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– Otra cosa… No me he atrevido a preguntárselo a su esposa, pero, dígame, su amigo se drogaba, ¿verdad?

– En absoluto. ¿Por qué?

– Hemos observado rastros de pinchazos en el pliegue del codo.

– ¿Tal vez seguía algún tratamiento?

– Su mujer dice que no, y es concluyente.

El médico se quitó la bata y luego me tendió la mano.

– Lo lamento pero debo irme. Me esperan en otra unidad.

Le di la mano a mi vez y vi que las puertas volvían a abrirse. Laure, la mujer de Luc, también llevaba puesta una bata de papel y un gorro fruncido en la frente. Más que caminar, se tambaleaba. Corrí a su encuentro. Ella se echó atrás como si mi voz o mi presencia le dieran miedo. Su expresión era fría, indescifrable.

– Laure, cualquier cosa que necesites… lo que sea…

Ella negó con la cabeza. Nunca había sido bonita, pero en aquel momento parecía un espectro. Murmuró entrecortadamente:

– Anoche nos dijo que volviéramos sin él. Quería quedarse en Vernay. No sé qué pudo pasarle. No sé…

Su murmullo se volvió inaudible. Debí haberla tomado entre mis brazos, pero era incapaz de llegar a tal grado de familiaridad. Ni entonces ni nunca. Le dije al azar:

– Saldrá adelante, estoy seguro. Se…

Me dirigió una mirada de hielo. La hostilidad brillaba en sus pupilas.

– Todo esto es por culpa de vuestro trabajo. Vuestro trabajo de mierda.

– No digas eso. Es…

No terminé la frase. Laure se había echado a llorar. Una vez más habría querido intentar un gesto de compasión, pero era incapaz de tocarla. Al bajar los ojos, me di cuenta de que su abrigo, bajo la bata, estaba mal abotonado. El detalle hizo que por poco yo también rompiera en sollozos. Después de sonarse, susurró:

– Debo irme… Las niñas me esperan.

– ¿Dónde están?

– En el colegio. Las dejé en la sala de estudio.

Me zumbaban los oídos. Nuestras voces sonaban como amortiguadas por una capa de algodón.

– ¿Quieres que te acerque?

– No, he venido en mi coche.

La observé mientras se sonaba otra vez. Rostro afilado y dientes de conejo, rodeados de rizos ya canosos, parecidos a las patillas de un rabino. Sin quererlo, recordé algo que había dicho Luc. Una de esas frases cínicas tan suyas: «La mujer: solucionar el problema lo más rápido posible para olvidarlo cuanto antes». Era exactamente lo que él había hecho «importando» a aquella muchacha de su región de origen -los Pirineos- y haciéndole dos niñas, una tras otra.

A falta de algo mejor, dije:

– Te llamo esta noche.

Ella asintió y se alejó hacia el vestuario. Me volví; el anestesista había desaparecido. Quedaba Svendsen. El inevitable Svendsen. Vi la bata que el médico había dejado sobre un asiento y la cogí.

– Iré a ver a Luc.

– ¡Déjalo correr! -Me detuvo con mano firme-. El médico acaba de decírnoslo: están haciéndole pruebas.

Me liberé airadamente, pero él prosiguió con voz sosegada:

– Vuelve mañana, Mat. Será lo mejor para todos.

La cólera se diluyó en mi cuerpo. Svendsen tenía razón. Debía dejar que los médicos hicieran su trabajo. ¿Qué iba a ganar viendo a mi amigo lleno de sondas y goteros?

Saludé al forense con un ademán y bajé la escalera. Mi dolor de cabeza empezaba a desaparecer. Sin pensarlo me dirigí hacia el centro médico penitenciario donde llevan a los sospechosos heridos y a los drogadictos con mono; luego me detuve, por miedo a encontrarme con algún policía que me conociera. No estaba de ánimo para escuchar condolencias lacrimógenas o palabras de compasión.

Llegué al vestíbulo de la entrada principal. En el umbral, saqué el paquete de Camel sin filtro y encendí un cigarrillo con mi enorme Zippo. Aspiré profundamente la primera bocanada.

Mis ojos se posaron sobre la advertencia escrita en el paquete: fumar puede causar una muerte lenta y dolorosa. De pie junto a la reja di todavía unas caladas al cigarrillo; luego tomé a la izquierda, hacia el corazón de mi existencia: 36, quai des Orfèvres.

De repente, cambié de idea y giré a la derecha, hacia el otro eje de mi vida: la catedral de Notre-Dame.

