En Estados Unidos, Boyd iba a menudo de caza. En sus buenos tiempos cazaba ciervos, pumas, coyotes, focas, incluso un oso, pero esto era algo nuevo. Nunca había disparado contra un gran simio, si no contaba a algunos de los hombres que había matado. Era un animal al que ningún otro hombre había dado caza y eso sí merecía la pena. Boyd empezaba a disfrutar. Avanzó arrastrándose hasta un punto situado detrás de la mata de rododendros calcinados. Esperaba ver la peluda espalda de un yeti, pero se sorprendió al ver su propia imagen reflejada. Era una persona que llevaba un traje climatizado.
Lo habían seguido desde el CBA.
Boyd maldijo a Ang Tsering, y luego se maldijo a sí mismo por no hacer lo que tenía que haber hecho. Debería haberles matado a todos cuando tuvo la oportunidad. Igual que había matado a aquellos chinos.
Quienquiera que fuese, empuñaba la automática que él le había dado a Tsering y estaba en cuclillas al borde del claro, apuntando al satélite con el arma. Boyd estaba demasiado intrigado para disparar de inmediato: quería ver quién osaba desafiarlo antes de matarlo.
Swift estaba arrodillada detrás de un enorme abeto plateado del Himalaya, contemplando el satélite y preguntándose si Boyd estaría cerca. Empuñaba la pistola con ambas manos y no dejaba de apuntar al frente como había visto hacer a la policía en televisión.
Transcurrieron un par de minutos y bajó el arma. Quizá Boyd no lo había encontrado todavía. O tal vez ya había estado allí, había preparado su carga y había huido. Pero no dudaba de que los disparos procedían de esa dirección.
Tardó unos segundos en darse cuenta de la apabullante diversidad de flores que había a su alrededor: saxifragas, gencianas, geranios, anémonas, cincoenramas y prímulas. Se le ocurrían lugares peores donde morir.
Haciendo acopio de valor, se puso en pie, pero un barrido desde atrás le hizo perder el equilibrio y la pistola salió despedida de su mano. Lanzó una patada furiosa y acto seguido notó que se le cortaba la respiración cuando algo la golpeó con fuerza entre las paletillas.
Su magullado cuerpo tardó dos o tres minutos en recuperar el aliento suficiente para reconocer que era Boyd quien la había golpeado con la culata de su fusil; para entonces el hombre le había quitado el casco y había hecho lo propio con el suyo.
Estaba sentado sobre un tocón de árbol a poca distancia de ella, y su arma se balanceaba sin obstáculos, colgada de una correa que él sujetaba entre los muslos como si fuera un enorme medallón.
– Debería haber imaginado que eras tú -dijo con una sonrisa-. Supongo que nadie más tiene agallas. Por debajo de toda esa jerga científica de mierda, probablemente eres toda una mujer, Swifty. Por supuesto, sólo es una suposición. Estos trajes son cálidos, pero no tienen el estilo de Issey Miyake, ¿verdad que no?
– Que te jodan, Boyd.
– Lo que tú digas, cariño.
Quería divertirse un poco antes de matarla.
Era uno de los alicientes del trabajo y no había tenido muchos como éste. Quería tontear con ella antes de hacer estallar el pájaro.
– ¿Sabes que no es mala idea? -dijo apuntándole directamente al pecho con su carabina-. ¿Por qué no te quitas ese traje? Me gustaría ver qué aspecto tienes en ropa interior térmica.
– Vete al infierno, Boyd. Mátame y acabemos de una vez, porque no pienso jugar a tu…
Boyd disparó un solo tiro por encima de su cabeza, tan cerca que Swift notó cómo le rozaba el cabello.
– Imagino que tú sólo pensabas en matarme -dijo-, pegarme un tiro como fuese. Pero yo puedo matarte a ti de muchas maneras, Swifty. De muchas maneras lentas. Al estilo apache. O bien puedes aferrarte a la vida un rato más. Obedece y sigue viviendo. Quizá.
Su tono de voz se volvió más amenazador.
– Ahora desnúdate o la siguiente será en la rodilla.
Swift permaneció inmóvil.
