– Mero haat -sollozó Tsering-. Mero haat.
Jutta se fue corriendo a coger su maletín y dejó atrás al resto del equipo que estaba saliendo por la puerta de la concha. Lo más probable era que no pudiese salvarle la mano. La radio no funcionaba y estaban muy lejos de los hospitales de Pokhara. Pero al menos podría cortarle la hemorragia y evitar que muriera desangrado.
Sin preocuparse de Ang Tsering, el sirdar se alejó renqueando unos cuantos metros del campamento tras las huellas de Rebeca y de Boyd; sus ojos avezados, entornados para que no le deslumbrara el sol, los buscaban por la parte superior del glaciar. Del yeti no había ni rastro, pero en cambio distinguió una figura menuda en el lindero del banco de hielo flotante que había delante del Machhapuchhare. Miró a su alrededor y vio que Jack estaba a su lado, con unos prismáticos en las manos; el sirdar le indicó en silencio hacia dónde tenía que apuntarlos.
Jack asintió y vio a Boyd. Les llevaba una hora de ventaja.
Los ojos del sirdar siguieron el rastro de varias huellas que partían del campamento en la misma dirección, hacia el sur, lejos del Santuario.
– Los demás sherpas han huido corriendo -dijo.
Jack vio las pisadas e hizo un movimiento afirmativo con la cabeza. Swift estaba arrodillada junto a la mano cortada del sirdar ayudante y separaba la pistola de sus dedos pálidos.
– No les reprocho que hayan huido -gruñó Jack, que se dirigió hacia donde estaba ella.
El arma estaba todavía preparada para disparar. Swift puso el seguro y, sosteniendo el martillo con sus dos pulgares, apretó el gatillo y luego bajó con mucho cuidado el martillo y lo apoyó contra el disparador protegido. Cuando el arma dejó de ser un peligro, alzó la vista y le dijo a Jack:
– Voy a perseguirle.
– Tú sola no vayas. Que vaya Hurké contigo.
Jack echó una mirada a su alrededor buscando al sirdar y vio que estaba arrodillado en la nieve examinando un agujero que tenía en el tacón de la bota. Era la bala perdida de Tsering.
– Perdone, por favor, Jack sahib. Pero creo que me han disparado una bala.
Le ayudaron a andar hasta la tienda, donde Jutta ya le estaba aplicando un torniquete a Tsering en el brazo herido. Hurké se sentó y dejó que Jack le desabrochara la bota, haciendo muecas de dolor cuando se la quitó y también después, cuando le quitó los calcetines. El pie chorreaba sangre y, aunque Jutta vio con claridad que la bala sólo había afectado la parte carnosa del talón, supo también que tendrían que pasar varios días antes de que pudiera volver a andar largas distancias.
Swift se estaba poniendo ya el traje climatizado.
– Voy contigo -dijo Jack.
– Lo único que vas a conseguir es hacerme andar despacio -dijo ella, que se recogió la cabellera pelirroja y se la ató con una cinta elástica-. No te has repuesto todavía de las lesiones.
Jack reconoció que era verdad, pero como no quería que fuera sola y pusiera su vida en peligro, le sugirió que la acompañara Mac.
– ¿Qué opinas, Mac?
El escocés se encogió de hombros.
– Este traje no es de mi talla -dijo-. Es demasiado grande, caramba.
– ¿Y el que llevaba Hurké?
– Es el que se ha puesto ella -dijo.
– Mira, Jack -dijo Swift-, Jutta va a estar ocupadísima, Byron es demasiado lento, Link no está aclimatado a una altura superior a los cuatro mil metros, Mac es demasiado menudo, Hurké está herido y tú también. Sólo quedo yo, y no podemos perder tiempo en sandeces.
Jack asintió y la abrazó.
– De acuerdo, pero tengo que explicarte cómo se efectúa la técnica que llamamos bavaresa.
Le habló de la pendiente serpenteante que había al final de la cornisa, le dijo dónde encontraría el asidero y cómo utilizarlo. Le explicó cómo se usa la fuerza de los pies y de las manos contra la pared, de la cual el cuerpo está separado, cuando hay que franquear cornisas y superar grietas.
– Ve con muchísimo cuidado -añadió-. Recuerda lo que ha dicho Boyd. Es un profesional. Le han entrenado para hacer este tipo de trabajo.
