– Por favor, para ya.
– No, de verdad. Todo moriría, Boyd. Y si fuera plutonio 239, sus efectos se prolongarían a lo largo de veinticuatro mil años. La vida media de sus efectos sería ésa. Así que, lo mires como lo mires, sencillamente no puedes hacerlo. Existe una probabilidad de que esta zona del planeta, por su altitud, se libre de la lluvia radiactiva de las bombas. ¿No crees que se merece una oportunidad…?
Boyd recogió el casco.
– Ya he oído todo lo que tenía que oír…
– Me parece que no. -Warner estaba cada vez más nervioso-. Has dicho que has escuchado nuestra conversación a través de los micrófonos. ¿Dónde estabas? ¿No has oído lo que he dicho del yeti? Esta criatura es un pariente nuestro mucho más cercano que nuestros primos los chimpancés. Por el amor de Dios, Boyd, es como un hermano tuyo.
– ¿Sabes? Mi hermano no me ha caído nunca bien. Y también vive en Wisconsin. Si es que entiendes lo que quiero decirte, amigo.
– Por favor, escúchale -le rogó Swift-. Lo que te propones hacer es como cometer un asesinato.
Boyd hizo una mueca feroz y señaló el cuerpo sin vida de Jameson con la cabeza.
– Quizá no te has percatado de que esto no representa para mí ningún problema, Swifty.
– Es peor que un asesinato. Es un genocidio.
– La tormenta ha amainado. Tengo que irme.
– La tormenta habrá borrado las huellas -dijo Cody-. Y nadie va a acompañarte hasta allí, hasta el bosque alpino. Antes preferiríamos morir.
– ¿Ah, sí?
Boyd apuntó con el revólver a Cody y después a Jutta, a Jack y a Swift.
– Estoy convencido de que os dejaríais matar para proteger a esos monos -se rió-. ¿Qué os parece si lo probamos? Tenéis suerte de que lo digo en broma. -Dio unos golpecitos con el arma en el casco-. Tenéis suerte de que uno de los porteadores ya me ha indicado el camino. Tenéis suerte de que en seguida vi quién iba a ser mi guía. Alguien a quien no le importará acompañarme hasta allí. Y ni siquiera será preciso que agite el revólver.
– ¿De quién estás hablando? -le preguntó Swift.
– De alguien que ha estado allí muchísimas veces -dijo Boyd-. Rebeca. ¿Quién mejor que ella para llevarme hasta este pequeño y oculto valle vuestro?
VEINTIOCHO
¿Soy acaso el guarda de mi hermano?
Génesis 4, 9
Boyd parecía muy satisfecho de sí mismo.
– Iré sin prisas, seguiré su rastro. No será muy difícil con tanta nieve fresca. Por cierto, no intentéis llamar a nadie por radio o enviar mensajes por correo electrónico. Ya he solucionado el problema de la antena.
– No podrás hacerlo solo -dijo Jack-. Te seguiremos.
– No os lo recomiendo -repuso Boyd-. Estoy entrenado. No tenéis ni idea de lo que puedo hacer yo solo. Y habréis notado que tengo mano para tratar a ésa. Y también me llevaré un fusil. Un fusil con mira telescópica y con balas de verdad, nada de jeringas hipodérmicas. Como vea que uno de vosotros me sigue, lo coso a tiros. Además, ya tengo pensado cómo voy a teneros aquí quietecitos. Quiero decir, sin necesidad de mataros. Sólo que primero tengo que enseñarles a nuestros velludos amigos a salir de aquí.
Fue de espaldas hasta la compuerta hermética, abrió la parte de fuera y se vio un retazo de cielo azul y la luz del sol.
– ¡Vaya! -dijo respirando hondo, muy eufórico-. Qué bien sienta llenarse los pulmones de este aire fresco. Parece que hará un día espléndido.
Extendió el brazo sosteniendo el arma en la mano, se volvió y se acercó a la jaula.
– Que nadie intente hacer nada -dijo pasando por encima del cuerpo sin vida de Jameson-. A no ser que queráis hacerle compañía a vuestro amigo. Si sentís deseos de realizar hazañas heroicas, cantad el himno nacional. Venga, atrás todo el mundo.
– ¿Crees que es una buena idea dejar suelto a un animal salvaje aquí dentro? -le preguntó Cody-. Podría ser muy peligroso. Acuérdate de lo que le ocurrió a Jack.
