– Creo que para entonces me habré vuelto loco. ¿No podéis decirle que se calle? Pensé que Jack había dicho que los yetis tienen un lenguaje de signos. Quiero decir que debe de haber un signo para hacerte callar de una vez, pesada.
Jack bajó las piernas de la cama de campaña y se sentó despacio.
– Tienen un signo -dijo-. Yo lo vi.
– Ah, no lo dudo -dijo Cody, cuyo entusiasmo no había decrecido lo más mínimo por el malhumor de Boyd-. He intentado hacerle signos pero no he conseguido nada. Supongo que los signos que ella conoce pertenecen a una convención distinta, debe de ser eso.
Dejó la grabadora sobre la mesa y se desperezó.
– Me parece que ya basta por hoy -comentó, y cogió su ejemplar de bolsillo, muy sobado, de Los siete pilares de la sabiduría, y volvió a concentrarse en Lawrence y en la sublevación que se había desarrollado en el desierto.
Boyd dejó de andar de un lado a otro y buscó algo en su mochila.
Swift se levantó de una de las sillas que estaban dispuestas en círculo alrededor de la jaula y fue a sentarse junto a Jack.
– ¿Cómo te encuentras? -le preguntó.
– Mucho mejor, gracias. ¿Sabes?, Boyd tiene razón. Apesta. Me parece que nunca más podré quitarme este olor de la nariz.
– Da por hecho que va a ser así -intervino Boyd, que echó una ojeada por la concha y advirtió que nadie le estaba prestando ninguna atención a Rebeca.
Cody estaba enfrascado en la lectura. Warner trabajaba con el ordenador. Jutta escuchaba música con su aparato estereofónico. El sirdar hojeaba una revista y bebía una taza de aquel asqueroso cha. Boyd vio que se le presentaba la oportunidad que había estado esperando tanto tiempo. Se acercó a la jaula y, haciéndose el distraído, empezó a pasar por la espalda de Rebeca, de arriba abajo, la cajita electrónica que había extraído de la mochila. El aparato era un radiómetro del tamaño de un fotómetro, una especie de contador Geiger muy perfeccionado. El radiómetro registraba cualquier presencia, por mínima que fuera, de radiactividad en la piel de Rebeca. Metió el brazo entre los barrotes de la jaula y acercó todo lo que pudo el radiómetro a las manos de la hembra de yeti. Esta vez la aguja se movió de manera significativa.
Cody levantó la vista del libro y vio el aparato electrónico que tenía Boyd en las manos.
– ¿Qué es eso que tienes en la mano, Jon? -le preguntó.
Boyd apartó la vista del radiómetro un segundo, tiempo suficiente para que el animal se lo arrebatara de las manos. Rebeca se puso a gritar, entusiasmada, y, dándole la espalda a Boyd, empezó a examinar el radiómetro con mucho interés.
– Mierda -dijo Boyd, aunque no le importaba demasiado. Ya tenía la respuesta preparada a la pregunta de Cody; miró a su compañero y le sonrió-: No le gustan nada las cosas brillantes, ¿verdad? Es como un cenzontle.
Cody se puso en pie y se acercó a la jaula con la intención de ver qué era exactamente lo que Rebeca había arrebatado.
– ¿Qué es eso?
Swift también se levantó y fue hacia la caja con paso vacilante. Boyd parecía nervioso y azorado, como si le hubieran pillado haciendo algo de lo que se avergonzaba un poco.
– No es nada, es sólo un radiómetro -dijo encogiéndose de hombros-. Tenía intención de pasarlo por todos nosotros por si estallan las bombas y tengo que empezar a medir los niveles de radiación.
– Muy bondadoso por tu parte -dijo Swift-, pero no he visto que comprobaras el nivel de radiación de nadie.
– Quizá no de todos.
Swift frunció los labios y enarcó las cejas. Cruzando los brazos, a la defensiva, se plantó delante de Boyd y le miro fijamente a los ojos.
– O quizá de nadie.
Boyd le hizo una mueca y sacudió la cabeza como si le inspirara lástima.
– Swifty, de verdad, ¿por qué dices eso?
– No lo sé -contestó ella-. Es sólo que no me fío de ti, Boyd. Es la misma sensación que tengo cuando paso debajo de una escalera.
