Momentáneamente acobardado, Boyd retrocedió, al tiempo que se descolgaba el fusil automático Colt, una versión de cañón corto y provista de mirilla telescópica del fusil reglamentario M16 Al estándar de calibre 5,56 milímetros. Tenía un alcance efectivo de casi quinientos metros, pero aun así Boyd deseó haber pensado en traer un visor de infrarrojos. Empuñó el arma, apoyó la culata en su hombro y abrió fuego cinco veces, con lo que le voló un brazo a la criatura, pero se llevó una decepción al ver que ésta no se precipitaba al vacío.
Decepción y luego desconcierto.
Transcurrieron un par de minutos antes de que Boyd se acercara lo suficiente para descubrir que había desperdiciado una munición de un valor incalculable con el cadáver congelado del ex compañero de escalada de Jack Furness. Boyd se maldijo en voz alta. Lo sabía, le habían explicado cómo Rebeca había cogido el anillo de Didier, tenía que haberse acordado. Se preguntó si tendría motivos para lamentar haber penetrado en el valle secreto de los yetis con menos de un cargador completo.
Swift apenas había llegado al final de las cuerdas y se mantenía en precario equilibrio sobre la cornisa medio congelada, contemplando la estrecha cinta de hielo azul que quedaba por encima de su cabeza, cuando oyó el retumbante sonido de disparos en la distancia.
En el interior de su mente, el tiempo transcurría con la regularidad de un metrónomo y, ansiosa por no desperdiciar unos minutos preciosos entreteniéndose a especular sobre el motivo de los disparos, empezó a avanzar inmediatamente por la cornisa.
¿Habría dado Boyd alcance a Rebeca? ¿Se habría revuelto ella contra él para atacarlo? ¿O le habría disparado él por puro placer? Ninguna de las tres posibilidades le parecía lo bastante convincente, y aún trataba de imaginar una cuarta cuando se acordó de Didier Lauren.
Swift comprendió que Boyd debía de haber cometido el mismo error que Jack: confundir el cadáver congelado del pobre Didier con un yeti que le esperaba al acecho en la oscuridad. Sonrió, consciente de que ya tenía una idea exacta de dónde se encontraba Boyd. Aún le llevaba una hora de ventaja, pero por lo menos estaba segura de que no le estaba tendiendo una emboscada.
Animada por su conclusión, apretó el paso, intentando transformar su repentino optimismo en energía. No se sentía valiente, pero no tenía mucho sentido preocuparse por el inmenso abismo de su derecha; no, sobre todo estando en juego toda una especie de primates, el descubrimiento antropológico del siglo. Sola en el mundo subterráneo de hielo y roca, avanzó con mayor rapidez, buscando una justificación para darse prisa cuando las condiciones y el camino le aconsejaban ir despacio, cada vez más enfadada consigo misma y con Boyd. Sabía que tendría que reprimir esa ira si quería apuntar a Boyd con su arma y apretar el gatillo.
En el CBA, Warner inspeccionaba los restos de la antena de radio que había dejado Boyd y sacudió la cabeza.
– Nunca conseguiremos arreglarlo -dijo-. Aparte de las radios individuales, estamos mudos. Boyd debe de llevar una radio más potente. Seguro que planea concertar su rescate por vía aérea o algo parecido.
– Uno de nosotros tendrá que bajar a pie hasta Chomrong -dijo Jack-. ¿Mac? ¿Te sientes capaz de andar? No deberías tardar más de un día o dos. Son sesenta kilómetros ladera abajo.
– Sin problema.
– Creo que hay un teléfono en el albergue del Capitán. Se puede pedir el helicóptero de Pokhara y hacer que venga por la mañana. Y traer a la Policía Real del Nepal de Naksal. No podemos seguir aquí sin hacer nada.
– Ya me voy.
– Mierda.
En la oscuridad de la grieta, Boyd escrutó el camino que debía recorrer. Llana durante un par de kilómetros, la cornisa se elevaba de pronto bruscamente dando la vuelta con la pared como si fuera una escalera de caracol, pero sin escalones.
