Swift no se detuvo a observar el cadáver mutilado de Didier Lauren. El brazo, cercenado por debajo del codo, era confirmación suficiente de que su anterior teoría sobre los disparos era correcta. E incluso a través del sistema de acondicionamiento del aire de su traje pudo notar un inconfundible olor a pólvora. Se limitó a seguir adelante, a toda la velocidad que le permitían sus crampones, haciendo caso omiso de la fatiga que se iba apoderando de ella, con el sonido de su propia respiración dentro del casco por toda compañía.
Habían transcurrido treinta minutos.
Swift había llegado al lugar del que le había hablado Jack: el punto donde la cornisa se elevaba hasta terminar en la caverna. Ahora tenía que escalar. ¿Cuál era el término que había empleado Jack?
Bavaresa.
No era un nombre muy adecuado, reflexionó, para una técnica a todas luces tan ardua. Aquella palabra le traía a la memoria imágenes placenteras de unos días pasados en Baviera disfrutando de lo lindo; le era imposible asociar aquella palabra tan llena de agradables recuerdos a esa incómoda manera de escalar en cuclillas que Jack le había descrito y que amenazaba con obligarla a retroceder. Era una suerte pesar tan poco y, siendo una escaladora nata, o al menos de eso había intentado convencerla Jack, en diez o quince minutos ya había alcanzado la cima de la pendiente y entraba en la caverna que se prolongaba hasta el valle escondido y el bosque.
El panorama la dejó sin aliento.
Jack no exageraba. Era en efecto un lugar de aspecto mágico. Bien resguardado. Exuberante. El sitio perfecto para la especie más reciente y más tímida del mundo, si podía llamarse simio a un ser cuyo ADN apenas difería en un cero coma cinco por ciento del de los seres humanos. Swift ya no estaba tan segura. Lo único que sabía con certeza era que había que proteger al yeti, costara lo que costara. Sacó la automática de su cinturón y avanzó cautelosamente sobre el hielo fragmentado, en dirección a la salida de la caverna, que tenía una curiosa forma. Allí se detuvo y, agachándose pegada a la pared, escrutó el lindero de un bosque de rododendros gigantes y escuchó atentamente.
El bosque estaba en silencio. Sólo se oía el débil roce de las hojas y el gemido del frío viento del Himalaya que agitaba las copas de altos abetos. En una película que Swift había visto, basada en un libro de James Hilton, había un nombre para un lugar secreto como aquéclass="underline" Shangri-La. Era verdad que no se veía ningún monasterio, y ciertamente el valle escondido no ofrecía perspectivas inmediatas de vida eterna. Ya sería mucho si sobrevivía durante las próximas horas, pero parecía y se presentía como un lugar especial.
Swift se quitó los crampones. A continuación, lentamente, se acercó a la línea de árboles.
El bosque permaneció en silencio.
Atisbo entre las hojas de los enormes rododendros. Después, sujetándose a una rama, empezó a descender por el suave desnivel y se internó en la tupida vegetación. Se movía furtivamente, consciente de que corría tanto peligro por los yetis a los que intentaba proteger como por el hombre que amenazaba con matarlos. Boyd ya había demostrado que no dudaría en utilizar su arma para defenderse de los yetis. Pero ¿y ella? Siguió avanzando, mirando constantemente a su alrededor y preparada para cualquier cosa, eso esperaba. No tenía miedo, al contrario, sentía un raro alborozo. La antropología nunca le había parecido tan emocionante.
Pero si esperaba encontrar el rastro de Boyd en el bosque, se llevó una decepción. No había indicios evidentes sobre la dirección que había tomado. Recordando una anécdota que le había contado Byron Cody sobre cómo perseguir gorilas de montaña en Zaire, se tumbó de bruces y empezó a arrastrarse entre el sotobosque. Las pistas visuales, le había explicado él, quedaban ocultas a menudo por la densa vegetación.