2

Ya en el portal empezaban las advertencias: ¡cuidado con los carteristas! como medida de seguridad está prohibido entrar con equipaje, silencio: oración… Sin embargo, a pesar de la multitud, a pesar de la falta de intimidad, siempre sentía la misma emoción cuando cruzaba el umbral de Notre-Dame.

Me abrí paso entre la gente y alcancé la pila de agua bendita de mármol. Rocé el agua con los dedos y me persigné, inclinándome ante la Virgen. Sentí la presión de la culata de mi pistola USP 9 mm Parabellum sobre mi cadera. Durante mucho tiempo, mi arma reglamentaria me había planteado un problema. ¿Se podía entrar en una iglesia equipado de esta guisa? Primero la escondía debajo del asiento de mi coche, pero me había cansado de hacer un rodeo para pasar por el aparcamiento del número 36. Había considerado la posibilidad de buscar un escondrijo entre los bajorrelieves de la catedral, pero había abandonado la idea; me parecía demasiado peligrosa. Terminé por asumir la afrenta. ¿Dejaban los cruzados sus espadas cuando penetraban en el Templo?

Subí por el ala derecha, flanqueando la zona destinada a las ofrendas, dejé atrás los confesionarios rematados por banderitas que señalaban las lenguas que hablaban los oficiantes. A cada paso que daba, aumentaba mi serenidad. La penumbra de la iglesia me resultaba beneficiosa. Una masa contradictoria: un enorme barco de piedra navegando por charcos de oscuridad, pero destilando una levedad acre y picante; la de los efluvios del incienso, de los olores de la cera, del frescor del mármol.

Pasé al lado de las capillas de San Francisco Javier y de Santa Genoveva, de oratorios cerrados al público, tapizados con grandes pinturas sombrías, de estatuas de Juana de Arco y santa Teresa, esquivé la fila de espera frente a la sala del Tesoro y llegué a «mi» capilla al fondo del coro, el lugar de recogimiento donde iba a rezar todas las noches.

Nuestra Señora de los Siete Dolores. Algunos bancos apenas iluminados, un altar dominado por candelabros con falsos cirios y objetos litúrgicos. Me deslicé hacia la derecha sorteando los reclinatorios, al abrigo de las miradas. Cerré los ojos, cuando un sonido repercutió en mis oídos:

– Mira qué a gusto duermen.

Luc estaba a mi lado. Luc a la edad de catorce años, delgado y pelirrojo. Ya no me encontraba en Notre-Dame sino en la capilla del colegio de Saint-Michel-de-Sèze, rodeado de los alumnos de tercero del instituto. Luc siguió con su voz mordaz:

– Cuando sea sacerdote, todos mis fieles estarán de pie. ¡Como en un concierto de rock!

La audacia de aquel adolescente me alucinó. En aquella época, vivía mi fe como una lacra inconfesable entre los demás chicos, que consideraban que la asignatura de religión era la más pesada de todas. Y resultaba que ese mocoso quería ser sacerdote, ¡un sacerdote roquero!

– Me llamo Luc -dijo-. Luc Soubeyras. Me han dicho que escondes una Biblia bajo la almohada y que nunca se había visto por aquí a un capullo como tú. Ahora bien, quería decirte que aquí hay otro capullo de la misma especie: yo. -Juntó las manos-. «Bienaventurados los perseguidos, porque de ellos será el reino de los cielos.»

Luego, levantó la palma de la mano en dirección al techo del coro para que yo chocara esos cinco.

La palmada me devolvió a la realidad. Pestañeé y me encontré en mi escondrijo de Notre-Dame. La piedra fría, el mimbre de los reclinatorios, los respaldos de madera… Me sumergí nuevamente en el pasado.

Aquel día, conocí al personaje más original de Saint-Michel-de-Sèze. Hablaba como una cotorra; era arrogante y sarcástico, pero estaba consumido por una fe incandescente. Eran los primeros meses del año escolar 1981-1982. Luc, en 3.° B, ya tenía detrás dos años de instituto en Sèze. Alto, descarnado como yo, se movía con gestos febriles. Aparte de la altura y de nuestra fe, también compartíamos un nombre de apóstol. Para él, el del evangelista que Dante llamaba el «escriba» porque su evangelio era el mejor redactado. Para mí el de Mateo, el aduanero, el guardián de la ley, que siguió a Cristo y transcribió nuevamente cada una de sus palabras.