– Se nota que nunca has visto a alguien con una bala en la rodilla, Swifty. Duele. En cuanto te dispare en la rodilla podré hacer contigo lo que quiera igualmente. Para mí no cambia nada. Lo importante es que cambiará para ti.
Tenía razón. Mientras ella siguiera con vida, le quedaba una sombra de esperanza.
Resistiendo a la tentación de mandarle al infierno, Swift se desabrochó la unidad de control del traje y la arrojó al suelo. Después le dio la espalda a Boyd, mientras una idea tomaba forma en su mente.
– Tendrás que ayudarme -dijo-. No es fácil desprenderse de esto desde dentro.
– Está bien -dijo Boyd-. Pero sin trucos. -Apoyó la fría boca del cañón de su fusil por debajo de la oreja de la mujer-. De lo contrario, te prometo que no oirás mi siguiente reproche.
Swift notó que Boyd le quitaba la mochila del sistema de soporte vital.
– Despacio ahora -dijo él, y desenchufó la pequeña tubería especial de la ropa interior térmica.
Antes de que ella pudiera reaccionar, Boyd dio un paso atrás.
– Ahora sal del traje. Despacio.
Swift obedeció y dejó que el traje climatizado resbalara hasta sus pies como si fuera la piel seca de una serpiente después de la muda. Empezó a temblar, no muy segura de si era por el frío o por el miedo.
– Ahora, fuera la pieza integral.
– Siempre supe que en el fondo eras un pervertido, Boyd. Desde aquella noche en Khat, cuando te propasaste conmigo de un modo tan grosero.
Abrió de un tirón el cierre Velcro que cubría la cremallera de su ropa interior.
– Debiste ser más amable -dijo él-. Es posible que sobrevivas para arrepentirte, pero no te lo prometo.
– Creo que la violación es exactamente tu estilo.
Se desprendió de la ropa interior protectora y se quedó ante él en bragas y sostén. Después del calor de la ropa interior calentada por agua, el frío le cortó la respiración. Sólo le quedaba una esperanza. Los trajes tenían un importante fallo de diseño: la única manera de orinar era quitarse el traje o hacérselo con él puesto. Para violarla, Boyd tendría que quitarse el suyo. Ésa podía ser su única oportunidad.
– Vamos -dijo el hombre con voz ronca-. Fuera el resto.
Swift se desabrochó el sostén y lo arrojó al suelo. Se quitó las bragas rápidamente y soportó temblando la penetrante mirada de Boyd. Ahora estaba segura: el frío era sin lugar a dudas mortal. Pero había formas peores de morir que de frío, porque ésta seguro que sería como quedarse dormida.
– Estás muy bien -le dijo Boyd-. Realmente bien. Tú y yo nos vamos a divertir un poco. Ahora ponte a cuatro patas y empieza a rezar para que el frío no me afecte o lo más probable es que te mate por pura frustración.
Ella obedeció, pero inmediatamente su mirada rastreó el suelo en busca de la pistola.
– ¿Siempre le echas la culpa de tu impotencia al frío? -le preguntó entre dientes que castañeteaban por el frío.
Boyd se colocó a su espalda y dejó escapar una risita.
– Tú di lo que quieras. En unos instantes tu culo empezará a resarcirme de algunos de esos agudos comentarios, señorita. Cuanto más hables ahora, más te va a doler. Y será mejor que entiendas una cosa desde ahora: hacer daño es lo que me pone cachondo. Así que di lo que quieras, Swifty. Pero no levantes la vista del suelo.
– ¿Qué pasa? ¿De qué te avergüenzas? Te olvidas de algo: soy antropóloga, ya he visto antes la picha de un mono.
Temblaba de miedo y de frío cuando oyó que algo caía al suelo. Era la unidad de control del traje de Boyd. Inmediatamente, su corazón dio un vuelco. La pistola, veía la pistola. Estaba junto a una mata de arenarias, a no más de cinco o seis metros de su mano derecha, y parecía nada menos que un regalo de las hadas.
Boyd se estaba riendo.
– Así me gusta. Sigue haciéndote la dura, Swifty. Estaré listo para calentarte otra vez en un momento.