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– Primero tenemos que ver el cadáver -dijo el sargento.

– No lo entiende -replicó Jack-. Volverá a matar si no se lo impedimos. Ahora no hay tiempo que perder.

– Puede que sí -dijo el sargento-. Pero sea como sea, debemos esperar a repostar combustible antes de ir más lejos. Hay doscientos cuarenta kilómetros desde Katmandu.

Mientras el policía hablaba, el piloto sacaba unos toscos bidones del helicóptero.

– Por aquí -dijo Jack-. Pero, por favor… Chito garnuhos. Por favor, dense prisa.

Boyd se internó en el bosque con movimientos clásicos de combate, corriendo hasta un árbol, adoptando una posición de disparo, arrodillado, arrastrándose de bruces hacia un abrigo mejor y volviendo a arrodillarse. Apuntaba con el corto cañón de su carabina en una dirección y en seguida en la otra, buscando un blanco y deseando haber pensado en acoplar un lanzagranadas de cuarenta milímetros, por si uno de los yetis resultaba ser difícil de matar con una ráfaga de balas estándar de nueve milímetros.

Al cabo de unos minutos se sintió lo bastante relajado como para bajar el arma y consultar las lecturas del detector manual de radiofrecuencias. Los ordenadores y transmisores de datos que había a bordo del pájaro empleaban un oscilador local, que funcionaba con una señal de una frecuencia específica y que emitía una radiación electromagnética detectable, la cual podía identificarse mediante el detector que sostenía Boyd. En cuanto el perfil de la onda de la señal emitida se localizara y comparara con el contenido de la memoria calibrada de la unidad, la información que aparecería en una diminuta pantalla sería analizada por un microprocesador, que calcularía la distancia del satélite con una precisión de medio metro. Para encontrar una aguja en un pajar, eso era lo más parecido a disponer de un imán gigantesco. Aun así, tenía un radio de acción de sólo cincuenta metros, y Boyd calculaba que desde su llegada al Santuario, una zona de búsqueda de unos cien kilómetros cuadrados, había tomado hasta mil lecturas distintas con el pequeño aparato detector, todas ellas con resultado negativo. Pero en esta ocasión encontró una lectura positiva casi al instante. El pájaro estaba justo frente a él.

– Bingo -dijo con una risita-. Dadle un premio a este hombre.

Guardó el detector y volvió a alzar su arma.

– En marcha. -Empezó a pasar entre dos matas de rododendros-. En un par de horas habrás salido de esta nevera y estarás de vuelta en la embajada de Khat. Luego conseguiré un par de chicas de alterne en Thamel.

Al cabo de quince minutos más de correr y arrastrarse, Boyd llegó al borde de un largo claro del bosque. Parecía como si alguien se hubiera dedicado seriamente a la deforestación: había arbustos calcinados y árboles quebrados.

– Algo se estrelló aquí, no cabe duda -se aseguró a sí mismo.

Y entonces lo vio.

El satélite se parecía más a los restos de una pequeña furgoneta accidentada que a un aparato que algún día estuvo en órbita alrededor de la Tierra. Pero por las barras y estrellas pintadas sobre el sucio fuselaje blanco, podía haberse confundido fácilmente con una ambulancia. Y ahora Boyd entendía perfectamente por qué los aviones espía lo habían pasado por alto. El pájaro se había estrellado y en el impacto había arrasado cincuenta o sesenta metros de árboles y arbustos, que había dejado aplastados; pero a continuación había seguido rodando, antes de detenerse entre unos matorrales gigantescos y debajo de unos árboles. El pájaro Ojo de Cerradura Once no podía haber quedado mejor oculto a la vista desde el aire si se hubiera intentado a propósito.

Evitando el claro instintivamente, Boyd siguió la línea de árboles en dirección a su objetivo. Por alguna razón esperaba algo más de oposición. Después de la descripción de Jack de toda una banda de yetis que vivía en este bosque escondido creía que se vería obligado a disparar unas cuantas ráfagas para defenderse. Pero hasta ahora no había oído ni a una sola de las criaturas, y mucho menos las había visto. Quizá la misión le llevaría menos tiempo del que había calculado.

