Выбрать главу

Le oyó forcejear con la mochila de soporte vital; quitársela uno mismo era como intentar librarse de una camisa de fuerza, había que ser casi un contorsionista. Prácticamente, la única manera que ella había descubierto de quitársela con facilidad era tumbarse en el suelo y forzar la articulación del codo al máximo para subir la mano por la espalda todo lo que diera de sí. Era mucho más fácil si alguien te ayudaba.

Boyd maldijo en voz alta cuando llegó a la misma conclusión.

Fue la pista que necesitaba Swift para echar a correr.

Corría antes de haber tenido tiempo de pensar dos veces en sus posibilidades de sobrevivir desnuda a baja temperatura. Pero consiguió recuperar la pistola.

Instintivamente, empezó a correr en zigzag.

Dos segundos después, el árbol que había a sus espaldas expulsó madera y savia por los orificios de las balas que Boyd había disparado sin apuntar.

Swift notó la helada brisa en los pechos desnudos y las extremidades mientras, con el corazón desbocado, saltaba por encima de un tronco caído; en seguida se desvió a un lado para internarse entre los árboles. Mientras corría no sentía demasiado frío. Sus problemas empezarían cuando se detuviera. Tropezó, se dejó caer, dio una voltereta y, como un tirador experto, devolvió el fuego apuntando hacia el camino que había seguido. La pistola apenas dio una sacudida en su mano mientras cumplía su misión, pues Swift creyó que bastaba con apuntar, y aunque apenas fue consciente de haber apretado el gatillo una sola vez, disparó ocho tiros en menos tiempo del que habría necesitado para tocar una octava al piano.

Esperando una nueva ráfaga de proyectiles malintencionados, echó a correr otra vez, agachándose bajo las ramas, desviándose ante los troncos y percibiendo en todo momento el olor sulfuroso de la pólvora, como si el propio aire se hubiera revolucionado a causa del tiroteo. Al instante siguiente estaba tumbada de espaldas, oyendo un nuevo disparo y creyendo que le había dado hasta que alzó la cabeza a pesar del aturdimiento y vio la rama de un árbol que sobresalía como la barrera de un peaje. En su desesperación por escapar de Boyd se había precipitado de cabeza contra el brazo extendido del mismísimo Checkpoint Charlie del bosque, el venerable abuelo de todos los árboles.

Se incorporó y se tocó la frente instintivamente. Notó un chichón del tamaño de Koh-i-noor y un hilillo de sangre. Pero además de reconocer el fuerte hedor de la vegetación que la rodeaba, vio un pequeño túnel formado por rododendros y árboles caídos y se arrastró rápidamente hasta el interior.

Los santuarios más antiguos del hombre fueron los bosques. Oculta en el túnel y tumbada en un colchón de helechos, Swift se sintió lo bastante segura para inspirar una gélida bocanada de aire y permaneció tendida, esperando a que Boyd viniera a por ella. Se tocó de nuevo el chichón de la frente y no pudo evitar una mueca de dolor. El Santuario nunca le había parecido tan tierno, ni tan terriblemente frío. ¿Cuánto tiempo lograría sobrevivir con sólo una manta de helechos con que cubrir su cuerpo desnudo? Como máximo una o dos horas. Si Boyd no iba a por ella, tendría que salir ella a buscarle a él, o al menos su ropa. Eso o morir de frío.

– Vamos, hijo de puta -dijo sosteniendo la pistola con el brazo extendido y apuntando a la boca del túnel donde se escondía.

Pero la pistola tenía ahora un aspecto diferente. El cerrojo parecía atascado con el arma montada, de modo que la punta del cañón sobresalía como la ceniza de un puro.

El significado de la nueva forma de la pistola tardó unos segundos en hacer mella en los estremecimientos de euforia que sentía por haber escapado con vida. Caer en la cuenta de que se había quedado sin municiones la dejó helada hasta la médula. Pretendía tenderle una emboscada a un hombre con un arma descargada. Debió de agotar el cargador cuando cayó y devolvió el fuego.

– Mierda.

Clavó el arma en el suelo de pura frustración y trató de serenarse para decidir qué hacer a continuación: quedarse tumbada y morir congelada rápidamente, o rendirse y esperar que Boyd la dejara vivir después de utilizarla.