– Soy yo quien tiene el arma -respondió Boyd, que abrió los cerrojos de la jaula-. Acordaos de lo que le ha ocurrido a Miles.
Abrió la puerta y se apartó.
– ¿Sabéis?, odio ver a un animal tan precioso enjaulado.
Rebeca se quedó sentada en un rincón de la jaula de momento, comiendo muesli y amamantando a Esaú, sin dar muestras de querer huir de la cautividad. Pero poco a poco fue percatándose de que sus circunstancias no eran las mismas, de que algo había cambiado, y, estrechando con fuerza a su hijo contra su pecho y emitiendo un suave gruñido, se puso en pie.
– ¡Bii-eh! ¡Bii-eh!
– Así me gusta -dijo Boyd-. Ya es hora de que salgas a dar una vueltecita por el patio, Chita.
Muy despacio, Rebeca salió de la jaula. Clavó sus ojos en Jameson con una mirada llena de aprensión; se agachó junto a él, le enjugó la sangre con un dedo y después se lo llevó a la boca. El sabor le hizo arrugar la frente, como si se hubiera dado cuenta de que había un problema. Fue aguijoneando a Jameson con el dedo para ver si daba señales de vida y, al no percibir ninguna, emitió un débil gemido y se fue, temerosa, hacia la puerta abierta. Balanceando el cuerpo de un lado a otro, como un elefante enjaulado, echó una mirada a su alrededor como si en cierto modo esperara que alguien intentara detenerla.
– ¡Bii-eh! ¡Bii-eh!
Swift miró a los ojos penetrantes de la yeti e hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.
– Bien -dijo, y agitó la mano a modo de despedida-. Muy bien.
Rebeca fue hacia la puerta emitiendo una serie de gritos cada vez más fuertes. Y luego desapareció.
Boyd asintió, satisfecho.
– ¿Habéis visto? No era para tanto, ¿a que no? No creo que sea peligrosa.
Él la siguió y al llegar a la puerta dijo:
– Ya os lo he advertido, que nadie salga de la concha. A no ser que creáis que podéis correr más de prisa que una bala.
Swift empezó a maldecirlo pero de pronto se quedó callada porque vio un rayo de luz de esperanza. Fuera de la tienda, aparentemente sin que Boyd hubiera reparado en él, estaba, armado con una pistola, Ang Tsering.
Tsering debió de haber oído el disparo que mató a Jameson y debió de haber visto que Boyd les apuntaba a todos con un revólver. Swift pensó que habría encontrado la pistola en el refugio de Boyd y que se disponía a disparar contra él o a intentar quitarle el arma. Incluso cuando el sirdar ayudante estuvo a sólo un metro de distancia de Boyd, detrás de él, Swift seguía albergando la esperanza de que correría hacia el norteamericano y le golpearía en la cabeza; y lo siguió esperando hasta que Boyd, sin darse la vuelta, empezó a hablarle a Tsering como si desde el primer momento hubiera sabido que el nepalés estaba allí.
– El yeti se dirige al banco de hielo flotante -dijo Tsering.
– Perfecto. Ahora ya sabes qué tienes que hacer. Si alguien sale de la concha, le disparas. Estarás muy cómodo aquí -le dijo Boyd, que agitó la mano para despedirse, salió y cerró la compuerta-. Adiós -gritó.
Después cerró la solapa exterior que sellaba la compuerta hermética.
El sirdar se volvió inmediatamente hacia Jack, juntó las manos, inclinó la cabeza y dijo:
– Lo siento, Jack sahib. Cómo está ocurriendo no sé. Yo pensaba que Ang Tsering es buena persona, buen sirdar ayudante. Yo escogí a él. Yo saap. Yo bhiringi. Es mi culpa, Jack sahib. Malaai ris, Jack sahib. Malaai dukha.
Jack negó con la cabeza.
– Olvídalo, Hurké. No es culpa tuya. Ahora lo importante es pensar en qué vamos a hacer. ¿Crees que nos disparará si salimos?
Hurké Gurung movió la cabeza de un lado a otro, expresando su incertidumbre.
– No estoy nada seguro -dijo al fin-. Hacer asesinato en mi país es una cosa terrible. Tsering no es un hombre muy religioso. Para él matar a alguien, creo que pediría muchos dineros. Bastantes tal vez para irse del Nepal para siempre. Siempre quería irse a vivir a América, creo.