– ¿Eres desconfiada por naturaleza? Cada vez que se te ocurre algo tienes que leerte primero cuáles son tus derechos. -Consciente de que todos estaban pendientes de él, Boyd no dejaba de sonreír, como si con su sonrisa quisiera demostrar su inocencia-. La fiebre de vivir en una cabaña -añadió-. Eso es lo que pasa, que padecemos la fiebre de vivir en una cabaña. Los buscadores de oro la sufrían con mucha frecuencia en el Yukon.
– Anda, Swift, déjale -intervino Jack en defensa de Boyd-. ¿Por qué te metes tanto con él? ¿Qué hay de malo en ser previsor? Boyd tiene razón. Si empiezan a lanzar bombas, será muy útil saber si estamos contaminados.
– ¿No era Boyd quien decía siempre que aquí arriba estaremos seguros? -replicó ella-. ¿A qué viene ahora querer comprobar los niveles de radiación?
– Por mi parte -intervino Jutta-, tengo que decir que a mí me gustaría saber si estoy contaminada o no.
– De acuerdo -concluyó Swift-. A mí también. -Clavó sus ojos en Boyd-. Dinos cuál ha sido el resultado de las mediciones que has efectuado en todos nosotros. Perdón, sólo en algunos de nosotros.
Boyd echó una ojeada a la jaula y vio que Rebeca tenía el radiómetro en la boca y que lo estaba mordiendo sin demasiada fuerza. Sacudió la cabeza.
– Nada. Quiero decir que eran niveles insignificantes. Los que son de esperar en personas que han estado a grandes altitudes. -Hizo una mueca-. Aquí arriba estamos mucho más cerca del espacio. Y el espacio es radiactivo.
– ¡Hu-huu-huuu-huuuu!
Rebeca decidió que no podía comérselo y arrojó el radiómetro de Boyd fuera de la jaula. Fue a caer a los pies de Swift.
Ésta se agachó, cogió el aparato, enjugó la saliva de la yeti y se puso en pie con una sonrisa incrédula en los labios.
– Vamos a comprobarlo, ¿de acuerdo? -Swift miró el radiómetro con detenimiento-. Hay unas cuantas huellas de mordiscos, pero no parece que esté estropeado. Me parece que sé cómo funciona. Es una especie de contador Geiger sin los emocionantes efectos de sonido de ciencia-ficción, ¿verdad?
Apretó el botón de control y pasó el radiómetro por su torso y después por el de Jack.
– Tienes razón, Boyd. Nada de nada, por ahora.
Boyd observó cómo medía los niveles de radiación en todos ellos. Carecía de sentido perder los nervios por aquello.
Ahora estaba pasando el radiómetro por Jutta, Warner y Jameson, sin dejar de negar con la cabeza.
– Me parece, Swift, que lo que has hecho es insultante -dijo Boyd pacientemente.
Ella agitó el aparato delante del sirdar, Mac y Jameson.
– También vosotros estáis limpios, chicos. -Rápidamente acercó el aparato por el cuerpo de Boyd-. Ahora te toca a ti, Boyd. Nada. Qué tranquilidad.
– Os he dicho la verdad -declaró Boyd-. Era sólo una medida de precaución. Una lectura base, como una muestra de control. Sólo para comprobar que el aparato funciona correctamente.
Intentó quitárselo a Swift con amabilidad de las manos, pero ella ya lo había metido entre los barrotes de la jaula.
– Espera un momento. No podemos dejarnos a Rebeca, ¿verdad?
Esta vez la aguja del radiómetro se movió.
– ¿Qué os parece? Rebeca, según parece, desprende radiación ionizante. Aunque no mucha. Sólo una pequeña cantidad. Pero, por pequeña que sea, la desprende. La pregunta es ¿por qué con ninguno de nosotros se ha movido la aguja? A lo mejor, Boyd, tienes una teoría que pueda explicarlo.
– No sabría decirlo. Mira, me acabo de acordar de que tenía este aparatito. -Boyd tenía una expresión como si pidiera disculpas-. Os he dicho la verdad. Mi intención era comprobar que no tuviéramos radiación. Sólo que no quería alarmaros. La gente se pone histérica. Lo siento, tenía que haberos explicado lo que hacía.
– Es una pena, ¿sabes?, que este aparato no pueda detectar las mentiras con la misma facilidad que capta las ionizaciones -dijo Swift-. Si lo pusiéramos cerca de tu boca, la aguja se dispararía tanto que la escala de medición del aparato se quedaría corta.