– Eso sí que me extrañaría -masculló, y cerró los ojos.

A la crudeza de la elección que afrontaba le siguió la certeza de que en cualquier caso acabaría pronto.

Boyd se abría paso entre la maleza intentando calcular cuántas balas había disparado la mujer.

Al abandonar el CBA le había confiado a Ang Tsering el Beretta de calibre 38 con el que había matado a Miles Jameson. La automática tenía un cargador de doble acción que contenía diez balas. Swift había disparado ocho. La pregunta era: ¿cuántas balas había disparado Tsering antes de entregar su arma, si es que disparó alguna? No le quedaba más remedio que suponer que sólo quedaban dos proyectiles como máximo, suficientes para que la cacería resultara interesante. Esperaba encontrarla antes de que muriese de frío, porque después, el cadáver no le serviría de nada.

Su aguda y experimentada vista localizó pronto el rastro de la mujer: una ocasional pisada en la nieve. Y el montoncito de casquillos vacíos, como excrementos de algún animal metálico, donde Swift se había detenido para devolver el fuego. Boyd se arrodilló y recogió los casquillos para asegurarse. Ocho. Si ella había disparado ocho, quizá había vaciado el cargador entero de puro miedo. Probablemente estaba contemplando un arma descargada. Probablemente estaba lo bastante cerca para oírle.

Se incorporó de nuevo sobresaltando a un pájaro gris claro y blanco con la cabeza negra que se alejó volando con ruidoso aleteo. La sorpresa casi le cuesta otra bala a Boyd. Sólo era una paloma de las nieves.

– Sé que estás por estos andurriales -gritó-. ¿Por qué no sales y acabamos de una vez? Si tengo que encontrarte, tu cuerpo lo pagará caro. ¿Me oyes?

Hizo una pausa aguzando el oído por si obtenía una respuesta, pero sólo hubo silencio. Pacientemente, Boyd permaneció inmóvil como una piedra, como si supiera que la mujer se delataría pronto de alguna manera. No tuvo que esperar mucho.

Otro pájaro, pero esta vez corría en su dirección por el suelo desde un apretado grupo de arbustos huyendo de otra persona; se desvió en el último momento antes de chocar con él.

Boyd frunció el cejo mientras examinaba atentamente los arbustos. Al escrutar el follaje verde oscuro le pareció que había algo tendido en el suelo detrás de las hojas. Algo humano. No estaba seguro. Había empezado a nevar. Cada copo de nieve rozaba una hoja y la zarandeaba de manera que…

Una mano. Podía verle una mano. Se acercó con una sonrisa y, empuñando con más fuerza la carabina, se la llevó al hombro para apuntar.

– Te veo -dijo con voz burlona-. Estás escondida ahí. Insultas a mi inteligencia, Swifty. Podría dispararte desde aquí sin problemas. Ahora arroja tu arma y veamos el resto de tu cuerpo. Si veo algo distinto de tus tetas apuntando hacia mí, te…

De repente se oyó una explosión en la espesura, como si alguien hubiera lanzado un obús de mortero frente a él. Sin darle tiempo a pensar siquiera en apretar el gatillo, algo enorme se abalanzó sobre Boyd después de abrirse paso como un tractor entre el follaje y rugir como un huracán. Los árboles y los arbustos quedaron literalmente aplastados como si otro satélite fuera de control se estrellara contra el suelo.

Boyd se sorprendió tanto que dio media vuelta y echó a correr, agotado todo su valor. Era un impulso que invitaba automáticamente a darle caza, pero no podía durar mucho. No había avanzado más de dos o tres metros cuando el enorme yeti de espalda plateada lo derribó de un golpe, desgarró su traje y le mordió en el cuello y la espalda.

Boyd empezó a gritar.

Observando al yeti desde la relativa seguridad del túnel de rododendros, Swift tuvo una repentina y espantosa revelación sobre el poder y la ferocidad de la especie que ella había venido a proteger. El yeti macho era descomunal, mucho mayor de lo que se había imaginado. Rebeca sólo medía una tercera parte de lo que ese monstruo: Madonna comparada con Schwarzenegger.