Boyd clavó el piolet en la superficie de la pendiente y vio que el hielo estaba duro como el acero.
– ¿Cómo demonios subiste por aquí, Jack?
Golpeó suavemente la pared con un puño enguantado.
– Vamos, hombre, piensa. Tiene que haber una manera. Has llegado demasiado lejos para permitir que esto te detenga. Él lo hizo. Tú también puedes. Sólo es cuestión de imaginar cómo, nada más.
No había ninguna vía alternativa, eso estaba bien claro. Más allá de la pendiente, la cornisa se estrechaba hasta convertirse en una arista de roca fragmentada y finalmente la cara desnuda de la grieta. Se quedó sin saber qué hacer. No había ningún asidero evidente. Ni clavijas o tornillos que marcaran una vía de escalada. La pared era tan lisa como la superficie de su casco.
– Eres un escalador de narices, Jack, al menos eso te lo concedo.
Una vez transcurridos diez frustrantes minutos, la luz del casco de Boyd iluminó finalmente un crampón roto a cierta altura de la pendiente. Fue una señal tranquilizadora de que no se había equivocado. Jack había escalado la pendiente. El crampón roto era una prueba elocuente de que el viaje de regreso presentaría mayores dificultades. Presumiblemente, se dijo, los yetis conocían otra salida del valle escondido, quizá una ruta que les llevaba al otro lado de las montañas. Pero eso quedaba para el futuro. De momento aún tenía que llegar arriba. Se sentó a descansar mientras reflexionaba sobre el problema.
– Vamos, maldito imbécil -se aguijoneó-. ¿Quieres pasar la noche aquí? Vuelve a mirar, tiene que haber una forma de subir por ahí.
Alzó el piolet y aporreó el suelo, presa de la frustración. Entonces la vio: una abertura por detrás de la pared, no más ancha de unos cinco centímetros, una rendija vertical apenas lo bastante grande para servir de asidero, si tenías el valor de intentarlo. Tendría que escalar la pared con los dedos en la ranura como si fuera un equilibrista trepando por un rascacielos. No había otro camino.
Boyd se incorporó y tensó la correa del fusil Colt AR-15 a fin de evitar que se desplazara sobre su espalda. Después se aferró a la rendija y apoyó un pie calzado con crampones sobre la pendiente. Así tenía que haberlo hecho Jack. Una obra maestra del alpinismo. No en balde se decía que Jack Furness era uno de los mejores del mundo.
Bueno, él tampoco era manco. Había que ser bueno para sobrevivir a Demolición Subacuática Básica, el entrenamiento del SEAL. La semana infernal, lo llamaban. Submarinismo, seguido del cursillo de combate más duro del mundo, durante el que había que escalar las empinadas paredes recubiertas de madera habilitadas en la playa de San Diego. Trepar sin nada más que listones de cinco por diez centímetros atornillados a la pared desnuda. Eso requería mucha fuerza en los dedos y también en los tobillos. Si él pudo superar la DSB del SEAL, podía hacerlo todo.
En cuanto intentó las mejores técnicas, Boyd comprobó que era más fácil de lo que había imaginado. Pero era una paliza para sus dedos enguantados y, cerca de la cima, la manga de su traje climatizado se trabó en un saliente de la pared casi tan afilado como una navaja de afeitar, que le produjo un feo desgarrón.
Examinó los daños cuando llegó finalmente a terreno llano.
– Mierda.
Tendría que remendarlo o arriesgarse a una pérdida de calor importante, tal vez incluso mortal. Pero durante unos instantes accedió a quedarse impresionado por el nuevo paisaje: una enorme caverna, abierta por un extremo, del tamaño de la cúpula del observatorio de Houston. Justo la clase de lugar que Tarzán habría buscado en su empeño de encontrar algún tesoro.
Después se sentó recostándose en una de las gélidas paredes, abrió la unidad de control de su pecho y extrajo el compacto estuche del material de reparaciones.