– ¿Qué harás si lo alcanzas? -le preguntó Mac.
– ¿Que qué haré? ¿Qué crees tú que voy a hacer? -El tono de Swift era casi cruel-. Voy a matarlo. Voy a matar a ese hijo de puta.
VEINTINUEVE
Con el tiempo acabaremos amando la montaña por la sencilla razón de que ella ha sacado el máximo de nosotros, nos ha elevado sólo durante un momento precioso por encima de nuestra vida vulgar y nos ha mostrado la belleza de una austeridad, un poder y una pureza que jamás habríamos conocido si no nos hubiéramos enfrentado a ella y no hubiéramos luchado enérgicamente contra ella.
Francis Younghusband
Al salir del banco de hielo, una arriesgada experiencia que lo habría dejado considerablemente acobardado de no haber sido por las huellas de yeti, pues la tormenta había borrado gran parte de la ruta original señalada por los sherpas, Boyd remontó penosamente la ladera en dirección al riñón y al campamento I.
Esto será fácil, se dijo para sus adentros. Y muy diferente de las semanas que había pasado en la NRO como oficial de enlace de la CIA para el programa de recuperación del satélite, cuyo nombre en clave era Belerofonte. Aquello fue como buscar una aguja en un pajar. Peor aún. Recordó las quejas de uno de los analistas del despacho que supuestamente debían ponerle sobre la pista del pájaro caído:
– Es peor que encontrar una aguja en un pajar -había dicho el hombre-. Esto no es proverbial, es metafísico. Es como contar cuántos ángeles podrían ponerse en pie sobre la cabeza de un alfiler. Es un país del tamaño de Florida, con ochocientos kilómetros de montañas, la mayoría sin escalar, y valles enteros totalmente inexplorados. Mierda, sus fronteras estuvieron cerradas hasta 1951.
Boyd clavó su piolet en la nieve y se detuvo para darse un respiro. Que hubiera encontrado el satélite parecía ahora aún más extraordinario, sobre todo si pensaba en lo inadecuados que habían sido para la tarea los sistemas técnicos de los que tanto se vanagloriaba la NRO. Sonrió para sí mismo y miró en derredor para comprobar si había algún signo de persecución, pues dudaba de que Ang Tsering estuviese a la altura de esta labor. Pero el banco de hielo obstaculizaba su visión. Volvería a mirar cuando llegara a la cima del riñón del Machhapuchhare.
Aquello no era nada nuevo para él, tras haber conseguido lo que el director del personal de campo, Chaz Mustilli, había calificado de «hito en los resultados» en aquel tipo de operación.
Hito en los resultados. A Boyd le gustaba cómo sonaba. Cuando hubiera destruido el satélite, habría un nuevo hito. Tal vez incluso le dieran una medalla. Ciertamente, le pagarían una generosa prima y sería ascendido uno o dos grados. Si algo caracterizaba a la Agencia era su generosidad con sus efectivos cuando tenían éxito. Con el tiempo, cuando vieran la situación sobre el terreno tal como la veía él, sin duda entenderían por qué había sido necesario desobedecer la orden que había recibido y matar a uno de los científicos. Ésa era la clase de orden que sólo podía darse desde detrás de un escritorio de un despacho de Washington, no la que puede cumplirse sobre el terreno, si querías acabar el trabajo. Eso era lo único que importaba allí, y si no entendían eso, no tenían que estar al mando de esta misión, para empezar. Le mandaban allí con un arma en la mano, ¿qué esperaban? No tenía sentido tener un perro y menearle la cola uno mismo.
Siguió ascendiendo, lenta y regularmente, a una velocidad razonable, pero ni de lejos comparable a la de Rebeca. La carga de Boyd era muy ligera. Sólo su fusil, un detector manual de radiofrecuencias para ayudarle a localizar el satélite con precisión, varias cargas de explosivo plástico C4 y algunos detonadores, además del transceptor Satcom con el que llamaría al helicóptero que vendría a rescatarlo. Pero aun así, la escalada del Machhapuchhare era una experiencia dura, incluso catártica, que le hacía valorar la capacidad de la yeti, cuyas huellas se extendían nítidamente ante él como una serie de minúsculos cráteres sobre algún planeta frío y olvidado.