En el suelo había muy poca nieve, tan frondosa era la vida vegetal. Ante ella vio un breve túnel formado por un abeto caído cuyas paredes eran rododendros apiñados. Se internó entre ellos serpenteando, agradecida por la cobertura que le proporcionaban y confiando en que no se le rasgara el traje. Sabía que sin su calor protector no viviría mucho tiempo con aquella temperatura tan baja. Al llegar al final del túnel dejó de arrastrarse y escuchó.
Nada.
¿Dónde estaban los yetis? ¿Dónde estaba Boyd? ¿Habría conseguido llegar hasta allí?
Un fuerte olor, parecido al de un establo lleno de caballos, sólo que más acre e intenso, impregnaba la vegetación que se extendía ante ella. Notó que su nariz se fruncía por el asco en el interior de su casco. Era el mismo hedor que había olido en el cuerpo de Jack cuando el sirdar le sacó de la grieta, y Swift se preguntó si sería mucho más fuerte de no estar protegida en parte por el traje climatizado.
Miró en derredor en busca de excrementos, pues no sentía el menor deseo de encontrarse algo así debajo de su cuerpo mientras se arrastraba, y se sorprendió al no encontrar nada. Tardó unos instantes en adivinar la causa de aquel mal olor.
Miedo. Era el olor del miedo.
Si la anatomía de un yeti se parecía en algo a la de un gorila, sus zonas axilares contendrían varias capas de glándulas sudoríparas que serían las responsables de activar aquel sencillo pero eficaz medio de comunicación olfativa. Un yeti que siguiera el rastro de otro se tropezaría con su olor y reconocería el mensaje: cuidado, peligro cerca.
¿Era Boyd el peligro?
Con una creciente sensación de urgencia, Swift siguió arrastrándose hasta que, de algún punto situado en la distancia frente a ella, le llegó el inconfundible sonido de una serie de alaridos de yeti seguidos por un disparo.
Swift se puso en pie y echó a correr en esa dirección.
TREINTA
Pisa con suavidad, pues ésta es tierra sagrada. Pudiera ser, si mirásemos con ojos de vidente, que el lugar donde nos encontramos sea el Paraíso.
Christina Rossetti
El campamento base del Annapurna estaba silencioso. El aire era de color zafiro, como si los dioses ya hubieran purificado el Santuario de las manchas de sangre humana que aún teñían la nieve frente a la concha. Mac se había ido hacía rato y Jack recorría el campamento a grandes pasos con gran frustración, maldiciendo las lesiones que le impedían seguir a Swift. El tiempo transcurría lentamente y los sonidos eran las únicas novedades del día: Ang Tsering gimiendo en el interior de la concha; el zumbido del generador eléctrico; un traqueteo como el de una sierra mecánica en un bosque lejano que el viento se llevaba pero que volvía a traer, y cada vez se oía más fuerte. Jack formó una pantalla con las manos y entornó los párpados para escrutar el cielo.
Un helicóptero. Pero ¿cómo era posible? Era imposible que Mac pudiera haber llegado tan pronto a Chomrong. Sólo habían pasado un par de horas y Chomrong estaba a sesenta kilómetros. Jack se dirigió con paso decidido y braceando rítmicamente a la improvisada pista de aterrizaje.
Formando un remolino de aire y nieve como si batiera clara de huevo, el helicóptero descendió en espiral hasta la cuenca del Santuario, se quedó suspendido durante unos minutos como si inspeccionara algo y finalmente se precipitó hacia el suelo, arrojando nieve al rostro de Jack, que corría hacia él. Los distintivos se veían con suficiente claridad: era la Policía Real del Nepal.
Dos agentes de uniforme, ambos armados, saltaron del fuselaje mientras las aspas del rotor empezaban a pararse.
– ¿Va todo bien por aquí? -aulló uno de los policías, un sargento.
– Se ha cometido un asesinato -gritó Jack-. Y bien pudiera cometerse otro si no perseguimos al asesino. -Señaló hacia el glaciar, en dirección al Machhapuchhare-. Se fue por ahí.
Jack intentó conducirlo de vuelta al helicóptero, pero el sargento no se movió del sitio, pues sus ojos se habían posado en la mano cercenada que aún yacía sobre la nieve teñida de sangre.