Cuando llegó al satélite, Boyd abrió el fuselaje y examinó su interior. Al aterrizar, el ordenador del pájaro tenía que haber empezado a emitir una discreta señal que permitiría al equipo de recuperación a distancia entrar en acción, pero eso no había ocurrido. Entonces pudo ver por qué. Dos bombillas rojas del panel de seguridad, identificadas como «BUS DE POTENCIA A SIN CORRIENTE y BUS DE POTENCIA B SIN CORRIENTE», estaban encendidas. Algo había interrumpido el paso de la electricidad desde el pequeño generador termonuclear del satélite y los paneles fotovoltaicos a todos los sistemas operativos y de guía. Lo del bus A tenía fácil explicación: las células solares habían quedado destrozadas por el impacto, pero el paso de corriente del generador termonuclear a través del bus B tenía que haberse mantenido. Boyd comprobó la tensión en las conexiones y descubrió que uno de los cables se había fundido, probablemente a consecuencia de un pequeño incendio provocado en el interior del satélite por el cortocircuito del bus A. Restaurar la potencia sólo era cuestión de apagar el interruptor del bus B durante un rato, volver a conectar el cable quemado y encender otra vez. Ahora la bombilla que brillaba sobre el indicador del bus B era verde.

– Estúpidos hijos de puta -dijo intentando imaginarse la reacción que habría en Washington cuando los de la NRO se dieran cuenta de que volvían a tener contacto con el Ojo de Cerradura-. No por mucho tiempo.

Soltó una risita y empezó a introducir el código de autodestrucción a través del teclado del ordenador. Sólo había tecleado la mitad del código cuando volvió a quedarse sin electricidad. Al mirar el panel de seguridad vio que la bombilla indicadora del bus B era de nuevo roja: en algún punto había otra conexión suelta, pero se le acababa el tiempo. Al final tendría que utilizar explosivos para cumplir la misión. Pero por lo menos en Washington sabrían que había encontrado el satélite. Y que estaba a punto de destruirlo.

Boyd sacó de su mochila una carga de explosivo plástico C4 que estaba envuelta en cinta adhesiva. El C4 tenía el aspecto de la masilla y era el más versátil de los explosivos: fácil de manipular, impermeable y, con la ayuda de un poco de vaselina, insertable prácticamente en cualquier parte. Colocar explosivos siempre había sido una parte importante del trabajo de Boyd. Con movimientos rápidos, abrió haciendo palanca el panel que protegía la maquinaria interna del satélite y modeló el C4 formando un reborde sobre la chapa de metal donde se alojaba el radioisótopo para potenciar su eficacia. Buscaba un detonador en su mochila cuando oyó el chasquido de una rama al partirse y luego una serie de aullidos que anunciaban la llegada de un yeti. Boyd empuñó su fusil.

– Invitados -dijo, y disparó dos veces en dirección a unos arbustos que se movían, aparentemente sin dar en el blanco.

No hubo ningún grito. No se desplomó ningún cuerpo. Nada. Boyd lanzó una maldición. Estaba perdiendo puntería. Siete disparos de un cargador de treinta balas sin acertar ni una sola vez. Le convenía ser prudente. Sin un cargador de repuesto, a partir de ahora tendría que asegurar cada tiro. Y si disparaba cada vez que oía aullar a un yeti o veía moverse un arbusto, sería una bala perdida.

Aguardó unos segundos escuchando atentamente y escrutando la espesura en busca de signos de actividad. Se planteaba volver a montar el detonador cuando oyó unos pasos y, al volverse en redondo con la velocidad del rayo, vio una mata de altos rododendros calcinados bambolearse como si algo caminara entre ellos. Boyd se encaró la mira telescópica de su fusil, pero se lo pensó mejor antes de disparar.

– No te asustes -recordó-. Asegura el tiro primero.

Retrocedió varios pasos, rodeó el satélite y echó a correr durante treinta o cuarenta metros por el sotobosque en dirección contraria antes de girar bruscamente a la derecha, arrojarse al suelo de bruces y retroceder a rastras hacia donde creía haber localizado su presa.