mitad. Y, sin embargo, los neandertales habían sucumbido, mientras que el Homo sapiens había triunfado y se había impuesto.

¿Por qué?

No había ninguna pista que pudiera ayudar a aclarar este misterio insondable.

La explicación prevaleciente sobre la bifurcación del hombre de Neandertal y del Homo sapiens, es decir, que el hombre moderno había desarrollado esa superioridad evolutiva que es el lenguaje (la paleoantropología había abandonado la hipótesis de que su superioridad se debiera a la habilidad del simio asesino para fabricar armas que tanto había atraído a Stanley Kubrick), conducía a un misterio, si cabe, más grande.

¿Cuál fue el desarrollo anatómico que los neandertales no fueron capaces de desplegar y que había hecho posible que el hombre moderno inventara el lenguaje articulado al dotarlo de la facultad de emplear sonidos articulados para expresarse?

El camino de vuelta a su casa por la avenida Euclid era todo cuesta arriba.

Como muchas casas de Northside, la zona septentrional de Berkeley, un barrio tranquilo y con mucha vegetación cuyo vecindario está compuesto por personas que ejercen profesiones liberales y profesores universitarios, la de Swift era un chalet de madera que parecía esculpido de los frondosos árboles del lugar. Le había costado mucho dinero pero gracias a la venta, a muy buen precio, de los valiosos bronces de su abuela en unas casas de subastas de Londres y Manhattan se la había podido comprar.

Al entrar en su estudio, una habitación llena de plantas y bien ventilada en la que tenía su bonito piano de cola, Swift descolgó el teléfono y se tumbó en el sofá con el deseo de fumarse un pitillo y relajarse. Fumaba sólo en contadas ocasiones y, de hecho, utilizaba el tabaco con finés medicinales, pues lo único que buscaba en él eran sus efectos sedantes. Dio solamente dos caladas al Marlboro y lo apagó con sus dedos, tan cargados de sortijas de oro que parecían saxofones con sus pistones. Estaba todavía pensando en qué iba a hacer antes de que oscureciera cuando se quedó adormilada…

Se despertó con un sobresalto y echó una ojeada al reloj.

Eran las cinco.

Había atardecido ya y se le habían pasado las horas durmiendo.

El telefonillo sonó varias veces como una avispa enfurecida. ¿Quién podía ser? ¿Sería algún alumno? ¿Un colega, tal vez? ¿Algún vecino que venía a quejarse del piano, que ella tocaba hasta altas horas de la noche?

– Mierda.

Swift bajó sus largas piernas del sofá, cruzó la habitación de suelo de parquet de fresno bien pulido y pulsó el botón del telefonillo.

– ¿Quién es? -susurró de mal humor.

– Jack -respondió la voz.

– Jack -repitió ella como un eco-. ¿Jack qué más?

– Por Dios, Swift. ¿A cuántos Jacks conoces? Soy Jack Furness, quién voy a ser.

– ¿Jack?

Swift lanzó un grito de alegría y le dio al botón para abrir la puerta del jardín. Después de mirarse al gran espejo de marco dorado del vestíbulo y comprobar que estaba presentable, bajó los escalones de dos en dos y se fue volando a abrir la puerta.

Jack ni se movió, se quedó casi en posición de firmes en el umbral sosteniendo, debajo de su musculoso brazo, una jaula de madera bastante grande. Vestía un polo azul marino, un abrigo de tweed marrón de sport y en su cara había una sonrisa tan amplia y radiante como su reloj de pulsera de deportista. Estaba más delgado que la última vez que se habían visto e incluso tenía ojeras. Se adivinaba fácilmente, al mirar su rostro curtido por la intemperie, que en su reciente expedición al Himalaya había sufrido considerables penalidades. Pero ella no sabía casi nada de la desgracia que le había sobrevenido, fuera de la breve noticia que había oído en «Online» de la CNN y de las cuatro líneas que le había dedicado la semana anterior el San Francisco Chronicle a la ascensión, emprendida por dos hombres, de una de las cumbres de mayor altitud del Himalaya; la expedición, se decía, había terminado trágicamente al perecer Didier Lauren sepultado bajo un alud.